SOY POSITIVO
› Por Pablo Pérez
Tenía que estar en el hospital en ayunas a las ocho para la biopsia. Me levanté a las seis, preparé un bolso con el piyama, los medicamentos, la billetera, el celular y una novela. El día anterior, el médico me había pedido que firmara un consentimiento: “[...] Se me ha explicitado que el procedimiento se denomina biopsia de hígado y que consiste en la introducción de una aguja hueca a través de la cual mediante una técnica de aspiración se puede obtener una muestra muy pequeña del hígado. [...] Son infrecuentes las siguientes complicaciones: hemorragias en el hígado, pasaje de bilis hacia la sangre, reacciones alérgicas a las drogas usadas durante el procedimiento o analgésicos posteriores. Se estima que la probabilidad de muerte es de un caso entre diez o doce mil [...]”. Me sorprendió que la nota estuviera tan bien redactada, a excepción de las últimas líneas: “un caso entre 10 y 12 mil”. Resulta obvio que quisieron decir “entre 10 mil y 12 mil”; igual es lo de menos: no le tengo miedo a la muerte, es más, la espero con cierta expectativa, una de las cosas que más me gustan es dormir, y la idea de dormir por la eternidad me tienta. A los amigos que vi el lunes anterior les comentaba, haciéndome el gracioso, que tal vez no volviéramos a vernos. Me parecía que aun estando lejos estaba cerca de la muerte, tan sólo por el hecho de que me hicieran firmar aquel papel. Suena brutal, lo sé, pero conversando sobre el tema con amigos, varios admitieron que consideraban el suicidio como una alternativa en el caso de que la vejez fuera insoportable. En mi caso, si bien a veces pienso en ello, es una idea que descarto enseguida porque sé cuánto sufrimos los que quedamos cuando se nos va alguien querido. Esta era una oportunidad de morir sin intervención propia.
En la sala donde me internaron había unas diez camas, separadas de dos en dos por tabiques. Me tocó de vecino un muchacho de mi edad. Llegué con ganas de leer, pero él insistió en conversar: durante una gran parte del tiempo me habló de Dios, de cómo había dejado de robar gracias a una comunidad religiosa donde había vivido, quería que yo me convirtiera al cristianismo. Como si fuera poco, los médicos y enfermeros andaban de acá para allá a los gritos. Yo buscaba con la vista aquel cuadro de la enfermera que pedía silencio con el índice cruzado ante los labios. No estaba. Hice memoria: ¿cuánto tiempo hacía que no veía ese cuadro en ningún hospital? Lo extrañé. Pensaba que en aquel tiempo muerto, antes y después de la biopsia, al menos iba a poder leer.
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