Viernes, 17 de junio de 2011 | Hoy
LGBTTI
Por Juan Manuel Burgos
No había nadie en la casa, sólo nos encontrábamos mi madre y yo encerrados en el baño. Me desnudó, me hizo subir los brazos e intercaló varias veces la mirada entre mi cuerpo y la prenda que traía en sus manos, finalmente me cambió.
Luego de vestirme me alzó y me sentó sobre la tapa del inodoro. Sonaban canciones de Valeria Lynch a todo volumen reforzando la complaciente certeza de que nadie podía interrumpirnos. Ella se dirigió al botiquín, abrió el espejo, extrajo el neceser de Betty, su madre, y mientras seleccionaba delicadamente los afeites me pidió que cerrara los ojos.
Si los cierro ahora puedo remembrar a la perfección el tintineo de los lápices deslizándose dentro de la cartuchera, el perfume aframbuesado del labial verde que pintaba rojo (mi truco de magia favorito) y los destellos nacarados que se colaban a trasluz por mis pestañas tramposas y enmascaradas. La presión del delineador surcando mis párpados, la adrenalina del polvo blanco entalcándome la cara, las cosquillas del rubor que se extendían por todo mi cuerpo. El escalofrío de la crema helada y las asperezas del algodón apresurado y torpe. La llave de papá girando en la cerradura. La polera de nylon celeste puesta al revés y a toda prisa. Las orejas ardiendo.
Este es mi primer recuerdo de una transgresión de género, de una incorporación erótica, mi primera experiencia de la intimidad. A los cuatro años, una mañana de otoño, mi madre me vistió en tafetas de colores y me maquilló el rostro con los cosméticos de mi abuela, convirtiéndome ante la mirada de los demás en el payaso de la fiesta. Eso literalmente. Literariamente disfruto pensar que lo que en realidad hizo fue un sortilegio, un mantra cosmetológico para inscribirme en una gene(ro)alogía familiar femenina que me permitió sobrevivir, como ellas, a todos y a cada uno de los machos de nuestro árbol parental.
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