Viernes, 27 de enero de 2012 | Hoy
SALIó
Publican La manía argentina, un texto inédito y rabioso donde Carlos Correas revisa el discurso que alimentaba la paciencia de la sociedad argentina durante los años de la dictadura y sale a pelearlo.
Por Alejandra Varela
La dictadura intentó politizar (o despolitizar) a la sociedad bajo un concepto de guerra permanente. Este parece ser el primer descubrimiento que golpea en la lectura de La manía argentina, un libro escrito entre 1983 y 1987, que circuló entre amigos, pero que nunca fue publicado en vida de su autor, quien se suicidó en 2000. Carlos Correas despliega con minucia artículos de La Nación y panfletos imperativos donde el terrorismo de Estado buscaba ganar las conciencias de los ciudadanos pasivos, indiferentes, ese sector social que con la llegada de la democracia iba a consumir con fruición la teoría de los dos demonios. Los ejecutores de la dictadura, devenidos en teóricos de guerra, traman el lenguaje de la muerte, construyen al antagonista que reconocen haber aniquilado en el plano militar, desde palabras que intentan capturar su esencia, el germen que lo haría reaparecer bajo formas insospechadas.
Correas se propone desenmascarar en la dictadura una ideología que vaya más allá de la brutalidad y de los planes económicos, un sustento filosófico que pudiera funcionar como soporte cultural y allí aparece, entre otras, la obra de Víctor Massuh, objeto privilegiado de su crítica disolvente.
Destripando al enemigo
Solamente un intelectual de los márgenes, un hombre que hizo de la experiencia homosexual un estilo literario en los años ’50, un filósofo descarado y dueño de un saber cuasi erudito podía estar dispuesto a asumir la voz de su contrincante para destriparlo. Mientras se calza su ropa, pone en primer plano el recurso de la caracterización, una de las formas más osadas de la injuria. Por momentos parece utilizar la técnica paródica, delineada por la filósofa norteamericana Judith Butler. Se identifica al extremo con el blanco de su crítica hasta llegar a una instancia donde parece que se ha dejado ganar por su posición, pero no es más que una estrategia para desmoronar al adversario desde el interior y convertirlo en una expresión absolutamente ridícula. Correas es original en el modo de herir el texto del otro, de encontrar su vulnerabilidad donde el autor imaginó enarbolar su fortaleza. El estilo, para Correas, tiene una potencia que produce contenidos. Así es que hoy, en esta publicación, muchos ven en su estilo, sus frases y sus blancos, un libro clave para tratar de comprender la Argentina post-2001.
La burguesía aparece como una figura criminal que debe inventarse una estrategia para sobrellevar su crimen y la educación funciona como su purificante amnistía.
“Fuerzas Armadas e Iglesia argentina: pujan por hacerse temer, y se nutren mutuamente. Cada una vive de la otra. ¿Hasta cuándo? Pues no desaparecerá una sin que desaparezca también la otra.” Pero más reveladora que la saturación que produce la pluma de Correas es la frase que utiliza Massuh para describir al protagonista de su obra y aparece como titular de la cátedra de Historia de las religiones: “Un hombre con un empaque de virilidad lóbrega ostensiblemente inútil”.
Correas insiste en reafirmar el momento de su escritura. Se trata de los años ’80, de la incipiente democracia alfonsinista y el dato persistente implica la certeza de que un texto es hijo de su tiempo. Sin embargo, ya aparecen con cautela algunas de las formas que habrían de naturalizarse en el discurso político. Una noción de democracia imprecisa, una acusación estridente de autoritarismo, traducida como la pérdida del poder de ciertos sectores privilegiados.
Cuando Massuh es contado a partir del atributo de lo religioso, del ser que tiene contacto con lo sagrado, se traviste rápidamente en el discurso de Elisa Carrió. Para Massuh, la concreta muerte de los subversivos posee valor simbólico. El hombre apocalíptico vencido por el hombre de coraje silencioso. Y las comillas no son permitidas aquí para atenuar la palabra subversivo, porque Correas descree de este recurso que distancia al autor, que lo protege de una opinión incómoda. Correas asume la palabra del sujeto que detracta como un modo de ensuciarse, como parte del riesgo que implica la polémica despiadada.
La religión le sirve a Massuh para cambiar el sentido del crimen: allí su valor político. “Ser maníaco en el modo de ser lince no es poseer perspicacia; es tener la creencia de saber lo oculto y a la vez la evidencia de ignorarlo (...). Se trata —en este grado de manía que rehúye al saber real— de suponer que se sabe acerca del prójimo si se expone acerca de su interioridad.” Demasiado parecido a los modos en que el periodismo construye sus diatribas contra el poder político, a las escuálidas estrategias de la oposición y a la no menos invasiva estética de la intimidad.
La videncia como el maná del que fluyen todas las argumentaciones de Massuh es el espacio para dejar correr la confusión y el clima de caos. Entonces este texto inédito de Correas, que muchos desestimaron por ocuparse de un personaje intelectual tan poco relevante, se ofrece al lector de hoy como el inspirador de cierto lenguaje político, de las proclamas mediáticas de Mariano Grondona, de las caracterizaciones de un poder vacante que alguna vez esgrimiera Jorge Asís. Planteos que justificarían actitudes autoritarias para remediar un caos, una anarquía, la aparición de algún líder que despierta pasiones.
“El primitivismo es esa grosería: la doctorización de la práctica policial de agigantar el peligro (o el autoritarismo, o el rechazo neurótico, según la muy simple criteriosidad terrorista de Massuh) sin razones, para lograr sin esfuerzo intelectual el horror de haberlo suprimido también intelectualmente.”
Correas combate el hablar por el mero estado de ánimo, sin validación, sin argumentos, sin deducciones, y en esa línea ubica a Ezequiel Martínez Estrada, el notable ensayista que explicaba su enfermedad por el contagio de las fuerzas populares del peronismo y que se declara curado cuando los militares lo devuelven a la pureza de su clase.
Un malhumor sobreactuado que requiere de público se enlaza en una peligrosa alianza con la experiencia religiosa, donde se agudiza una tendencia al abismo. El crimen comienza cuando los hombres de armas se toman demasiado en serio este discurso. Provocarse el malhumor como combustible para la escritura convierte al texto en el desahogo de un personaje enojado (recurso tan caro a Marcos Aguinis) que se propone intimidar al lector.
Construye en la trinchera de su lenguaje un arsenal de conocimiento que les tira a sus contrincantes para demostrarles que no han sabido leer a Hegel, ni a Max Weber, ni a Marx. Se vuelve exageradamente meticuloso, se pierde en clasificaciones un tanto extravagantes. Si la imprecisión es un componente fundamental de la manía argentina, Correas hará de la injuria una bella pieza literaria que se afirme en la invalidación del otro. Nada que ver con los ataques rabiosos que sólo reflejan impotencia. La injuria siempre contiene la gravedad de su acción. Es una forma de antagonismo que se afirma en el costado malicioso de una verdad.
Tal vez por esta razón Correas reconoce en Massuh la osadía de hablar del terror cuando ningún intelectual de izquierda se animaba a hacerlo, especialmente desde la voz de los asesinos. Y ése es el lugar incómodo y novedoso de Correas: intentar entender la lógica de los torturadores en una época donde tampoco era fácil escuchar a las víctimas.
Correas expone el desenlace brutal de esos discursos histriónicos, el modo material en que se revelan como inhumanos al convertirse en herramientas de las Fuerzas Armadas, la carga asesina latente en una forma de sintaxis. La caricatura de algunos personajes enciende un estado de alerta sobre el odio derramado como una costumbre.
La manía argentina
Carlos Correas
Universidad Nacional de Córdoba y niversidad de General Sarmiento.
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