Viernes, 9 de marzo de 2012 | Hoy
Pablo Ramírez presentó Carmen, colección invierno 2012 en el Teatro Colón. A la irrupción de la alta costura en la alta cultura sumó otros detalles disidentes: un hombre vestido de mujer abrió la pasarela y una estrella del porno gay desfiló vestida. Es probable que este juego entre la inversión y la represión salgan de la monja que lleva adentro, confiesa el diseñador.
Por Liliana Viola
“No me interesaba que él tuviera tetas ni caderas, no era eso lo que iba a marcar la silueta femenina que finalmente se vio en la pasarela. Rodolfo Prante, el actor que abrió y cerró el desfile, es longilíneo sí, y también absolutamente chato. Sin embargo, cuando lo ves venir dirías que tiene busto. No, no le puse rellenos, es el efecto de las cadenas doradas, esos collares tan largos sobre el vestido negro dan un aire de poderío y la suma de todo es más volumen. Es el brillo lo que te da la idea de busto.” Quien dice esto no es una reencarnación del Dr. Frankenstein ni un cirujano especializado en cambio de sexo ni un teórico queer, aunque el resultado sea el que podrían conseguir los tres reunidos en un taller de costura: los cuerpos sometidos a la tijera de Ramírez se modifican respondiendo a una idea de belleza heredada de sus mayores, se mueven raros, comprimidos en el género (en sus dos acepciones) y a la vez voluptuosos. Cobran carácter tensando el parámetro de lo femenino. “Me interesan la elegancia y la feminidad”, declara ahora y siempre que puede, y se diría que se nota, pero que además, sin eludir el material más obvio que la moda impone (cuerpos altos, esbeltos, delgadísimos, rostros armónicos con miradas estrábicas) compone criaturas cargadas de historia, citas a épocas conocidas por terceros, por el cine, las fotos de estudio, las anécdotas que no pasan de los años cincuenta. El vestido, ese dechado de frivolidad o ese instrumento inventado para taparnos del frío, se reveló en este desfile como lo que también es: una parte del cuerpo, tan artificial y tan vital como cualquier otra.
Lo femenino se vuelve poderoso y lo masculino se vuelve niño, casi inocente. Y uno y otro van más allá de que sean hombres o mujeres quienes carguen con las ropas (mirar en la otra página esa foto con toreros y aldeanos representados por chicas). Las mujeres de Ramírez, reconoce él, son más altas de lo que son, tienen una armadura que las protege de lo que venga, y lo que viene son hombres pequeñitos, algo atemorizados, en proceso. La transformación del actor y bailarín Rodolfo Prante en auténtica y madura manequin es tal vez el punto más provocador, no sólo porque prácticamente no hay registro de señores pasando ropa femenina de alta costura sino porque deja demostrado hasta qué punto el hábito hace a la monja. “No sólo es la ropa sobre el cuerpo en términos de forma, la ropa también define los movimientos, la pose, la actitud.” Ramírez, con un entusiasmo de niño (dos niños: uno prodigio y otro travieso), explica en qué consiste su trabajo mientras revela escenas del backstage: “En los ensayos, ya con la ropa que teníamos definida, veía caminar a Rodolfo y no me convencía esa soltura de movimientos, él no es Carmen como algunos entendieron, él es la mujer que abre el relato que se irá desarrollando durante el resto del desfile, digamos que es una gitana sabia, es el destino, por algo es la única que lleva oro en el cuello... Ingresa primera por donde el resto del elenco sale, es decir comienza en una posición invertida. Bueno, yo lo marcaba para que se moviera menos ampuloso, pero no me terminaba de convencer. Entonces, de repente, dije: ‘Traigamos una falda tubo’. Y ahí cambió todo. Se movió como quise, es decir, le coarté el movimiento de las piernas y de ahí para arriba... Eso es, entre otras cosas, lo que puede hacer una prenda”.
Luego de esta clase tan queer sobre el sentido profundo del par “corte y confección”, y antes de seguir con las preguntas sobre por qué se le ocurrió inspirarse en Carmen de Bizet, por qué puso un actor porno gay en el rol del torero más dramático y más vestido de todos, dan ganas de intercalar ya mismo una pregunta (tal vez sea un ruego) interesada y en nombre de aquella mayoría (que sufre como sólo sufren las minorías): quienes no tenemos cuerpo de modelo. ¿Piensa Ramírez cuando está en el taller haciendo ropa para mujeres de carne y hueso en recursos técnicos para intervenir en lo que la naturaleza hizo como pudo?
“Es que eso es lo que hago y es lo que me interesa hacer. Por ejemplo, trabajo unos vestidos que son como un trapecio, con las pinzas ubicadas de tal modo que te forman el busto. Hay gente que cuando viene a probarlos automáticamente se los pone al revés, porque hay como una ley tácita que dice que el cierre tiene que estar atrás, las pinzas deben ser de tal modo. Y salen del probador con el vestido al revés. Yo tengo que decirles: ‘Mirate de atrás en el espejo. ¿No te das cuenta de que tenés las tetas en la espalda?’”
Cortar la cintura más alta para acortar el torso, darle un evasé a la manga para que el brazo parezca más largo, son algunos de los recursos que acusa Ramírez. “Siento que a las mujeres les doy un poder en el cuerpo, que no digo que las masculinizo, pero bueno, se las puede ver un poco andróginas, les doy cierta armadura. Los hombres, en contraste, me salen como aniñados, como si intentara sacarles el poder. Lo que te contaba de Rodolfo y la falda tubo les pasa también a las clientas, que me dicen ‘con esta blusa me siento de tal modo’, o ‘tengo que cruzar las piernas de tal manera con este vestido’. Bueno, ahí es donde me sale lo contenido que soy. Es la monja que tengo adentro, tarde o temprano siempre se cuela la represión.”
Eligió una ópera, seguramente porque el desfile que cerraba el BAFweek se presentaba, por primera vez en la historia, en el Teatro Colón, y eligió Carmen de Bizet, cuenta él mismo, porque es de todas las que conoce la que más se acerca a su estética de contrastes, a sus recuerdos de niño y al universo de García Lorca. “Creo que si Lorca hubiera hecho la puesta, habría imaginado un vestuario en esta línea. Pensando en él dibujé los trajes y vestidos.” La historia transcurre en Sevilla, con todo lo exótico que la zona sur de Europa tenía para la imaginación del francés Merimée (1803-1870), que escribió la novela en la que enseguida se basó Bizet. La protagonista es una bestia gitana que pisa por donde anda como quien vive bailando flamenco. Muy tras ella, la figura del militar engatusado, el cabo don José, que deja el honor, un matrimonio más conveniente y la disciplina de su casta para perderlo todo doblemente cuando Carmen lo descarte por un torero. Violencia de género para el final que entonces se llamaba pasión trágica, Carmen va a morir en manos del militar. Y Bizet también va a morir, a los 36 años, de un infarto, sin conocer el éxito de su obra más famosa. El se murió muy pronto y el estreno se demoró demasiado por miedo al escándalo que pudiera provocar en el público burgués las réplicas entre esta mujer traidora y el milico matón. Lo que podría haber sido un pequeño escándalo la semana pasada, o al menos una mención en las crónicas sobre el desfile de Pablo Ramírez, pasó inadvertido. Nadie hizo referencia a la señor adivina que llevaba el vestido más espectacular del desfile y que salió en el momento del saludo de la mano del diseñador, como siempre hacen las novias. Un escándalo por omisión, después de todo, se cumplió con el karma de Carmen.
Van y vienen. De una punta a la otra parecen querer decirlo todo, pero callarse. A veces se detienen en el centro, simulan titubear o provocar aunque es sabido que cumplen al pie de la letra con los designios del diseñador, que es a la vez puestista y coreógrafo. Tal vez pretendan dar una tregua a la avidez del público, que si no es avezado pierde más que detalles. La lógica de esta romería escapa a todo juicio práctico, y el encanto en parte reside allí. El público está sentado a la vera, con una atención de partido de tenis, y con la avidez de los jugadores que saben que cuando la chance ha pasado, ya no vuelve a insistir. Apenas dos hileras de asientos donde se ubican las personas que luego en las crónicas tendrán más nombre y espacio que la descripción de los materiales, los modelos y los conceptos. Ceremonia cortesana con cita a la exclusividad, el business y la clientela que a juzgar por el tenor de las críticas y el lugar de sociales y no de sociedad que suele ocupar en los diarios, tiene un lugar equívoco entre la escena pop y el consumo de elite. En apenas 20 minutos, Ramirez despliega siete elencos, siete pasadas que representan, a su manera, a los bailadores de flamenco, los campesinos, los militares, los toreros, los gitanos. No se trata de un vestuario ni un atuendo que se pueda usar en la calle, se trata de la marca en el orillo del diseñador, el sello de su propio estilo arrojado a las fieras. “Aunque lo intenté, no pude ponerles la carga erótica a los gitanos. No sé por qué. Otra vez la monja... Así es que cargué todo eso en el cuerpo de los toreros. Que uno de los toreros sea Dionisio Heiderscheid, el actor porno, no es un dato casual. Me lo propuso el fotógrafo Gustavo Dimario y a mí me pareció un dato que agregaba densidad a lo que yo quería contar. Es decir, un personaje real que viene de otro lado, con una biografía por fuera de las pasarelas, que aporta, que es nada menos que el torero, la piedra de la discordia, su propia historia. Ya en el entusiasmo del armado hay quien me propuso que Dionisio saliera casi desnudo, sin camisa por ejemplo. Pero ahí dije no, la monja salió otra vez y vistió a Dionisio desde el cuello hasta los pies”.
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