Viernes, 13 de enero de 2012 | Hoy
Acaba de publicar su libro Desbunde y felicidad, de la cartonera a Perlongher, un yire académico por la producción de escritores y artistas queer entre los años ’70 y la crisis de 2001. Cecilia Palmeiro, que se autodefine como un puto atrapado en el cuerpo de una mujer, destaca el lugar fundamental de la experiencia como un modo de correrse de la división de géneros y de otros encierros como la clase, el color, la nacionalidad, la modorra de estar en el cuerpo correcto.
Por María Moreno
“Yo siempre pensé que era un puto atrapado en un cuerpo de mujer o una travesti naturalmente operada”, dice la chica. Y uno ve un cuerpo al que por su belleza de altura le sentaría bien un frac, como le sienta bien tanto a David Bowie como a Katharine Hepburn. Acaba de publicar en Buenos Aires Desbunde y felicidad, de la cartonera a Perlongher. Manual de uso queer para América empezando de abajo, lectura crítica de la vida en obra de escritores contemporáneos e invitación a fiestas pasadas y futuras, Desbunde... ha sido editado por Título, que provoca con su definición “de recursos editoriales en simpatía con su contenido. Está dividido en tres partes: “Locas, milicos y fusiles”: Néstor Perlongher y el Frente de Liberación Homosexual que es, más que la cartografía histórica de un legado (toda genealogía deja afuera a los más osados y geniales bastardos), la construcción de un “tío” teórico-político; “El Brasil de la apertura”: devenires minoritarios, un arpón fraterno arrojado a través de la frontera para captar los flujos deseantes en las movidas culturales de las bichas y sus amigos; y “Buenos Aires era una fiesta”, crítica de toda una literatura que podría llamarse operativamente “joven” y que sale del corralito justamente cuando Cavallo impone el financiero y el “que se vayan todos” les cabe también a los modelos estéticos y de producción de las todavía llamadas “vanguardias literarias”, aunque ya no se las nombre así. Cecilia Palmeiro yira por el latinoamericanismo de Washington Cucurto (tan poco Macondo como Mac Ondo), la cacerola pop de Fernanda Laguna en donde las lágrimas son las de una historieta de Lichtestein, el cabaret berlinés arrastrado por el fango glamour de Gaby Bejerman y que va de la nouvelle a la declamación con equipo de sonido, toda esa mélange inventora de principio de siglo. La crítica de otras generaciones –la de los mayores, que por lo general son los menores de Borges– hace pagar peaje a los que vienen, ponen valores o dicen que el valor está en crisis, bendicen novedades y distribuyen legados aunque sean los de un filicida como Osvaldo Lamborghini, que llegó a tapa del Suplemento Literario de La Nación sin dejar de ser (por suerte) ilegible. Pero ella es una de los escritores que analiza, ellos no son su objeto, por eso comparte sus disfraces, su cartonerismo estético, su nunca estar en el mismo lugar.
“Ningún acto radical puede limitarse al campo literario. ¿Cómo la crisis del 2001 iba a afectar solamente a la política? Ya antes de la última dictadura, los modos de representación de la izquierda, sus maneras de intervenir, sus prácticas artísticas empezaron a ser cuestionadas. La dictadura arrasó con eso y fue muy astuta al entender que para instalar una disciplina de la obediencia había que, primero, disciplinar los cuerpos.”
–Totalmente, la izquierda tenía el mismo modelo que la derecha en cuanto al cuerpo, había un discurso de izquierda con una práctica corporal de derecha. Hay una discontinuidad con lo que veo en el 2001, cuando el cuerpo se impone de diversas maneras en toda esta literatura que podría sintetizarse en el grupo Belleza y Felicidad y en donde la producción es inseparable del texto y que propone modos de socialización y alternativas de comunidad. La idea de Desbunde es recuperar la categoría de experiencia como motor de la escritura, como motor del arte pero también como efecto último, que estas prácticas que vienen de la calle, vuelvan a la calle, que el arte estético no sea meramente estético. Yo encaré mi vida de tal manera, que si me ponía a estudiar teoría (de género) tenía que ver con una experiencia propia y una relación crítica con el género. No es que me ponía a pensar y a reflexionar. Claro que no es la experiencia kantiana, es una experiencia ligada a lo sexual y a las posibilidades plásticas del cuerpo la que se construye en esos relatos que yo leo.
–Me parece que el sujeto de los sesenta y setenta es otro tipo de sujeto, que es el sujeto de la profundidad, del psicoanálisis, de las cartas. Viene del siglo XIX, de la interioridad burguesa, que se quería destruir a partir de experiencias extremas como el reviente total, el garche total, el salirse de sí. Acá está la droga también, pero está la sexualidad, el modo de consumo de la cultura, la política. La droga sería un ingrediente más en un una receta enorme que ni siquiera es receta, sino que es “bueno, a ver qué se puede probar en todo y a través de acciones en todo sentido”. Me parece que estas literaturas tienen que ver con la subjetividad de la era digital. No es que acá no se coja, sino que en el sujeto del (blog) es de otro tipo de yo del que estamos hablando. Hay como una plasticidad en cuanto a la identidad que da una libertad enorme para experimentar distintas cosas y mucha menos responsabilidad también.
–Pero es la apuesta por la felicidad, no en sentido banal, sino en el sentido filosófico, de disolución. Para Adorno la felicidad es la disolución del sujeto en el objeto. Y acá a lo que se apunta es a eso, a experiencias de disolución, no hay idea de progreso en cuanto a la historia, pero tampoco en cuanto a la vida de uno, por lo tanto, en realidad sería como llevar un montón de ideas que ya estaban circulando a las prácticas cotidianas. Pensar que lo político en la vida de uno no es tomar o no las armas, sino es un ejercicio de la no violencia cotidiana, la transformación de las relaciones en concreto: esas consignas ya estaban en FLH y cortó la dictadura. Estos escritores proponen transformaciones en las relaciones sociales inmediatas, en cosas concretas, no dentro de estructuras, y en donde cada acto es producto de esas transformaciones. Yo aprendí de ellos eso, no sólo a ver cómo organizaban editoriales, cómo sacaban las cosas, sino cómo vivían bajo la misma ética de sus escrituras y de sus prácticas artísticas.
–Es que hoy, gracias a Internet, hay más opciones de sujetos a ocupar, pero también por ese mismo fenómeno, cada uno se construye como quiere: hay unas chicas como Las Conchetinas, un grupo de artistas que trabajan con lo deforme y lo cualquiera. Como si dijeran: “¿Pensás que soy boluda? Entonces mirá mi arte de ser boluda. Somos unas conchetas, pero el mundo del arte es frívolo, entonces es para ricos y es todo una pelotudez y es hacer cualquier cosa y nosotros hacemos cualquier cosa, ¿viste?”. Es el gesto pos belleza y felicidad. La idea de lo sublime y la idea de categoría ya no corre más. No hay autonomía, no hay “esto es un espacio cerrado y por lo tanto puedo hacer cualquiera”, sino es “podemos hacer cualquiera, sacar la fuerza creativa de lo meramente estético y llevarlo a otros planos de la vida”. Es una negación de la moral o de la ideología, de la subjetividad hegemónica, pero con una afirmación de “bueno, podés ser así y también podés ser de otra manera”. Tomar algo y deformarlo es un procedimiento que sale de Perlongher y se repite en esta generación, sacar un elemento de la realidad y arrastrarlo, hacerlo mierda. Y el género es el primer elemento que se toma desde una posición crítica, desde la propia experiencia y del lugar que se ocupa en las relaciones sociales y en las condiciones de producción.
–Es que ser mujer es nada más que un imperativo social.
En los años veinte lo que parecía ser un joven muy alto con el rostro tiznado y una banda caqui alrededor de la cabeza solía atravesar las puertas traseras del Palais Royal de París para reunirse con aquella a la que presentaba como su esposa Violet, conocida dama de la crème británica. Otras veces Julien –ella lo llamaba así– abría las ventanas de la habitación del hotel y se fumaba un puro sentado con ademán rudo sobre el alféizar. La escritora Vita Sackville-West representaba muy bien a Julien. En ese caso el travestismo significó la estrategia de dos proscriptas para escapar de sus maridos cuando ellas querían –contra toda convención– vivir juntas. Pero se trataba de una práctica común a principio de siglo. A veces significaba llevar las vestiduras del sexo privilegiado, otras, formar parte de un código entre homosexuales, otras, un resto del decadentismo que daba al lesbianismo un plus de voluptuosidad sólo explotable por el voyeur. En todos los casos existía ya la chispa de una potencialidad política. El desbunde propone no fijarse en el género dar por provisoria toda identidad, viajar por múltiples yoes, poner a yirar (una palabra clave en el libro de Cecilia Palmeiro) a los otros en uno.
–Yo, por ejemplo no quiero reforzar lo que soy. Cuando viví en Nueva York estuve cinco años con un musulmán militante. Siento que emprendí una fuga que no paró nunca y espero que no pare. Primero me hice amiga de los militantes, después me hice amiga de los putos, después fui a la Universidad de Princeton para doctorarme, pero mis fines de semana iba a un lugar en donde estaban todos los putos latinos o al Bronx. Trato de circular por lugares que me permitan irme construyendo a partir de experiencias que me saquen de mi lugar. Hay que salirse del género, pero también de la clase, de la raza, de la nacionalidad.
–Obvio. Lo aceptable de lo gay es ser gay pero también blanco, lindo, rico, vestido en Versace y tener veinte años.
–Y está tan internalizado que hasta Reinaldo Arenas decía “cualquier puto de más de cincuenta años debería suicidarse de vergüenza, por suerte yo me voy a morir antes”. Me interesan los sujetos menores aun respecto de lo menor, ser un viejo puto, ser fea, no transar con la estructura familiar, todas esas posiciones que están prohibidas aun dentro del marco de lo políticamente correcto. Hay que autocorrerse por izquierda permanentemente, para no instalarse. Y el puto tiene una enorme plasticidad para moverse y a través de mis amigos putos empecé a circular por lugares en donde, para entrar, a veces tenía que disfrazarme de varón. Y uno de los personajes que me hice (lo hice una sola vez) fue un varón trans. Estaba con unos amigos a las cinco, seis de la mañana y de pronto uno dice “¿qué hacemos?”. Y otro propuso: “Vamos al cogedero”. Eramos un gay, un bisexual, un varón hetero y yo. Al cogedero no dejan entrar mujeres. Me monté de varón, pero, obviamente se notaba que había sido mujer en algún momento.
–Me pusieron varios buzos para que no se me vean las tetas, arriba de los pantalones que tenía puestos, otros de hombre, un gorro, anteojos, campera de cuero. Le pedí a un amigo que me prestara los zapatos.
–No, porque no había. A esa hora todos estábamos requemados y había que trabajar con lo que se tenía. Mis amigos estuvieron como una hora entrenándome porque yo, desde una lógica binaria pedorra me visualizaba como una mujer muy masculina pero ahí me di cuenta de que no lo era. ¡No hay como travestirse para darse cuenta de las marcas del género en uno! Me di cuenta de que, aunque estuviera vestida de hombre, me seguía sentando como una minita, caminando como minita, moviendo las manos como una minita. Hacía lo que yo creía un gesto de supermacho y los chicos me decían “pero si eso es de reminita”. Me puse un bulto (una media), y me lo agarraba, como hacen los chongos. Fui al boliche y nadie me descubrió, pero tenía una coartada. Si me paraban iba a decir que era un varón trans e iba a hacer valer mis derechos y si igual me veían demasiado raro iba a decir que era extranjera, ya que la diferencia cultural puede explicar muchas cosas. Fue una de mis mejores salidas, me encantó, o sea me encantó ser un hombre.
–Obvio.
–No, no me toquetearon.
–No, no me dejé toquetear porque tenía miedo de que me cagaran a trompadas. A un amigo mío le pasó lo contrario: estaba en un cogedero y de pronto alguien se puso a hacerle un pete. El pensaba: “Ay, este pelo qué suave, esta piel, qué tersa...” y de pronto sintió que tocaba tetas. Era una mina que se había ido a chupar pijas, cual puto. Cuando la vio le pareció una diosa total, pero a él le dio asco. Yo le dije: “Ya sé, una goma es una goma, pero si te gustaba hasta que descubriste que era una mina, copate”. Hay que aceptar lo que te interpela respecto de tus propios placeres. Yo a veces me monto de trava.
Néstor Perlongher, cuya sombra pasa taconeando en cada capítulo de Desbunde y felicidad, estudiaba callejeando, sin dejar escapar desde su posición de etnólogo de los márgenes la oferta de unos genitales subrayados tras una bragueta apretada de vinilo ni dejar de sentir “ese olor a sexo que desmaya”. La investigación para él no podía ser nunca una excursión. A primera vista pareciera que Cecilia escribió sobre sus amigos. Pero no: en toda investigación en la que el tiempo corra en común, como lo sabe un John Berger que trabaja con los campesinos franceses, la amistad se vuelve proteica, precisamente porque hace astillas el mito de la objetividad. Y entonces la doctora Cecilia Palmeiro puede adoptar el nombre La Veinte Peso.
–Para hablar de las travestis me pareció bueno ser travesti una noche. No es que en la biblioteca está todo. Para mí es teoría y praxis y yo no me atrevería a trabajar con estas cosas si no las viviese. Como trava aprendí que hay un montón de miniobstáculos cotidianos aún para las que se han formado en la tradición del activismo de género. No te podés ni tomar un taxi o te lo vas a tomar y te van a pedir un pete. En algunos boliches te cobran más por ser trava. Puede decirse que siendo trava, tenés una traba detrás de la otra.
–Re.
–Muchísimos. Lo gracioso es que empecé a decir que era travesti para sacarme tipos de encima en los boliches y fue al revés. Me gustar ir a Cerrito Mix, que es un boliche de cumbia, pero para gente más joven que la que va a Angels, por ejemplo. Sería el nuevo Angels: de ahí viene la vanguardia, la posta, no vas a creer que la posta va a estar en Palermo Soho. Cerrito Mix es súper tecnológico. Tiene una peluquería en donde te cortan el pelo con estilo Wachiturro. Hay una pantalla que proyecta el perfil de Facebook del lugar y la gente y WiFi, entonces, por ahí hay alguien que está con su teléfono posteando cosas que salen proyectadas en la pantalla, tipo “al morocho de la esquina me lo garcho”. La primera vez que fui estaba la selección de fútbol gay evaluando un concurso de jueguitos para tortas. Era llegar y meterte en una novela de Fernanda Laguna. Cuando vamos con mis amigas decimos que somos las Abuelas de Plaza de Mayo y los chicos enseguida nos vienen a buenaondear. Es un gran lugar, como Angels, que es de mucha inclusión, el boliche donde más cómoda te podés sentir porque nadie te va a bardear. Angels es lo que venga, por eso para mí es un lugar como de utopía. Por eso me encanta ir ahí de trava. Cuando voy montada con mis amigas, las travas nos reconocen y vienen a saludarnos.
–No, no se dan cuenta, yo paso por trava siempre.
–Una vez fui a una asociación de travestis en Brasil. Era una reunión para investigadores. Fui a cara lavada porque hacía cuarenta y cinco grados de calor. O sea, cero make up, una colita en el pelo, minifalda, remujer, reconcha como dicen ellas, cero montaje, cero fantasía, y todas pensaban que yo era travesti. Yo les decía: “Chicas, no soy travesti”, y no me creían, me decían: “Vocé tem... tenés el modo, de gay”. Yo siempre consideré que era un puto atrapado en un cuerpo de mujer o una travesti que nació naturalmente operada. Una amiga travesti me dijo un día: “Vos naciste en el cuerpo equivocado”, se quedó un rato pensando y después me dijo: “No, pará, naciste bien. Aprovechá que ya naciste como toda travesti quisiera haber nacido”. Tengo hasta un nombre travesti, Tiffany, que me inventó un amigo en Brasil; otro es Maymelodie, todo junto
–Gino, por un amigo gay que había conocido en Europa.
–Sí, pero eran efímeras. Se morían y mis viejos me las iban reemplazando. Y siempre tenían un mismo nombre: Pompi.
–Juncal.
–Ahora voy a usar uno que está muy de moda y es La Veinte Peso.
–Peso, claro, La Veinte Peso.
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