Viernes, 17 de junio de 2011 | Hoy
Que el diagnóstico de VIH sida ya no es una condena a muerte es algo que casi nadie discute. Los tratamientos antirretrovirales son cada vez más fáciles de tomar y sumamente efectivos. Sin embargo, hay quienes se resisten a tomarlos, quienes eluden hasta el límite de la enfermedad –y hasta de la muerte– la posibilidad de hacerse el test. Las dificultades en el acceso a la salud, la homofobia y la transfobia, los prejuicios y también las fantasías que generan ciertos tratamientos “alternativos” son el trasfondo de esas historias particulares que habitan en un silencio generalizado del que todos y todas somos responsables.
Por Sebastián Hacher
Si hay alguien que es sinónimo de visibilidad, ese es Alex Freyre. Protagonista del primer matrimonio igualitario del país, su traje de casamiento tuvo como blasón la cinta roja que simboliza la campaña internacional contra el sida. Pero aun él, un activista histórico que convive con el VIH desde hace más de dos décadas, todavía se encuentra con situaciones incómodas. La última vez fue en la embajada de Estados Unidos. Tenía que sacar la visa para ir a la asamblea de las Naciones Unidas en Nueva York, y frente a él tenía un formulario que le preguntaba si tenía alguna enfermedad. El decidió poner que no tenía nada. Al fin de cuentas, el VIH no es una enfermedad, es una infección.
“Esa tensión –dice Alex– existe en nosotros que somos activistas y gente visible. Imaginate si vos estás en una familia con valores conservadores, que te marca a fuego con castigos y miradas cargadas de culpa, te va a costar mucho más liberarte de esa mochila y acercarte a un servicio de salud y decir ‘a mí me gusta chupar pija y quiero saber si para eso tengo que usar forro’. Si vos no podés decir frente al espejo que sos gay porque tu propio espejo te devuelve una imagen de mucha culpa, difícilmente vas a poder ir al médico y exigirle que te atienda bien. El ocultamiento de la identidad trae aparejado el ocultamiento de que me está pasando algo que yo se lo atribuyo por culpa a mi identidad.”
Como una resaca de la revista Flash de los ’80 que advertía sobre la “peste rosa”, la homofobia sigue pesando en los abordajes públicos sobre el VIH sida. Y esta violencia que a veces toma la forma del silencio sigue siendo una causal de muerte, aun con tratamientos efectivos y medicinas cada vez más sencillas de tomar. Historias para describir esta situación no faltan. La pareja de Antonio supo que tenía VIH en 2000. Se enteró por una infección en los intestinos que de un día para otro lo dejó postrado. Si uno caía, ¿cuánto le faltaba al otro? Uno de sus amigos le pidió que se hiciera el test. “Dio negativo”, anunció él. Durante un tiempo largo viajó por Europa y desde allá mandaba postales en las que le contaba a una amiga que convivía con el VIH de los nuevos tratamientos y terapias alternativas que se ensayaban en el viejo continente. “Vos vas por el buen camino”, le decía a ella, que llevaba siete años de terapia y no necesitaba ningún consejo.
Los padres de Antonio no sabían que era gay. Hasta último momento le preguntaron cuándo les iba a presentar una novia y cuando por fin volvió del viaje lo alojaron en un cuarto que tenían en el fondo de su casa. Allí vivió todo su proceso de deterioro sin que sus padres lo advirtieran. Se agarró una toxoplasmosis y terminó en coma, abandonado durante dos días enteros en su cuarto. Cuando abrieron la puerta y llamaron al médico era tarde para todo. Alquilaron una cama ortopédica y lo instalaron en el centro del living hasta que murió. Ninguno de sus amigos pudo volver a verlo. Sus padres nunca aceptaron que tenía sida.
Para Marcelo Losso, titular del Servicio de Inmunocomprometidos del Hospital Ramos Mejía, negar la enfermedad es la antesala de una tragedia. “Hoy –dice– tenemos tratamientos extraordinarios para controlar la infección a largo plazo, son bastante fáciles de tomar y bastante poco tóxicos. El gran riesgo es que la gente deje el tratamiento o se niegue a tomarlos.”
–Diría que hay tres tipos de argumentos:
a. Aquellos pacientes asintomáticos que nunca tomaron antivirales y se enfrentan a la idea de un tratamiento muy prolongado y que no debe interrumpirse. En estas personas puede ser significativo el temor a desarrollar algún tipo de efecto adverso por el cual, paradójicamente, la infección genere síntomas. Algo así como “si yo me siento bien, ¿por qué voy a tomar?”.
b. Otras personas que reciben tratamiento hace tiempo pueden experimentar hartazgo por el hecho de tomar un tratamiento diario similar a la fatiga que cualquier rutina produce. Es común escuchar pacientes que se rebelan contra la idea del tratamiento diario refiriendo que la terapia les recuerda a su enfermedad y desean tomar unas “vacaciones”. No es inusual que algunas mujeres vivan con mucha culpa su diagnóstico y que esto opere negativamente cuando de mantener el tratamiento durante años se trata.
c. Finalmente, personas que niegan completamente los efectos benéficos del tratamiento, a veces aconsejados por charlatanes, y se escudan exclusivamente en terapias alternativas.
A partir de la experiencia en su consultorio, Losso ubica del lado de las mujeres el peso de la culpa. “Es lo más habitual, pero no es excluyente, historias hay de todo tipo. Lo que los médicos tenemos que tener en cuenta es que hay pequeños gestos de gran impacto a la hora de sostener un tratamiento: desde un llamado telefónico a tiempo hasta unos minutos más de consulta.”
Los cirujas de debajo de la autopista se habían alejado de esa figura que temblaba en un rincón de la ranchada. Sólo sabían que se llamaba Vanesa, y que había estado días sin comer ni tomar nada caliente. Varios días después de caer derrotada por el frío y el hambre la rescató una chica trans que se prostituía en las mismas calles de Constitución que ella. Su cuerpo estaba consumido por la fiebre y la tos. La salvadora la cargó casi a la fuerza en un taxi y la llevó directo al Hospital Muñiz. Ya conocía de memoria el circuito de puertas que se cierran cuando una travesti necesita entrar a un centro de salud, y sabía que allí, en el más antiguo de los que atienden a personas con VIH, la iban a recibir en las condiciones en las que estaba.
Con medicación gratuita, con protocolos de atención amigables dictados por el Ministerio de Salud y diseñados por las propias organizaciones glttb, la explicación para que la enfermedad haya explotado en su cuerpo hay que buscarla más en el contexto que en los efectos del virus en sí mismo.
“En las personas trans no hay goce de plena ciudadanía –explica Claudia Pía Bauraco, coordinadora de Attta, la Asociación de Travestis, Transexuales y Transgéneros de Argentina–. Si bien Argentina en el 2001 firmó y ratificó el compromiso en Naciones Unidas que garantiza la atención, la prevención y el tratamiento para toda la población de manera gratuita, esto no se cumple a rajatabla porque hay barreras de acceso al sistema público de salud. No tener la identidad reflejada en tu documento, por ejemplo, es un obstáculo a la hora de hacerte atender. Las compañeras llegan al hospital después de automedicarse porque tuvieron fiebre o ponerse penicilina, por no ir al hospital y pasar ese maltrato y discriminación que hay.”
Días después de la internación de Vanesa, Claudia se reunió con la jefa del servicio social del Muñiz, se entrevistó con la secretaria del director del hospital y luego fue a visitar a la chica de la que le habían hablado. Las entrevistas con los directivos las tuvo como activista y funcionaria pública: desde hace algunos meses trabajaba en el Inadi, y desde siempre boga por generar políticas públicas que incluyan a las personas cuya identidad no coincide con la que figura en sus documentos.
Lo segundo, visitar a Vanesa, fue un acto de solidaridad. No hay día que Claudia no se entere de que hay una chica internada y vaya a ponerse a disposición para mover los mecanismos institucionales de apoyo a las personas infectadas. “La compañera –explica Claudia–, además de estar enferma necesita un grupo de contención que la pueda ayudar para que no vuelva a parar a la calle.”
Esta vez le costó encontrarla: como el lugar que el Muñiz tiene reservado para las chicas trans estaba en reformas, la habían llevado a un pabellón masculino.
–Busco a Vanesa –dijo cuando llegó al sector indicado.
–Acá no puede haber ninguna Vanesa –respondió la enfermera–. Esto es un pabellón masculino.
–Si hay una persona trans internada –retrucó Claudia, acostumbrada a ese tipo de discursos–, por más que esté alojada en una sala masculina, tiene que haber un registro del nombre de identidad. Hay una ordenanza que salió con el protocolo de atención amigable para población travesti y transexual.
La conversación era dos tonos más arriba de un diálogo normal. La enfermera estaba histérica. Claudia, enojada.
–Señor, ¿qué necesita? –interrumpió un empleado de seguridad.
Llamar así a una persona cuya mayor dificultad es conseguir corpiños de su talle es como mínimo temerario. Claudia, como buena experta, sabe responder de varias formas: con un sonoro insulto, con una clase sobre identidad de género, o con una credencial extendida por el Estado donde se deja clara su identidad de género.
La escena terminó con pedidos de disculpas luego de un llamado desde la dirección del hospital, pero Claudia tiene un rosario de anécdotas similares. “Las trans –dice– no construyen su identidad ligadas al sistema de salud. Desde chicas son expulsadas del sistema educativo y de sus hogares, son detenidas por la policía y discriminadas en los hospitales. Crecen con desconfianza hacia las instituciones.”
“El gran problema –explica Losso– sigue siendo el acceso a la salud. Hay una proporción de individuos que conocen su diagnóstico recién cuando se enferman, no antes. En el último año, la mitad de los diagnósticos nuevos que hicimos en el hospital fueron con personas de un nivel de defensas bastante deteriorado, ya que tiene que ser tratado por más que no haya enfermado. La cuarta parte se diagnostica cuando se enferma: neumonía, toxoplasmosis, tuberculosis. De esa cuarta parte que se diagnostica cuando se enferma, hay una pequeña proporción de individuos que no sobrevive a ese primer episodio. Si esas personas hubiesen accedido a ese diagnóstico a tiempo, se podrían haber salvado.”
Manuel tiene 30 años, vive con su madre en Flores y es de los que se destacan en cualquier boliche: hombres y mujeres caen rendidos a sus pies. El es consciente de eso, y lo fue siempre. Hace cuatro años se enteró por casualidad de que está infectado. Una madrugada volvía de bailar, le bajó la presión y empezó a sudar frío. Tenía motivos: una noche sin comer, mucho ajetreo y algunos pases de cocaína. Nada que ver con el VIH, pero aún cree que aquel bajón era un aviso del cuerpo, una especie de llamado de atención para que fuera al médico y hacerse análisis.
Estuvo siete meses bajo tratamiento y el virus se volvió indetectable. El médico le había dicho que tenía que ser regular con las pastillas: tomarlas siempre a las doce de la noche y las doce del mediodía.
–Si no respetás el horario –le explicó– el VIH genera resistencia y avanza.
Cada olvido era un suplicio igual o peor que tener que esconderse de sus amigos y compañeros de trabajo para tomarlas. “Tomar la pastilla –recuerda Manuel– era una forma de aceptar que estaba infectado. Y yo estaba negado por el tema laboral, por el tema social, el hecho de querer formar una pareja y pensar que nadie iba a estar conmigo.”
Con el paso de los meses su relación con los medicamentos empeoró. A la fantasía de que alguien iba a descubrirlo en el momento de tomarlas se le sumó una afiebrada búsqueda de información, en la que descubrió conferencias de supuestos expertos que hablaban de la inexistencia del virus.
“Como estamos en manos de farmacéuticas –dice Manuel– y ellos hacen su negocio vendiéndole los medicamentos al Estado, me puse tan paranoico que empecé a pensar que las pastillas eran las que en realidad me mantenían enfermo.”
Su pareja de aquel entonces también vivía con el virus y había decidido no seguir el tratamiento. En unas vacaciones en la costa atlántica, él decidió seguir sus pasos.
“Me la creí durante un año”, recuerda.
Lo primero fue la baja de peso, la fiebre, la falta de ganas de comer. Un poco era por la cocaína, pero también era el virus que avanzaba de forma silenciosa y mutaba hacía algo más fuerte y peligroso luego del golpe que le habían dado los medicamentos. La primera muestra fue un dolor en la pierna. Para enero había bajado diez kilos, le costaba caminar y decidió ir al médico. Le dijeron que lo de la pierna era trombosis, y que tenían que internarlo. En los primeros análisis descubrieron que tenía tuberculosis, una muestra de que su nivel de defensas había caído muy bajo.
–Estamos a tiempo –le dijo su médico–. Suerte que pudiste venir caminando.
Ahora toma 14 pastillas por día, el 90 por ciento no son antirretrovirales sino antibióticos para tratar la tuberculosis.
Hace veintiún años, cuando Alex recibió los resultados de su análisis le dijeron que con suerte podía sobrevivir tres años. Tenía el privilegio de vivir en Buenos Aires, una gran ciudad donde podía mantener el anonimato, y donde había tres lugares con pequeñas concentraciones de gente con el mismo diagnóstico: el Hospital Muñiz, el Fernández y el Clínicas. Allí se encontraba con gente en su misma situación, con la que terminaron armando un grupo de ayuda mutua.
“Había de todo –recuerda–. La primera imagen que es llegar a una sala y que haya quince personas más con un relato distinto sobre la epidemia: no sólo homosexuales, sino gente que era usuaria de drogas intravenosas o que se había infectado en Estados Unidos. Había gente que se había infectado hacía ocho años, y conocerlos era toda una buena noticia, porque ya tenías con qué construir un horizonte de esperanza. Los médicos sólo te decían que cruzáramos los dedos porque la medicina estaba investigando.”
Los intercambios entre los seropositivos estaban centrados en las distintas estrategias para sobrevivir: desde la comida macrobiótica, pasando por la meditación trascendental hasta el trazado de metas como sobrevivir al invierno para durar un año más estaban a la orden del día.
Además de recomendarles a sus pacientes que rezaran, los médicos no sabían cómo plantarse frente al tema. Pedro Khan, pionero en tratar pacientes con VIH en la Argentina, contó en varias entrevistas que a mediados de los ’80 muchos de sus colegas le preguntaban si como médicos se podían negar a atender a los que llegaban con el virus. “Pueden negarse –contestaba él– y después cambiar de profesión.” Esos mismos médicos habían bautizado a Khan y a sus colaboradores como “la patota rosa”.
Ahora esa situación cambió: la mayoría de los profesionales de la salud sabe qué cuidados tomar a la hora de tratar con pacientes con VIH. Esos saberes, sin embargo, parecen no ser válidos a la hora de tratar con personas cuyo género no saben definir. “Es que los médicos –dice Losso– son parte de la sociedad, y no están exentos de los mismos prejuicios que el resto.”
“Cuando una trans entra a la sala de internación –dice Claudia–, todas las guardias de servicio que están cerca entran a pasar a revisar a las compañeras. A mirarlas, si tienen implantes de mamas, si hay cambio de genitales. Despiertan el mismo morbo que cuando caminan por la calle y todos los hombres se dan vuelta a mirarlas, pero en una situación de muchísima vulnerabilidad.”
Lo que sí se mantuvo a lo largo del tiempo es la costumbre de recurrir a terapias alternativas. En Estados Unidos se calcula que más del 70 por ciento de los infectados recurre a algún tipo de tratamiento como la acupuntura, el reiki, la alimentación natural, el yoga o la homeopatía. Los médicos suelen recomendar cuidarse con la grasa y llevar una vida ordenada. Tampoco ven con malos ojos que los pacientes hagan cosas para liberarse del estrés y vivir con mayor armonía. Muchas veces, esas terapias alternativas se complementan con la terapia tradicional y los controles periódicos.
–Tenemos una postura abierta y tratamos de no ponernos en posición de jueces –dice Marcelo Losso–. Preferimos saber qué otras terapias está recibiendo el paciente y analizar si, desde nuestra manera de comprender la medicina, tienen algún aspecto racional. Algunas pocas terapias alternativas pueden, además, tener interacciones farmacológicas negativas con algunas drogas que utilizamos. El ejemplo más común es el hypericum o hierba de San Juan. Somos respetuosos y sinceros cuando nos piden opinión. El gran problema es cuando se cae en la charlatanería: los individuos que dicen que con este tipo de cosas van a lograr curarse. Hasta ahora no existe ningún preparado que pueda reemplazar el tratamiento antirretroviral.
A veces son los propios médicos los que cierran el camino. Manuel tuvo que hacer cuatro intentos para encontrar a un infectólogo o infectóloga con el que pudiera hablar de igual a igual, sin pelos en la lengua y sin sentir que el que tenía en frente era alguien que lo despreciaba. Sus opciones eran muchas porque es un privilegiado: tiene una prepaga.
El primer médico le recetó la medicación y al mes lo mandó a hacer un hemograma: mucho después, Manuel supo que la medicación podía hacer que le bajaran los glóbulos rojos. Cuando le preguntó al doctor para qué era el estudio, el otro le contestó: “¿Y vos para qué querés saber?”, como diciendo “a vos qué te importa, idiota”.
“Tenía esa actitud de ‘yo sé lo que hago’, y vos no importás. Cuando empecé a abandonar el tratamiento, estuve un mes sin ir a buscar los remedios. Lo llamé para decirle que me haga la receta y me cagó a pedos como si fuera mi viejo. Yo no estaba en condiciones de escuchar a alguien que me gritara”, cuenta Manuel.
Al segundo lo descartó enseguida. Tenía su consultorio en una zona de clase media alta que siempre estaba llena de gente, y atendía con la camisa desabrochada y la corbata floja, como quien despacha pacientes. El tercero era una eminencia: un tipo grande y prestigioso, que no lo miraba a la cara. “Cuando dejé de ir –recuerda Manuel– ni se enteró.”
El último de su cartilla era un médico que trabaja en un hospital público. –Si vos –le dijo el médico– no estás dispuesto a tomar la medicación todos los días, no te la voy a recetar. Pensalo y volvé.
Manuel tardó un poco en pensarlo y al final volvió. Lo que inclinó la balanza fue esa frase: por primera vez, un médico lo trataba como al adulto que era.
Gastón tiene 35 años y dice que estuvo expuesto a situaciones de riesgo apenas tres o cuatro veces en su vida. La última fue en el dark room de un boliche. “Le chupé la pija a un flaco que estaba bárbaro. Estaba tan caliente que al rato me dio vuelta y me penetró sin preservativo, sin tiempo a nada. Gocé bien el momento. Después, en el baño, me dije ‘¡qué hice!’”, recuerda.
El primer diagnóstico se lo dieron en el 2007, luego de varias consultas médicas por dolores articulares, mareos y falta de apetito. Ahora toma dos comprimidos por día, no tiene efectos secundarios importantes, se cuida en las comidas y se mantiene en movimiento para reducir colesterol y triglicéridos. El virus en su cuerpo es indetectable.
“Aunque parezca raro –reconoce– me siento mejor ahora porque estoy controlado, voy al médico, al odontólogo cada seis meses, como bien, voy al gimnasio. Mi vida es mejor.”
El discurso de Gastón está dentro de los cánones de cualquiera que tenga acceso al sistema de salud y esté dispuesto a cuidarse. Si bien la ciencia todavía no tiene todas las respuestas –y a veces el virus se sale de sus cauces y deja descolocados a los médicos–, los tratamientos se han vuelto eficaces y con diagnósticos tempranos la esperanza de vida de un seropositivo es igual a la de alguien no infectado.
¿Esa posibilidad de sobrevida generó un relajo en los cuidados preventivos en la comunidad glttb? El barebacking –en criollo: sexo anal sin forro– parece haber terminado de explotar en las redes sociales.
“Me han invitado –dice Manuel– a fiestas donde van infectados y no infectados que quieren que los contagien. Y a mucha gente que conocí le daba morbo la posibilidad de infectarse o pasarle el virus a otros. Yo a veces también caí en eso: fue en el momento en el que más jugado me sentía.”
En Argentina no son pocos los cultores del bareback: en la página más importante de contactos del rubro hay 1040 usuarios de Buenos Aires. Algunos de ellos prometen estar “listos para darte el bicho en el primer polvo”.
“En algunos países del primer mundo –explica Losso–, en sectores de clase media, la comunidad gay ha tenido, especialmente en jóvenes, bastante relajo en su prácticas de prevención, al transformarse en una enfermedad crónica aparece cierto relajo. En Argentina el problema más serio es anterior a eso: la mayoría de los diagnósticos se hacen en personas que adquieren el VIH por contacto heterosexual.”
Claudia Pía coincide con esa visión. En sus recorridas por la zona roja de Palermo, detectó que de cada tres clientes, uno no quiere usar preservativo.
“Tal vez –dice Claudia– esto sea lo que hace no poder terminar con la epidemia. La cantidad de tipos que saben que viven con el virus y pagan más para no usar preservativo es terrible. Tiene que ver con que el señor que mantiene esa estructura social de familia, de mujer y los hijos felices, que es el mismo que se hace romper el culo y se traga la leche. Ese tipo después no va a reconocer que tiene VIH, porque sería reconocer su doble vida.”
Frente a esa situación, Alex se inclina por hacer interrogantes.
“Si hago algo cargado de culpa y de secretos –dice–, ¿aparece el preservativo en eso que hago? ¿Llevás preservativo cuando te arrastra la pasión y entrás al túnel, a algo que no tenías calculado? ¿Es algo que podemos decir, que podemos hablarlo, que podemos llevar a la consulta médica, que podemos conversar con nuestros padres? ¿Quiénes somos en realidad?”
Más allá del avance de la medicina, todo parece seguir dependiendo de poder responder o no a esas preguntas. Las mismas de siempre.
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