Vie 22.03.2013
soy

CARTAS PASTORALES

Papa y papito

Adiós, querida

› Por Alejandro Modarelli

Le confieso que siempre me agradó su levedad amanerada y su interés en la alta costura, Santidad, esos raros zapatitos en punta, que ahora –ya renunciada– serán de feto de cabrito, cabrito abortado; su desfile de sombreros medievales, charros y tricornios. La solemnidad también es divertida, si se tiene estilo. No podía dejar de mirar esos finos dedos entrenados en el piano, las manos con las que saludaba con timidez desde el balcón metafísico de San Pedro. Es que la gloria en público irrita y ruboriza cuando uno se sueña invisible para el mundo (aunque saberse estrella cada tanto es motivo de contento). El Espíritu Santo ahora lo recompensará del mal trago de los medios y los saludos efusivos, que no eran para usted, Benedicto: la chusma acecha en toda multitud, sobre todo en la creyente.

Un gran teólogo, un intelectual de fuste, un exquisito; para otros muchos una loca obturada en el embudo de las tradiciones, a la que nunca le llegó el carnet de afiliación, y que supo mejor que nadie que hay compañeras de temer si se las deja sin correa. Susan (Tidad), decían unos amigos y me hacían reír, le confieso. Así somos las locas, las ateas pero también las clericales. Yo la entendí en seguida cuando advertía al mundo contra nuestras apetencias de derechos, el matrimonio indiferenciado y esas cosas. Había que cuidar esa institución humana hecha naturaleza para que no la dragueasen unos maricones que seguro –para colmo– se la tomarían demasiado en serio. Una adhesión exagerada a los rituales terminaría por revelar su absoluta artificialidad. Había que sacralizar los embriones humanos en una época en que a los nacidos los desheredan de todo progreso. Como dijo un melancólico judío que se suicidó en Port Bou escapando de los nazis, el capitalismo lleva a un estado de desesperación mundial por el que –precisamente– se espera.

Ahora mismo la veo caminando en una foto, Santidad, con anteojos de sol que le evitan a la degeneración macular el bochorno romano, revoleando con gracia los hábitos blancos, y al encuentro de ese chongazo secretario, el arzobispo Georg. Dígame si su compatriota no está bueno para galán de cine. Trae de su juventud, el Clooney germano-vaticano, las trazas anatómicas del deportista, algunos amoríos heterosexuales antes del sacro llamado, el carnet de aviador y el doctorado de la Universidad de Munich. ¡Qué rara avis, il bello Giorgio! No hay a quien deje de enamorar, hasta a Donatella Versace. El machorro polaco con Parkinson se lo perdió, seguro que para que no se piense sobre él nada impropio. Ahora, convertido a último momento en prefecto de la Casa Pontificia, Georg seguirá siendo la puerta de acceso a Su Santidad Emérita, la de Baviera. Convivientes –nutriéndose uno del otro– ambos, hasta que la muerte los separe. El docto esquiador y el frágil pianista teólogo revelan ante el mundo que la amistad particular es el fundamento clave de cohesión en las instituciones masculinas, la Iglesia y el Ejército. Que sexo individual deseado y frustrado entre sus miembros equivale a conservar la energía colectiva para el dominio.

La Europa liberal muere por tramposa, muere en su propia trampa. Cuando los dioses se fueron, dejaron sin embargo la divina anarquía del mercado, incluso el mercado de las sexualidades. Y no hay manera de regresarla, como un moderno timonel, a los buenos mares. La almibarada acuarela de castos cristianos recogiendo frutos del bosque para los señores que los protegen pertenecía a un mundo donde la eternidad era una experiencia de lo cotidiano. Ya lo dijo Georg en una entrevista: si Europa repudia sus raíces cristianas, se quedará sin alma. Hace bien usted en recluirse en el silencio ultraterreno. No tiene ya fuerzas para lidiar con las ruinas. Ningún símbolo de autoridad, ningún indicio en los ritos misteriosos y los modelos de indumentaria parece ya dar fruto en los cerebros secularizados de la prole occidental. Habrá que ver qué nos depara Francisco, amante del tango y el popular barrio de Flores. Adiós, querida. No vale la pena seguir echando sus collares de perlas a los chanchos.

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