Viernes, 2 de noviembre de 2012 | Hoy
MI MUNDO
Todos y todas la quieren como música de fondo y, si no le rezan, seguro que le bailan. Las canciones de Gilda atraviesan el corazón de los militantes anticumbia y adquieren la categoría de himno en clave para lesbianas, y para gays y transexuales también. Una biografía que acaba de editarse y diversos estudios sociológicos se proponen encontrarle el punto.
Por Dolores Curia
Mercancía tropical con las piernas más bonitas, objeto de himno dicharachero, bandera que todos quieren levantar, colgarse de su arrastre, de su imagen plebeya, de sus poderes de fetiche religioso y sensual. Gilda, santa contemporánea, funciona como una figura transversal: es lógico que todo el arco político quiera capitalizar los símbolos que le gustan a más de medio mundo. Eso explica que Mauricio Macri –gane o pierda– baile sus temas delante de su troupe, que la juventud amarilla haya incluido una versión gorila de “No me arrepiento de este amor” en su cancionero PRO y que Gilda también integre la Galería de los Idolos de la Casa de Gobierno. A dieciséis años de su muerte, no deja de volverse tierra colonizable. Como significante (no tan) vacío que todos quieren tener el derecho de rellenar, es símbolo de fiesta mayúscula y toca las fibras que hagan falta para levantar al más muerto de los amargos. Mientras, en las bases, los que la siguen se dividen entre fans seculares y devotos, y se disputan también poder clasificarla como santa o milagrera laicizada.
¿Cómo no iba entonces la comunidad lgbt a hacerse un lugar en este tironeo, a recortar un pedacito de Gilda para el culto propio? ¿Cómo no tomar (están a la vista) los elementos que atraen la mirada diversa, reconstruirla y festejarla? Cuando todavía era Miriam Alejandra Bianchi y recién empezaba a acercarse a la movida tropical, el tipo físico de Gilda poco tenía que ver con los cánones corporales de la bailanta. Flaquita y morocha, estaba muy lejos de los popes carnosos del momento, que eran Lía Crucet y la Bomba Tucumana. Además su timbre de voz era demasiado alto para el género, explica su biógrafo, Alejandro Margulis.
A metros del Shopping Abasto, en La Casona de Don Francisco, a la hora de la cena los invitados se van acercando a este restaurante peruano que se vistió de gala para festejarle el cumpleaños a Gilda (cumpliría 61). Entre globos, pito y matraca, Margulis –periodista y autor de la novela queer Quién, que no era yo, te había marcado el cuello de esa forma (1993) y Alex, vida de un militante gay (2011)– presenta acá su último libro: Gilda. La abanderada de la bailanta. Las mesas, como en un cumpleaños de quince, están divididas según la relación que los invitados tuvieron con ella. Hay mesas para los clubs de fans, para los amigos, los imitadores; otra, para los amigos del escritor.
Bárbara “La llorona” es platinada, pulposa, está forrada en lentejuelas azules. Anima la fiesta, se contonea y hace desfilar imitadores, amigos y personajes sobre el escenario. Es venezolana y una figura en la movida local, intérprete de temas como “El chuponcito” y “Viejo verde”. Esta noche va a pasar por todos los estados de ánimo posibles y evocará sin parar los tiempos en los que ella y Gilda se conocieron y compartieron shows. Hordas de adoradores llegan envueltos con sus amuletos: medallas, cintas, gorras y remeras, todas del mismo equipo. Entre los fans Gilda es el denominador común para gilderospunks, gilderos de resabio rollinga –bordeando los treinta–, gilderos de pantalón Fila y colita, gilderitas muy jóvenes wachi-tuneadas. El patovica que también se puso una remera de G como para no desentonar hace un papel, más que de matón, de recepcionista.
Gastón, el chico con el nombre de su ídola escrito en la nuca (se afeitó las letras G-I-L-D-A) va, viene, saluda sin dejar ni un instante la camarita digital, cada tanto vuelve a su lugar, donde está su mamá. “La mayoría de los que se acercan a nuestro grupo son gays o lesbianas –cuenta Gastón, presidente del club de fans ‘No me arrepiento de este amor’–.” ¿Travestis? Sí, por ahora hay tres. Una de ellas, Marilú Uega, tiene treinta y ocho años y se acerca para dejar constancia de que “La sigo desde el ’92. Yo compraba sus cassettes pero no iba tanto a sus bailes. ‘Corazón herido’ es medio un hit travesti, te puede hacer llorar tanto como te puede levantar”. Gastón completa: “‘Fuiste’ es como un himno de la loca despechada. Ella, se sabe, que tenía muchos amigos gays también. El año pasado fuimos como fans club a la Marcha del Orgullo. Es mentira eso de que en el ambiente de la bailanta hay problemas con lo gay, que no dejan entrar o lo que sea. Capaz eso era antes, pero yo voy a todos lados con mi pulsera del arcoiris, que es como llevar un cartel, y nunca tuve quilombo. Lo que sí todavía hay es muchos tapados entre los artistas. Muchos de los cantantes por los que las pibas mueren son tremendos sultanes. Te aseguro que yo les saco la ficha al toque: ojo de loca no se equivoca”.
Los pedidos que llegan al nicho 3635, en Chacarita, en su mayoría tienen que ver con el amor. “Pero no todos son solicitados de modos que la moral dominante consideraría válidos, ni siempre el tipo de pedido se encuadra dentro de lo legal o de la moral tradicional. Gilda es tratada con una intimidad amorosa, es considerada una ‘amiga’ y ‘confidente’ con la que se conversa”, cuenta Eloísa Martín, socióloga especialista en religiosidad popular.
Pablo Semán (sociólogo y autor de Cumbia. Nación, etnia y género en Latinoamérica, de Editorial Gorla) define así: “Después de su muerte, se transformó en un símbolo de libertad, de toma de riesgos y de –¿por qué no?– salirse de lo genéricamente atribuido. Eso va mucho más allá de que los hombres que frecuentan sus clubes de fans sean homosexuales. En tanto símbolo de libertad, Gilda empieza a ser un faro para muchas lesbianas. Por la llegada que tenía con los sectores populares se convierte en una vía de identificación posible para los sujetos que quieren correrse de la heteronormatividad pero que no encuentran muchos otros lugares para hacerlo, ni tampoco información y toda una serie de posibilidades que sí tienen otros sectores sociales. Una cantidad de gente no activista que hasta ese momento (digamos fines de los ’90 y principios del 2000) no tenía espacios o referentes para expresar sexualidades diferentes o que buscaba un poco más de libertad en relación a los roles de género encuentra en Gilda una referencia”.
Gilda es, a su vez, en sí misma una desclasada: una chica de Devoto que a los 28 años renegó del marido, la casa y el bien pasar clasemediero para calzarse las botas blancas, la mini tiro alto y salir a agitar a la bailanta, a ser idolatrada y deseada por cientos. Cuenta Margulis que ella “no pertenece por completo ni a un espacio social ni a otro. Cerca de los 30 años decidió cantar profesionalmente y empezó a hacer el circuito de la rueda, el circuito de boliches de Buenos Aires cantando covers, teniendo lugares secundarios en bandas de hombres. Lo hace a escondidas, en una suerte de vida paralela. Su matrimonio se quebró por esto, porque ella salió a buscar otros lugares y otros deseos y él no se lo bancó”.
En las letras que escribía, según Pablo Semán, “reivindicó y habilitó valores que tienen que ver con las pasiones más fuertes. Hablaba de una práctica del amor más desacartonada, más abierta, más franca. En Gilda hay una exaltación del amor”. Se trata de una pasión que, si bien no es vainilla, está siempre teñida de la afirmación de la pareja como única opción deseable: “Cuando aparecen ‘los otros’ es siempre en el marco de la infidelidad y la traición. Puede pensarse que ahí estaba el límite de Gilda en cuanto a sus ideas sobre la libertad”.
“Que estemos todos juntos, todos los clubes de fans, gente de todas las edades, imitadores, y que no haya bardo es algo que nunca pasa”, dice una señora que para venir a La Casona de Don Francisco se puso todos sus brillos. Entre los invitados hay chicos y chicas de clase media-alta que muy difícilmente tengan como hábito visitar los boliches del conurbano y que vinieron a observar las escenas de lo que acá pasa a través de la lente de lo kitsch. Un productor teatral del under porteño, que vino en auto desde Olivos, se lleva tres ejemplares de la biografía autografiados y ante la lectura en vivo de fragmentos de los diarios de Gilda se seca las lágrimas con la servilleta de puntillas.
El cumpleaños post mortem va pareciéndose cada vez más a las mejores escenas de El último Elvis. Además de las imitadoras e imitadores de Gilda, otros talentos fronterizos suben a escena. Hacia el final de la fiesta se canta el feliz cumpleaños y se corta la torta decorada con la cara de G. Una fan sale airosa con un pedazo de torta en la mano: le tocó el de los labios de la cantante: “Ahora voy a poder decir ‘¡yo le comí la boca a Gilda!’”.
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