LUX VA AL HOMENAJE A CARLOS JAUREGUI
Nuestrx cronista se suma a los dos días de homenaje a Carlos Jáuregui, a quince años de su muerte, buceando en su memoria emotiva y también en los pantalones de ciertos asistentes, que al mejor estilo cuentapropista dejan ver un tramo del fin de su espalda como una promesa que a veces se cumple.
“¿Pero, nenx, Carlitos no se había ido de viaje? ¿O te habías peleado?” La voz de tía Isolina, aguda, estridente, pastosa, salpicada siempre de gotitas de saliva como si fuera purpurina estaba convirtiendo los restos de alcohol en los que navegaba mi cerebro en agua hirviendo como para pelar chanchos. No me podía quejar, sólo a mí se me ocurre sacar a tía Isolina de su geriátrico sin estrellas para llevarla a un homenaje a la intemperie de ese muchacho flaquito y con bigotes que ella recuerda tan bien como recuerda todo hasta 1996, año en que su memoria sufrió muerte súbita aun cuando las enfermeras se quejen de que se acuerda muy bien de cómo meterles mano cada vez que le hacen la cama. Y qué sé yo, me parecía lindo sacarla un poco, a pesar del grado solito y solo donde se había anclado el mercurio para decirnos lo que ya sabíamos todxs, que nos íbamos a cagar de frío. Isolina lo quería mucho a Carlitos, la inspira, dice ella en ese eterno presente que la hace salir del closet con los ojos húmedos de lágrimas y a grito pelado aproximadamente cada cinco minutos. “Si tu amigo puede salir en la tele, yo te voy a decir la verdad: Amanda no es mi empleada.” Y no, tía, Amanda no es tu empleada, Amanda a decir verdad ya no es nada, que lleva 14 años enterrada, pero eso no se lo digo porque ni siquiera entiende que vamos al homenaje a Carlitos y no a tomar el té en su casa porque él también nos hace falta desde hace 15 y no estoy dispuestx a soltar el lagrimón antes de que lxs jóvenes suelten los globos en la plaza, por lo menos. Si mi cerebro flota en restos del alcohol es porque todo otro líquido ya se me fue en lágrimas desde la tarde del viernes, cuando empezaron los recordatorios para el esmirriado padre del Orgullo vernáculo. Tan emocionadx estuve que hasta me dejé llevar por unas posaderas bastante faltas de carne como si en las cachas de un Cigliutti se pudiera encontrar un Jáuregui en lugar de hundirme en las abundancias de una Berkins que compartía el mismo panel y que siempre es tan generosa. Habrá sido la mirada roja de Bellucci que caminó el mismo día la Marcha de las Putas pero que este cuerpo apenas si dedicó un reflejo de sus anteojos. Cuestión que tuve que ahogarme en unas Quilmes mal destiladas en una mesa de nostalgia militante hasta que no sé cómo ahí estaba con mi tía torta y sin memoria pero haciendo de todas maneras lo ídem en el mural dedicado al homenajeado. La dejé custodiada por el grupo de travas de bufandas y anteojos capaces de parar cualquier viento y fui a poner las manos en el barro para plantar arbolitos que crecerán orgullosos de su origen memorioso y a cuya sombra irán a enamorarse otrxs cuando estas carnes ya no tiemblen como temblaron el sábado y no de frío sino de emoción y de deseo por ese oso de barba recortada que se agachaba para acomodar raíces y dejaba ver un tramo de una raya que prometía algo más que sombra. Ya estaba metiendo mis anillos en su funda cuando tía Isolina empezó a hacer descalabro entre las travas, saliendo del closet una y otra vez mientras le prometía amor eterno a Vida Morant, seguramente a sabiendas de que su eternidad no da para mucho más. Me la tuve que llevar, justo cuando los globos arcoiris teñían el cielo del sábado y nos regalaban una lloviznita que parecían lágrimas del más allá, ahí donde Carlitos debe estar haciendo de las suyas organizando el orgullo de los arcángeles y el club de osos de San Pedro.
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