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Viernes, 9 de marzo de 2012

Emma, la del gremio

La poeta Emma Barrandeguy nació en Gualeguay el 8 de marzo de 1914, cuando recién empezaba a festejarse esa fecha como Día de la Mujer. Recién comenzaban muchas cosas y muchas otras ni siquiera tenían nombre. Entre el 2000 y 2006, el año de su muerte, mantuvo una larga conversación con María Moreno donde les puso palabras a sus sentimientos, sus culpas, sus prácticas y sobre todo a la mirada de una época. Lo que sigue es una selección de lo mejor de aquellos diálogos.

 Por María Moreno

Envejecer no es triste porque siempre queda el clítoris.” La mujer que me hace esta broma nació en 1914 y está vestida como una de las ancianitas de Arsénico y encaje antiguo. Este reportaje es la síntesis de varios que le hice entre el año 2000 y 2006. Comencé a entrevistarla un día de verano en que Emma Barrandeguy me invita un whisky en el Club Social de Gualeguay en donde vive. Bajo una manola pintada por Quiroz, me alarga una carpeta en cuya tapa hay dos gatitos, o más bien gatitas –imagino– porque llevan moños rojos. Esa tapa puede ser casualidad o un guiño. La carpeta oculta la novela inédita Habitaciones, escrita alrededor de los años ’60 y que es un secreto a máquina y en cursiva sobre un amor lésbico. Eso si se la lee a lo burro. Años después yo escribiría en el prólogo que “Habitaciones es el relato con que el recuerdo ordena un amor que sobresale en una red sentimental no sólo por su condición de prohibido sino porque está destinado a encarnar aquello que la pasión suele ubicar como exterior a toda serie posible. Que ese relato se ordene dando testimonio ante otro lo emparienta con el Alexis de Marguerite Yourcenar, aunque quien lo haga se cuente en una posición totalmente distinta a la de Adriano (ojo, no confundo dos libros), la de alguien que se piensa en posición de subordinación, pero que desde allí ejerce estratégicamente la crítica a todo aquello que lo subordina: la especie, la clase social, los deseos de acuerdo con su sexo. El amor de la narradora por aquella a quien nombra Florencia no lleva a la pregunta sobre lo que el protocolo psicológico llama orientación sexual sino al recorrido lúcido por los desfiladeros de una búsqueda erótica de acuerdo con una soberanía que los filósofos católicos con quien Emma Barrandeguy polemizaba en su juventud situaban –eligiendo el lenguaje de la tragedia– como inadmisible para los dilemas de la carne”.

–Che, qué pomposo –me ha dicho Emma–; si a lo sumo yo creo que hay un punto omega, como decía Teihard de Chardín.

Habitaciones es también un libro de memorias en la tradición de Mansilla y Victoria Ocampo, pero hecho desde “abajo”, desde la provincia, el género femenino, la desobediencia a la heterosexualidad obligatoria, y con la consigna de “intentar demoler la sociedad burguesa injusta y llevar la introspección hasta los últimos posibles recovecos”.

Sin duda, Emma ha leído bien a Simone de Beauvoir y llevó sus postulados hasta regiones ocultas aun para el original.

–¿Lesbiana? En esa época no se decía así. Se decía “las del gremio”. A veces podía ser una mujer soltera y católica, como la que se metió en mi oficina en Crítica y se me desnudó. “¿Usted renunciaría a esto?”, me dijo.

Esa escena es demasiado aun para ahora.

–Sin embargo, no recuerdo haber visto nunca una mujer desnuda. Siempre estaban en camisón o en enaguas, qué sé yo... A lo sumo nos besábamos y nos acariciábamos. Por eso en esta relación que tengo ahora (Emma tiene una amante cincuenta años menor) descubro muchas cosas nuevas. Ver a una mujer desnuda, de pie, me parece fascinante ahora, en la vejez. No es demasiado hermosa, pero siempre es una mujer desnuda, ¿no? Esta relación, como te imaginarás, no es que me vitalice, porque me destruye cada vez.

¿Cómo te da el cuero?

–Pero a mí no me da el cuero, no tengo ni cuero (risas). Yo no me puedo explicar por qué a ella le puede parecer hermosa una vieja desnuda llena de lunares, llena de arrugas, con todos los hombros dislocados y marcas de las inyecciones. ¿Qué puedo tener de atractivo si no es mi capacidad de acá? (se señala la cabeza). Yo siempre busqué a las ansiosas de caricias; entonces la cosa era fácil, ¿no? Con una mujer casada es difícil porque ella conoce métodos que yo desconocía.

Pero vos te casaste.

–Me casé con un norteamericano pobre, que trabajaba en el circo. Manejaba una moto en “La rueda de la muerte” (te cuento, las motos son arregladas, se cortan las ruedas, pero era igualmente peligroso). Se llamaba Neil McDonald, pero no el McDonald’s que se llevan ahora a Rusia para vender. Era una relación “normal”, salvo que él era alcohólico. Y creo finalmente, y esto es una confesión, que también tiraba para lo mismo. ¿Sabés por qué? Porque acostumbraba a ir a una esquina, donde quedaba la Alianza Libertadora, a un café que ya no está más. Y una vez me contó que allí un Mitre lo buscaba mucho. El tenía un aspecto muy varonil, como de marinero de esos que bajaban del puerto y con esa presencia fortachona hacía que “ellos” lo encararan. Solía andar por esos lugares del Bajo por donde andaba Gombrowicz. Por eso digo que a lo mejor también tiraba para el mismo lado. Estuve casada doce años. Me parecía que era muy feliz en ese entonces. Tenía la tranquilidad de tener una protección, de tener un hombre al lado. Qué lindo. Me gustaba.

¿Y te gustaba también físicamente?

–Me gustaba su pelo muy corto, su cintura fina –usaba el cinturón muy alto–, la manera en que cargaba el encendedor, que pudiera levantarme por el aire.

Hubo otros hombres...

–Sí, pero imaginate Gualeguay en 1930. Con mi hermana nos sentábamos en la calle a mirar el hotel para ver los movimientos de los viajantes, que eran el único recurso que les quedaba a las jóvenes para conseguir un marido que no fuera de acá. A veces mirábamos hasta con un largavistas que usaba mi tío para ir al hipódromo. Las chicas venían de la retreta hasta la Plaza Constitución. Los caballeros caminaban en el sentido sur a norte y las damitas de norte a sur. Nosotras dábamos vueltas hasta la columna con música que había en el quiosco para hacer lo que se llamaba “afilar”, que no era más que mirarse, decirse alguna cosita. En esa vuelta del perro conocí a un viajante. ¿Cómo habrá empezado la cosa? “¿Qué hace esta noche?” “Y... nada.” “¿Qué le parece si paso por su casa a charlar un ratito?” “Bueno, lo esperamos.” Porque siempre se recibía con los viejos. En ese entonces había zaguán. Vino al mío y me llenó de besos. Quedé con toda la cara abotagada, la boca mordida. Vino otra vez y como yo no aceptaba caricias más íntimas, me empujó la cabeza para abajo para que le chupara el miembro. Yo no lo hice porque me parecía asqueroso. Tuve otro novio, Ríos, que era músico en el regimiento. Casado. La señora me mandó decir que ella tenía hijos con él, que haga el favor de dejarlo. Lo dejé instantáneamente. Entonces él empezó a mandarme mensajes con una amiga para volver a empezar. Tanto mensaje va, mensaje viene... ¡se casó con la mensajera! En esa época los botones de las chaquetas, como en la época de Mansilla, tenían filas dobles de botones. ¡Cómo me reventaba el esternón el uniforme de Ríos! Cuando pasó eso del viajante, yo ya estaba enamorada de una chica que todavía vive en Gualeguaychú. Solía ir a la casa de un periodista que tenía un suplemento del domingo y a él le gustó mi manera de escribir, entonces cuando se iba a Buenos Aires, que en ese entonces era toda una aventura, me llamaba de Gualeguaychú para que fuera a hacerle el diario. Con esta chica la cosa se dio como cualquier hombre con cualquier mujer: por debajo de la mesa. A mí me llevaba el deseo, no otra cosa, y creía que ella me respondía. El asunto es que él, que era el cuñado, se dio cuenta y me echó después de decirme cosas horribles: “El modo en que usted se dirige a ella es de un hombre a una mujer y eso me da asco, tanto asco como ver a dos tipos besándose”. No volví.

¿Culpa?

–No recuerdo cuando me empieza a angustiar el sexo.

¿Angustiar? ¿La palabra es angustia?

–Angustia porque eran cosas para las que no tenía respuesta. Cuando era chica me masturbaba. Pero no me sentía culpable para nada. Más bien me quedaba tranquila. Será porque tomé la comunión con un vestido rojo.

Me estás mintiendo.

–Un vestido de “cierto pelo” que no era mío. No tuve foto, ni nada. Porque mi padre tenía fortuna hasta que se le murieron en una inundación 200 vacas. Entonces se fundió, porque no encontró campo para traerlas. Las tenía en las islas... En ese entonces no se conocía ni clítoris, ni orgasmo. Con la chica de Gualeguaychú yo había actuado como con una especie de instinto. Había leído El pozo de la soledad. Pero yo no me sentía tan indigna como la protagonista, me parecía una cosa natural. Sufrí mucho, pero también con el asunto del militar. Porque era un hombre que me gustaba. Entonces escribí un libro que se llamaba Las dos presencias, en donde volqué todas mis tristezas, mi sufrimiento y mi desamor. Ahí empecé a pensar qué pasaba conmigo. Yo prefería una relación “normal” o lo que en ese momento consideraba una relación “normal”, me parecía que estar con una mujer era una cuestión condenada. Que en El pozo de la soledad la muchacha se vistiera de hombre a mí me parecía tan tonto como que las lesbianas quieran tener hijos.

¿Y por qué?

–Porque me parece que el chico necesita quedarse con dos autoridades, ¿no? No me parece que sea óptima una relación con dos madres o dos padres, como quieras llamarle. No sé bien quién es activo y quién es pasivo, porque de eso me enteré recién ahora. Antes no me enteraba porque la que actuaba era yo. Yo tomaba un papel totalmente masculino, manoseaba a las señoras que eran vírgenes y se ponían en mi espacio, ¿no? A Las dos presencias la rompí.

La lectora roja

Habitaciones salió en 2002 editada por Catálogos. Emma vino a Buenos Aires, en donde había vivido veinte años, se enamoró de un casete de Chavela Vargas que pidió como regalo, conoció a sus admiradores queer y a Germán García, que le encargó un ensayo sobre Mastronardi, trasnochó en La Paz como antes lo hacía en la Opera con sus amigos comunistas y presentó su novela en el Centro Cultural Rojas, en el que habló con una soltura de pastor evangelista, pero con frases de doble sentido y chuceos a Alejandra Pizarnik en nombre de la izquierda y contra Sur, a pesar de que Habitaciones tiene forma de carta a uno de sus colaboradores, el abogado Alfredo Weiss.

¿En Gualeguay no hay bares gay?

–No, hay angustia gay.

Te voy a llevar a uno.

No era exactamente un bar sino un espacio de lesbianas feministas. La sentaron frente a una copita y le hicieron un reportaje abierto. Ella habló tan descarnadamente y sin eufemismos que las preguntas sonaban balbuceantes como desde el fondo de un closet. Emma estaba exultante: no sólo descubría un espacio de libertad, sino que aprendía nuevos signos de emancipación de los que podía apropiarse como avatares de su conciencia y, al ser ella existencialista a la page, constituían el acopio para su escritura a la que injusta o modestamente siempre consideró “de catarsis”.

–Yo leía siempre. A los seis años, mamá me regaló un libro de poesía. Porque en casa había libros; claro que a Zola lo ponían en el estante de arriba para que yo no lo alcanzara. Abajo me quedaba la historia de Mitre, la de San Martín. Pero a mí me gustaban todos los libros. Porque hasta el libro más malo algo te enseña. El gasto de luz ha sido una de las cosas que más me ha impedido leer de noche, porque cuando me pescaban me decían que apagara el velador. Luego empecé a ir a la Sociedad de Fomento Educacional, en donde el viejo bibliotecario me prestaba libros de Romain Rolland o Henri Barbusse, pero también de Barón Biza y de Pitigrilli, que eran como un aprendizaje de vida. Una vez el bibliotecario me hizo pasar a un cuartito y me mostró postales pornográficas, según él, con intenciones educativas. Había unos vecinos que recibían El Hogar y Para Ti. Y de ahí, dirección que sacaba era dirección a la que escribía, porque en casa no se compraban revistas. Yo me escribía con medio mundo por necesidad de comunicación, de lo que me andaba pasando por la cabeza. Así le escribí a Salvadora Medina, la mujer de Botana, el director de Crítica. En ese entonces yo era filo-comunista ferviente, que no me arrepiento de haber sido, pero sí me arrepiento de haber perdido tiempo. No con el marxismo sino con la conducta del Partido Comunista, que para mí fue equivocada.

Doña Salvadora Medina Onrrubia de Botana, novelista (Acasha) y autora teatral (Las descentradas, Lo que estaba escrito, Un hombre y su vida) militante anarquista, espiritista, eterómana y abuela de Copi, colaboró para que Simón Radowitzky –el joven ácrata que había asesinado al comisario Ramón Falcón, jefe de la Policía Federal Argentina y responsable de la represión de las movilizaciones obreras de principios de siglo XX– se fugara del penal de Ushuaia.

–Un día, Salvadora me escribe: “¿Por qué no viene a Buenos Aires?”. Ya en ese momento, con la crisis del ’30, no teníamos prácticamente nada de nada, y entonces me fui a laburar allá.

¿Cómo te hiciste comunista?

–Yo pertenecí a una asociación de ayuda a España que se llamaba Aiape (Asociación Intelectual Artistas, Periodistas y Escritores), en la que estaba González Tuñón, que vino porque aquí estaba la Gualeguay Agrupación Cultural. Por medio de Juan Ortiz me vinculo con todos ellos. El librero Néstor Cuk me escribió el primer libro de poemas, y digo que lo escribió porque lo hizo con mimeógrafo, sobre papel canson. Era un libro virulento en donde decía que íbamos a repartir la tierra a los peones y todas esas cosas. Se llamaba Poemas (por ahí debe andar algún ejemplar). Y con ese libro me gané el odio de todo el catolicismo: fue terrible, perdí amistades, me atacaron de todos lados.

Emma Barrandeguy no alcanzó a ver la bella edición de sus Poesías completas a cargo de Irene M. Weiss (hija del destinatario de Habitaciones), con una tabla cronológica de Cristina Barrandeguy y en donde le chanta a García Márquez: “¡Oh, Garcías del mundo! / Si a los noventa años / querías para vos / una niña virgen, / quiero decirte que a los noventa y uno / tengo para mis manos / una mujer esbelta / con tres hijos al lado / y que mis dedos arrugados / acarician sus hombros, / beso sus pechos...” (Ediciones del Copista 2009).

Y Juan Ortiz es el que te hace prender un poco la vena roja.

–Sí. Ortiz era comunista, por más que el hijo lo niegue. El organizó una Asociación que se llamaba Claridad, en donde estábamos todos los zurdos. Yo era la única mujer y funcionaba de día, porque a la noche no me dejaban y si no, las reuniones se hacían en casa. Me acuerdo de que yo, para no parecer una atrasada, le había puesto a la parte de atrás de un cuadro de papá, que tenía unos caballos pintados, la foto de una mujer desnuda. Cuando venían los compañeros de Claridad, yo lo colgaba dado vuelta. Un día, el comunista que era contacto nuestro y jefe del comedor del tren se peleó con mamá porque ella le dijo que se dejara de jorobar, que cómo era comunista si el padre había sido rico, cosa que era cierta; entonces él le dijo que todos los ricos lo eran porque habían sido ladrones antes y ahí se terminó la reunión en casa. En esa época, acá todo era costumbrismo. Pero había otra franja. Una amiga de Paraná me dice siempre: “Si ustedes no hacen la historia del ’24 al ’44, de la franja donde hubo los grandes poetas de Gualeguay, no saben lo que están perdiendo”. No hay nadie que la haga. Esa franja era en la que estaba Amaro Villanueva, Carlos Mastronardi y Juan Ortiz.

Contame algo de Salvadora.

–Yo trabajaba en el Instituto del Cáncer y ella me llamó un día y me dijo: “Mirá, hay una vacante en Crítica, se murió una chica que se operó de amígdalas y se fue en sangre”. Primero hacía los sobres del personal, porque entonces se pagaba en sobres. Hacía 300 sobres en un rato, porque escribía a máquina muy rápido y después me iba a mirar los árboles de Avenida de Mayo y a preguntarme por qué conservaban las hojas en invierno. Y descubrí que era porque estaban cerca de los focos de luz. La avenida, que para los porteños no significó nada, para mí significó mucho. Crítica era todo un escenario. Había dos bandos: el de “La Vieja” y el de “El Viejo”. Yo era del bando de “La Vieja”. Entonces, una vuelta en que se pelearon, “El Viejo” me echó de Crítica. Eso fue cuando el incendio de Juncal, en donde quedaba el departamento de Salvadora adonde yo iba todas las noches a jugar a las cartas, porque estaba recién casada, pero mi marido a esas horas trabajaba. El incendio fue intencional, porque Botana se quería divorciar de “La Vieja” para casarse con otra, entonces quería acusarla de lesbiana. Le reventaron huevos en el armario, porque entonces a las lesbianas les decían “tortilleras”, prendieron fuego, quemaron parte de mi cama, libros que yo tenía y se armó un escandalete. Era evidente que ahí había una combinación con el juez Vázquez, porque todo eso se hizo cuando él estaba de turno para que pudiera manejar la cosa y a ella la acusaran de que tenía una conducta irregular. “La Vieja” le estalló una Biblia a Vázquez en la cabeza y entonces lo sacaron del juicio y todo quedó en la nada.

Emma de hoy

A menudo la crítica, en nombre de la calidad de la obra, de un más allá de, desestima ciertas lecturas en nombre de la gran literatura o la tradición y en contra de la idea de obra abierta a nuevas lecturas como las feministas, queer o post-coloniales que han enfatizado en la marca del autor y del contexto, y en la capacidad de los textos de seguir interpelando a lectores no adscriptos a los ramos generales de la gran obra cerrada y custodiada. Que la crítica queer se haya apropiado de Habitaciones no es encerrarla en otra clase de closet. Emma quería ejercer una libertad total en la que el erotismo disidente no era un elemento menor, aunque antes de Habitaciones había sido en su obra el más secreto y a pesar de que su rigor la llevara al escepticismo.

–No te creas que por el librito Habitaciones la vida sentimental mía es tanta; tampoco tan exagerada como yo pensaba, ¿no? Porque ahora, afrontando esta nueva relación que tengo en la vejez, me doy cuenta de que yo no he hecho más que una cosa superficial, ¿entendés? Tanto con hombres como con mujeres.

¿Por qué?

–Porque siempre ha habido, no sé cómo se diría ahora, un manoseo que nunca llegó a mayores. Los episodios que cuento en el libro son extremos, eh.

Pero vividos.

–Intensamente vividos. Hubo un tiempo en que yo tenía tres relaciones a la vez; entonces tenía que mentir y correr mucho.

Contame la historia con A. ¿Cómo la conocés a ella?

–La conozco en el diario, cuando yo trabajaba para “La Vieja”. Venía a mi oficina a traer partes, o qué sé yo. No sé realmente si ella gustó de mí o yo gusté de ella, te digo la verdad. Si tengo que contar las cosas como fueron, ella se inclinó a darme un beso a mí. ¿Y yo qué iba a hacer? Tuve que seguir la cosa. Mi relación con ella duró hasta su muerte. Fue la primera vez, antes no había tenido nada. Luego apareció el personaje que en Habitaciones se llama Florencia.

Antes de A, ¿no habías tenido ninguna historia con mujeres?

–¡Ay! Dejame que rebobine, no me acuerdo.

Rebobiná.

–Con F fue una pasión, casi diría una especie de adherencia. Yo creo que siempre estaba en la onda, que me gustaba, pero con A fue la relación más completa. Claro que en la pensión en donde vivía con mi marido había estado M también. Y yo a la siesta me iba a acostar con M, sin ninguna palabra. Iba solamente a charlar, pero M era muy hábil. Ella era activa en ese momento conmigo, pero a mí no me enseñó nada. Ni nos quisimos, ni tuvimos de esas historias sentimentales que son lo que a mí me revienta el hígado, porque yo encuentro que la relación no es perenne. ¡No puede ser perenne! Una relación no puede ser perenne y sólo recién ahora lo están comprendiendo. Es cierto que yo era muy variable. Me cansaba y buscaba más, más y más. Buscaba lo que no había tenido, que era sexo, y creo no haberlo tenido nunca jamás en forma profunda. Al sexo y la cosa literaria, que fueron las dos cosas por las que yo he vivido y hoy no las respeto a ninguna de las dos. ¿Sabés por qué? Porque en el sexo me encuentro profundamente ignorante. Las relaciones que yo tenía con mi marido no salían nunca de una forma considerada normal: el hombre arriba y la mujer abajo. Ahora resulta que el hombre abajo y la mujer arriba. Yo siempre me consideré normal, lo único que me parecía un poquito raro, a eso lo buscaba como un instinto, pero era como inocente con respecto al sexo. Mi marido a veces buscaba ir por atrás, pero yo lo rechazaba, porque yo decía: “Esto no es normal”. Recién se han puesto de moda estas cosas. En mi tiempo ni se pensaba. ¿El sexo oral? ¡Pero ni soñar! No digo que no lo practicaran, pero no era en relaciones comunes, ¡ni extra comunes! Mi madre decía que el acto sexual era un asco. ¡Nosotras nacimos de un asco! Entonces, ¿cómo no vas a querer que sea rara? Encima me destetaron a los 3 meses.

Cuando quieras volver a Buenos Aires, podés parar en casa de mi mamá, que está internada.

–¿Querés poner a una del gremio en la cama de tu vieja? ¿Por qué no hablás con un psicoanalista?

Yo conversaba con Emma como si fuera una contemporánea, aunque ella me adelantaba siempre, puesto que todo lo que hacía estaba en un horizonte radical, en tanto que denunciaba los espejismos de toda elección, la multiplicidad de deseos y de sus formas, “el anhelo de una puerta abierta hacia otras habitaciones, hacia nuevas experiencias”. Emma Barrandeguy nació el 8 de marzo (Día Internacional de la Mujer) de 1914. Murió el 19 de diciembre (día del levantamiento de “la comuna de Buenos Aires”) de 2006. La extraño mucho.

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