Viernes, 7 de diciembre de 2012 | Hoy
Las lesbianas se miran, se besan, se juntan, se separan, se ponen de novias con la ex de la que acaba de convertirse en ex y luego del derrumbe de la separación, se amigan y todo queda en una gran familia. Este “infinitum lesbiano” se suele estigmatizar con la palabra endogamia, o jerarquizar si se lo mira como una forma de disidencia frente a la lógica heterosexual que, cuando se separa, rompe todo. Aquí una serie de lecturas y testimonios que intentan explicar el “flujograma” del que ya se reía la serie The L Word.
No falta en la memoria de cualquier lesbiana que haya visto The L Word aquel inolvidable “flujograma” que Alice grafica en un pizarrón frente a sus amigas y con el que concluye que, en San Francisco, el círculo de conocidas que se acostaron entre sí está prácticamente cerrado. Las líneas se cruzaban uniendo los nombres más diversos y armando un juego de relaciones que no dista ni un milímetro de los que en la vida real se arman en Buenos Aires, París o Calamuchita. Hete aquí a la gran familia lésbica, esa en la que parece que todo está mezclado (y lo está), ésa que algunas rechazan y que otras promueven, estimulan, e incluso a veces necesitan para vivir. “Cuando era joven, conocí en Santa Fe, donde nací, a una señora que había adoptado, literalmente, a la primera novia de su hija adolescente cuando a esta chica se le murieron los padres. Es decir, a la ex suegra la piba le decía mamá. Cuando las conocí, pensé que esas dos eran hermanas. Y para colmo una salía en ese momento con la anterior novia de la otra. Un lío. Yo tenía veinte y no podía creerlo. Y a su vez me conmovió un montón. Venía de un mundo heterosexual en el que jamás habría pasado algo como eso”, cuenta Mariela (44).
Parece que es así, nomás: las posibilidades que se abren en nuestro pequeño gran mundo L no dejan de sorprender. Infinitas resultan las variables de este juego relacional y sus combinatorias generan todo tipo de emociones en quienes nos sentimos, aunque sea por identificación con el colectivo lésbico, implicadas. Lo cierto es que, en todos los casos, hay una realidad que se impone más allá, mucho más allá, de las voluntades individuales y que, no conforme con el presente, se proyecta a futuro, por ejemplo, en una experiencia de vida comunitaria, no importa dónde mientras la familia siga unida. No hay nada más lindo. Dice Julieta (42): “Muchas veces lo pensamos con mis amigas –algunas de ellas ex parejas entre sí–: armar una comunidad para cuando seamos grandes, viejitas quiero decir. Un lugar como Traslasierra nos gustaría. Y vivir cerca, hacernos compañía, ¿te parece tan loco?”.
La clave para que esa familia prospere es, sin duda, la continuidad de las relaciones después de que los romances terminan. De qué depende esta continuidad, no es tan simple. Para Hilda Rais, escritora y teórica feminista y lesbiana, la trama es compleja y contradictoria. Según ella, el ambiente lésbico es un “microcosmos en donde las relaciones amorosas se circunscriben a un círculo limitado, una especie de obligada endogamia dentro de la cual, por condensación, se potencian los celos, la rivalidad, la competitividad. Sentimientos que se combinan curiosamente con cierta perdurabilidad de los vínculos: grupos constituidos por ex parejas-ex amantes, rupturas sin separaciones, separaciones con continuidad de trabajo o bienes en común”. Las posibilidades post-vinculares que Rais enumera son sólo algunas de las que hacen al amor después del amor lésbico y se parecen, sin duda, a algo más que a este rayo de sol. No se puede ignorar que, como en toda relación erótica cuando termina, el saldo es también el conocimiento de una sombra propia, ajena y común; sin embargo, una tendencia general pareciera indicar que la mayoría de las lesbianas logra superar los avatares del dolor y hacer que esos vínculos devengan férreos a lo largo del tiempo. Para Soraya (50) está claro que el motivo que se lleva todos los laureles, aun después de la caída del imperio, es el amor: “Soy amiga de mis ex. De todas. Amiga con un grado de amistad diferente de otras que no lo han sido. Soy de tener relaciones profundas e intensas con mujeres cuando me enamoro. Y eso implica una construcción de esa calidad que no veo por qué, después que se va el erotismo, se tenga que perder. Pasados el dolor y la bronca de la separación, queda lo construido allí, que en mi caso siempre ha sido de gran intensidad. Siento que ellas son mi familia. Mi familia no sanguínea. Han sido superadas algunas cosas y queda lo más importante en un vínculo humano”. Claro que no para todo el mundo –el mundo L– tal grado de superación y evolución es posible. “Muchas de mis ex –cuenta Julieta– se han quedado colgadas de mí y es muy difícil tener una relación de amistad con alguien que se quedó colgado. La única persona con la cual llegué a cierta relación de amistad fue con alguien a la que no le pasó eso y que vive en Brasil, por lo cual no tenemos mucha relación, nos vemos sólo una vez por año.”
En la época en que Mariela iba a la facultad, mentía. Durante la cursada de Psicología Proyectiva se había hecho un amigo al que le contaba con pelos y señales todas las aventuras y desventuras con su amor, a quien había bautizado como Pablo y cuyo verdadero nombre era Karina. Un día, Mariela llegó destrozada al aula y su amigo le preguntó qué le pasaba. “¿Qué le iba a decir? –explica–. ¿Que había encontrando al supuesto Pablo en el Café de Abril besándose con mi ex pareja?” Y así se dio cuenta de que su novela lésbica era intrasladable al esquema del mundo heterosexual tradicional, que los cruces y los caminos cerrados que aparecían en su relato le dejarían la boca abierta a su compañero de facultad y a la mayoría de las personas. Y sobre todo se dio cuenta de que cosas así podrían volver a pasarle y no se equivocó: “Una vez llamé por teléfono a mi ex, de la que me había separado hacía tres meses –habíamos estado juntas cuatro años– y cuando me atendió, me preguntó si podíamos hablar más tarde porque en ese momento estaba acompañada. Le pregunté con quién estaba y me dio el nombre de una ex amante mía, con la que yo le había sido infiel durante la relación. Se pusieron de novias. No me lo banqué. Lloré, me indigné en su momento porque me sentía muy expuesta. Mi fantasía era que juntas hablaban de mí, y seguro que no estoy tan desacertada. Pero, la verdad, yo no tengo un juicio moral sobre esto. El ambiente lésbico es así y tuve que asumirlo. También está lleno de chicas que tienen una doble actitud: por un lado sacan sus beneficios cuando les conviene y por el otro lo juzgan. No es mi caso, me reconozco arte y parte, porque en otra ocasión fui yo la que estuvo en el lugar de mi ex amante”. Por cuestiones así, dentro de este ambiente, la palabra endogamia tiene muy mala chapa y lo que ella implica aparece tratado en el relato de las experiencias de muchas lesbianas peyorativamente: “No me banco la endogamia, todas estuvieron con todas” o “A ésta yo la conozco, ¿con quién de las que conozco no se acostó?”. Este deseo que circula dentro de un grupo y que es moneda corriente en todas las comunidades lésbicas del mundo, es visto por algunas lesbianas como “en falta” respecto de lo que debiera ser y no es: el deseo de la gran institución heterosexual, ese que, en teoría, respeta cierta ley de exclusividad, cierto orden frecuentemente transgredido por el continuum sáfico. Tanta mala chapa se ha sabido ganar esta palabrita –prima hermana de la “promiscuidad” con la que se señala a los gays– que quizá resulte lícito preguntarse si su demonización no es un fruto más de ésos que caen del árbol de la lesbofobia. Porque la lesbofobia, sabemos, no atañe sólo al deseo lésbico sino a los modos de vida que éste va tramando. Modos que suelen tener ciertas particularidades que, si bien tocan puntos sensibles para la mayoría de nosotras, también pueden ser leídos como parte de un estilo relacional que a Soraya, lejos de disgustarle, le genera cierta felicidad: “Me divierte un montón encontrar que en una cena coincidís con tal que fue tu novia y ahora está con tu amiga. Qué sé yo, eso es materia común y me encanta, además ser consciente de eso. Yo tengo una visión más abarcadora, no sesgada. Para mí, las posibilidades no se restringen sino que se diversifican”. Según Verónica (39), el matiz diferencial para adaptarse a la buena nueva de ver a una ex con alguien lo da el tiempo: “Hay muchos espacios en común que se transitan una vez terminado el vínculo y se producen encuentros en lugares comunes. ¿Si me puede haber dado celos esta situación? Sí, me pasó. Pero que me afectara dependió del momento. Dos años después no me pasó nada, pero inmediatamente sí”. Por supuesto, tomar distancia cuando se debe es condición sine qua non para elaborar el duelo y para transitar la separación lo menos traumáticamente posible. Pero también puede ocurrir que todavía estemos en carne viva cuando se da esa coincidencia que fuerza a una rápida y dolorosa sobreadaptación: “De las cosas más horribles que me tocaron vivir con relación a esto, fue la de ver a mi última ex, apenas a un par de semanas de habernos separado, con otra chica durante todo un recital de Ana Prada. Resignaré Ana Prada, Concha Buika, Kumbia Queer o lo que sea, pensé. Si ella no es capaz de hacerlo, lo haré yo. Eso y muchas cosas más. Para mí, lo primero es la autopreservación. No me importa quién se queda con la potestad de las salidas que antes eran comunes. Iré a otros sitios. El mundo es grande”, dice Mariela. Sí, el mundo es grande y el paso de los días juega a favor a la hora de cicatrizar las heridas, pero a veces ni siquiera el tiempo alcanza para que las turbulentas aguas de la pasión se calmen del todo. Para Laura (30) siempre queda cierta tensión sexual que una vez instalada no termina de remitir: “Con mis ex las relaciones no se despojaron de erotismo. Pero, bueno: se terminó. Yo las sigo percibiendo igual que cuando me gustaron, sólo que ya no funcionamos como pareja. Tratamos de seguir siendo amigas y lo conseguimos. De hecho, yo con ninguna de mis ex me despojé de erotismo. Esa tensión sigue existiendo, aunque de modo manejable”. Julieta también advierte, al igual que Laura, esa suerte de plus emocional que nunca se desaloja completamente, pero en su caso es algo con lo que prefiere no tener que lidiar: “Siempre pienso que la relación entre ex es un poco difícil. De hecho, lo he charlado con amigas mías. Algunas lo manejan bien, se hacen amigas, pero es una relación que es más que una amistad, porque queda el registro de la pareja y sobre eso se siguen relacionando; no es que eso se borra. Entonces sigue siendo una relación bastante íntima. Yo veo incluso amigas que tienen conflictos con ese tema porque la relación con la ex a veces se les complica para juntarlas con la actual. Creo que a veces hay poco corte. Más que continuar una relación lo veo como una relación que no se pudo cortar del todo. A mí no me gusta dejar las cosas a medias, tener relaciones que no se sabe muy bien cómo son, porque me confunden. A lo mejor hay mujeres a las que no las confunde y por eso las pueden mantener. Yo no puedo”. Para Verónica, una nueva etapa vincular después de la separación, contrariamente a generar confusiones, serviría para poner en orden aquellas cosas que durante la relación no fueron lo suficientemente resueltas: “Hay una transformación, queda amor y hay cosas del pasado que en los vínculos nuevos con esas ex parejas he podido hablar y trabajarlos y reverlos. De algunas soy amiga y con otras no sé si hablaría de amistad precisamente; sin embargo, la relación amorosa sigue existiendo, aunque no sepa definirla exactamente”. Esa imposibilidad –¿o no necesidad?– de cerrar y definir, ese corrimiento de los estándares vinculares, ¿no podría corresponderse, acaso, con la construcción de ese “sujeto lesbiana” que, para la teórica lesbofeminista Monique Witig, se inventa fuera de las categorías culturales precedentes? Dice: “El sujeto lesbiana ‘no es una mujer ni económicamente, ni políticamente, ni ideológicamente’. De modo que el lesbianismo ofrece, de momento, la única forma social en la que se puede vivir libremente: por ocupar un espacio más allá de las categorías constituidas”. Sin embargo, esta posibilidad de tomar caminos divergentes a los pautados por la cultura se contradice con esa consabida inclinación lésbica a que, en tiempos record, se armen uniones de pareja con proyección a la eternidad. “Las lesbianas constituyen parejas estables con pautas heterosexuales: monogamia, fidelidad, infidelidades ocultas”, observa Hilda Rais. Y esto deja la cuestión sobre el tapete: un mundo disidente que todavía hace prosperar en su interior la semilla de un antiguo mundo, el florecer de un paradigma vincular cuestionador en la etapa posterior al divorcio, pero, en algunos casos, la construcción de proyectos parejiles más parecidos al de las uniones tradicionales que al de Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir. De todos modos, no se puede negar que la fórmula de pareja abierta que estos dos acuñaron para sus vidas revoluciona cada vez más el ghetto lésbico. Pero ese tema será, por supuesto, materia de otra investigación.
“Yo lo comparo –dice Soraya– con mis hermanas, que se han separado de sus maridos a los que sólo ven por circunstancias obligatorias, y noto que no hay alegría en ese verse. Ni siquiera pueden sostener una mínima relación si no es por los hijos.” Esta es, a todas luces, una de las grandes diferencias entre las estructuras de relación que solemos armar las lesbianas y las que, por lo general, arman lxs heterosexuales. Huelgan los ejemplos de uno y otro lado. El asunto es el porqué. ¿Por qué en un caso al terminarse la pareja se termina también el vínculo humano, y en el otro tantas veces se transforma en un lazo de sororidad (hermandad femenina), es decir, en una alianza? Para Verónica, esta post-relación entre las chicas que se separan tiene origen en el tipo de experiencias compartidas durante el noviazgo y está en relación con el contexto social: “Creo que hay algo que nosotras vivimos y que tiene que ver con una entrega de cosas muy íntimas en relaciones que se dan en una determinada sociedad y en determinado contexto histórico. Tanto acompañamiento deja una impronta muy fuerte en el crecimiento de cada una. Y si se han vivido cosas muy intensas que tienen que ver, por ejemplo, con la visibilidad, queda un lazo fuerte. Es, por lo menos, mi caso. Me acuerdo de que en un Encuentro Nacional de Mujeres en Resistencia, Chaco, yo iba de la mano con quien era mi novia de entonces y llegando a la esquina había un hombre que nos empezó a seguir y que de pronto empujó a mi novia al piso. De golpe empezó una pelea de manos, el tipo nos trompeó. Y nadie saltó por nosotras. Toda la gente que estaba por ahí se fue y quedamos solas. Al otro día, en Las 12 conté esa experiencia. Hacer la nota y pensar en el alcance que podía tener, en cómo podía afectar a nuestro propio vínculo, porque era de gran exposición, me dejó una marca importante, de gran crecimiento, y generó mucha intensidad en aquella relación. Esas experiencias no se olvidan”. Para Soraya es también el contexto social y cultural el que impulsa, sin quererlo, a la “indestructibilidad” de estos vínculos: “Lo patriarcal habla de separación. Somos unos y otras. En cambio, nosotras estamos pensándonos una a una en el todo. Este sistema nos dejó en una situación de no privilegio y de estar en riesgo; entonces, ¿qué más que asociarnos de por vida con otras mujeres que nos aman y están en la misma condición? Es una alianza de supervivencia frente a un mundo hostil. Desde ese lugar es una solución a ese miedo de quedarte sola en un mundo duro con las mujeres”. Laura ve la cosa de otra manera: no está tan segura de que sea sencillamente la afectividad, la alianza amorosa, lo que liga entre sí a las mujeres, una vez pasado el vínculo de pareja: “Cuando empecé a circular por el ambiente, notaba que había muchas amistades entre ex y pensé que era una particularidad de la afectividad lesbiana; pero con el tiempo empecé a pensar que era producto de la endogamia más que de la afectividad. Con una de mis ex, por ejemplo, yo me relaciono porque circulo y estoy en lugares donde ella está. Compartir espacios hace que los vínculos se mantengan efectivos en el tiempo. Esto es algo que pensé un montón. Yo también conozco heterosexuales que mantienen vínculos sanos con sus ex y lesbianas que salieron con mujeres que no circulan por los mismos ámbitos y los vínculos se rompieron. Puede ser que, de todos modos, tendamos a mantener a las personas que queremos cerca. Pero yo no sé si es un rasgo específico”.
En el libro Desarticulaciones, de Silvia Molloy, la protagonista cuida de su ex pareja, enferma de Alzheimer, durante la etapa final de su vida. Lo que la liga es el cuidado de una memoria vincular que la otra perdió y que queda exclusivamente en sus manos para ser custodiada. Esa memoria es la de una construcción en el tiempo de la que este personaje no se ha podido ni querido separar, aun después de la ruptura acontecida años atrás. Mariela da cuenta de un caso similar, también lejos de ser una ficción: “Una tía mía que tiene más de setenta años, lesbiana también, fue la única en acompañar a su ex pareja en el hospital antes que se muriera. La agonía fue muy prolongada. Y lo hizo pese a que estaba muy enojada con ella y que hacía varios años que habían dejado de estar juntas”. En la opinión de Laura, vínculos de este estilo entre lesbianas son propios de las generaciones mayores: “Para mí hay algo que tiene que ver con lo generacional. Tal vez el feminismo, los grupos y el modo de sociabilidad que se armaba antes marcaron de algún modo las relaciones de las mujeres más grandes. Me parece que las más jóvenes hoy se relacionan de un modo mucho más heterosexual en su posibilidad de cortar, dejar de verse y pasar a algo nuevo. Yo vi cómo fue cambiando. Y de verdad creo que antes en el imaginario funcionaba más la cuestión del continuum lésbico de Rich, esta cosa de tratar de mantener, de decir ‘tenemos algo especial y diferente’. Ahora no estoy tan segura. Es algo que imaginariamente se empieza a necesitar menos. El sistema te normaliza y te normalizás en el modo de relaciones del ‘otro’”. Soraya coincide con Laura en que lo generacional hace la diferencia a la hora de relacionarse y también de separarse, y en que hay un mayor fluir tras el corte en las más jóvenes; pero, sin embargo, su observación dista bastante: “Conozco mujeres grandes que terminaron el vínculo y no se vieron más. Para mí tiene que ver con la manera de tomarse una relación. Porque aquellas mujeres que se relacionaron más a lo hétero, con otro grado de represión, les ocurrió que se separaron mal. Varios casos conozco. Las chicas jóvenes, en cambio, tienen otra liviandad. Van y vienen”. Si las lesbianas más jóvenes están gestando un nuevo paradigma vincular, cuyos cambios son tan imposibles de prever –si se seguirán llamándose a sí mismas lesbianas o si irán mutando cada vez más a una identidad queer, con todo lo que eso implica en las relaciones–, lo dirá el tiempo. Lo que es seguro es que hasta aquí se ha hecho un camino, se ha forjado una identidad grupal y, nos guste o no, se ha creado un colectivo de características muy reconocibles. Un colectivo con muchos, muchísimos asientos, claro. Donde cabemos todas.
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