Viernes, 5 de octubre de 2012 | Hoy
TEATRO
Al mejor estilo de la clásica tragedia griega, en Pajarito no faltan ferocidad y violencia, amores imposibles y traiciones de estirpe. Personajes marginados que, como todos, sólo buscan alguien que los ame.
Por Leandro Ibáñez
Tres hombres, tres delincuentes conviviendo ocultos en una casilla, un barrio marginal de las afueras de la ciudad. Una tapadera donde esperan documentos para poder salir del país y vender la merca. Dentro, dos cuchetas, una bombita de luz ya sin fuerzas, una mesa pelada y un altar improvisado erigido a la Virgen, iluminado por dos tristes velas; un presente que en la espera se hace eterno. Fuera, una perra histérica que no deja de ladrar, la cana dando vueltas y un destino que se planifica minuto a minuto. Bien podría ser un capítulo de Policías en acción, con la diferencia de que la acción no transcurre en el conurbano bonaerense, sino en el mendocino, y que ésta es una ficción con guión y no una realidad guionada. Pero aquí, televisión y teatro comparten esa manera borderline en que los vínculos interpersonales –sobre todo familiares– se establecen y se mantienen en el tiempo.
Pajarito, nombre de la obra escrita y dirigida por Osjar Navarro Correa y alias del protagonista, es una historia dolorosa que sin caer en juicios morales sobre las decisiones de los protagonistas y corriéndose del estereotipo clásico de maricón, vomita una realidad social pocas veces vista de esta manera sobre un escenario.
Marcelo Aruzzi es Pajarito, leal a su hermano mayor, enemigo de su hermana, quien le arrancó de las manos el cuidado de su sobrino, y enamorado del tercer integrante de la banda, Cachi (Diego Amador). Pajarito se encuentra legalmente libre, pero encerrado en un mundo de violencia y abuso desde su más temprana edad. Un desértico lugar donde la violación del hermano mayor hacia los menores, además de ser una manera de marcar el ganado –la propiedad–, es la vinculación intrafamiliar que destruye la percepción de dominio del cuerpo propio, y altera definitivamente las futuras relaciones extrafamiliares. Pajarito es una identidad tierna que corre detrás de quien le dé protección y cariño, un niño grande, fácil de hipnotizar con poemas sencillos, pero al que no le tiembla la mano al sujetar un arma y apretar el gatillo.
Acreedor del 1º Premio del 12º Concurso Nacional de Dramaturgia, organizado por el Instituto Nacional de Teatro, el mendocino Osjar Navarro Correa se consagra como dramaturgo en el 2011 con este dramático texto que, además de desgarrador, conjura de manera exquisita el idiolecto de una subcultura que desconoce de sexualidades al momento de plantear amores, sexo y lealtades. Como director, concibe poética al llevar a escena la intimidad del encuentro de los cuerpos, la búsqueda del placer carnal entrelazada con los sentimientos confusos y las frustraciones eternas de la especie humana. Ligazón de dos cuerpos que se desnudan uno al otro, tres minutos en que Aruzzi y Amador despliegan sobre sus personajes el arte de amarse mediante la comulgación de los roces, corriente estática de las pieles friccionándose una contra la otra, del juego escondido de la genitalidad. Al final, un orgasmo que sólo encubre por unos instantes la soledad de los personajes, la angustia atrapada en sus corazones, la vana persecución detrás de la felicidad.
Pajarito plantea un mundo de exclusión, que paradójicamente no excluye por orientación sexual ni género; tal vez porque no haya más borde para correrse al costado de ciertos márgenes sociales o quizá porque ya es tiempo de que el teatro muestre personajes cuya sexualidad sea una característica más de entre tantas y no la característica que lo haga destacar.
Pajarito. Sábados a las 22.30. Teatro de Pueblo. Av. Roque Sáenz Peña 943
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