Viernes, 12 de abril de 2013 | Hoy
TEATRO
Con una escenografía sin bambalinas y unos curas que no pueden con su deseo, la puesta de En su nombre, de Alberto Romero, dirigida por Emiliano Samar revela un mundo más contradictorio incluso que el que desnudaron los vatichismes.
Por Paula Jiménez España
Cuando en el año 2009 Alberto Romero comenzó a escribir la impecable dramaturgia de En su nombre, el asunto no ardía como hoy. Y el punto es ése, por supuesto: el ardor. Del cual no se libra el Vaticano ni la pieza de Alberto Romero dirigida por Emiliano Samar, cuya coincidencia con la realidad no es casualidad sino purísimo reflejo. Cuando Romero comenzó a escribirla todavía faltaban tres años para que el escandaloso y abultado informe –casi 300 páginas de vatichismes– entregado secretamente por un trío de cardenales al otrora papa Benedicto XVI fuera ofrendado por el mayordomo papal a los medios. Asociado –dicen las malas lenguas– a la renuncia indeclinable del ex Sumo, estos documentos revelarían la existencia dentro de la Iglesia Católica de un “lobby gay” o de una “red homosexual”. Pero, en este caso, ¿de qué habla la prensa cuando habla de “red”?, ¿de una mafia relacionada con la prostitución?, ¿de una media de red? El escándalo que en 2010 dejó al mundo boquiabierto –bueno, tal vez gran parte del mundo no se asombró tanto– puso en el ojo del huracán a Chinedu Thomas Eheim, un nigeriano miembro del santo coro de la Basílica de San Pedro, acusado de dirigir el negocio redondísimo del trabajo sexual dentro de la Iglesia. Y si bien éste no es el tema que, estrictamente, En su nombre trata, sí lo es la mercancía que les da de comer tanto a los psicoanalistas como a los cafiolos como Eheim: el deseo de los otros, su represión, el entramado de corrupción y poder que suele rodear a lo prohibido. “¿Qué hago con el deseo?”, se pregunta uno de los personajes de En su nombre que en el mismo monólogo termina confesando que su familia no hubiera aceptado nunca su identidad sexual y por eso se metió a cura. Pero la pieza de Romero no se restringe a una sola pata de la diversidad. Otro de los personajes es un sacerdote padre de familia que mantiene vivísimo el deseo por la misma mujer con la que ya lleva cogiendo casi veinte años (no cabe duda de que en estrategias así radicaría la solución al desgaste del deseo. Pero lo malo es que no vivirlo como Dios manda, parafraseando al poeta William Blake, engendra peste). Así en la tierra como en el teatro: ¿qué tal si, freudianamente hablando, todo el drama se resumiera en unos cuantos Edipos mal resueltos que dejan a estos muchachos la vida entera pendientes del fruto que no deben morder? Pero es un poco más complicado que la neurosis: sospechas de robos, destituciones y Dios sabrá cuántas cosas más condimentan la ficción y la realidad también. “En 50 años hemos aprendido que la fragilidad humana está presente también en la Iglesia”, dijo Benedicto XVI en octubre de 2012 durante la conmemoración de Juan XXIII, el llamado Papa bueno. Perdón, pero, ¿por qué la fragilidad humana no estaría dentro de la Iglesia también, como lo está en el Registro Civil de la calle Uruguay o en la Municipalidad de General Alvarado? Quizá porque ese canto elevado de los salmos hace pensar en que los curas y las monjas tienen almas etéreas, son ángeles sin espalda, sin culo, sin pezones y sin pubis. Es precisamente con música celestial como, en la divina voz del mismísimo Alberto Romero, comienza esta obra. La letra del salmo entonado por este actor y dramaturgo dice algo así como que si tienes a Jesús adentro tuyo ya nada puede faltarte, sólo él. Claro: si es lo único que tienes, es también lo único que te puede faltar. Pero las cosas únicas aterran, dijo la poeta Claudia Masin y no sólo se refería a las religiones monolíticas. El poder es lo que aterra, una vida sin bemoles, bajo el absoluto imperativo de lo sagrado, en la que si algo está demonizado es el derecho a vivir en la diversidad y tomar las riendas del propio destino. No olvidemos, por ejemplo, que en su último mensaje navideño el señor Ratzinger aseguró que gays y lesbianas (las personas trans, bisexuales e intersex se salvaron del reto) destruimos “la esencia misma de la criatura humana”. Los personajes de En su nombre, quienes, en pos de invisibilizar su sexualidad y sus amores, son capaces de meter la mano en la lata, tranzar puestos políticos con su peor enemigo, o esconder un cuchillo con el que una hija se les quiso suicidar. Zarpados. Claro que este conflicto teatral no sería tal si no existiera un personaje como el del inocente padre Pablo, que termina poniendo en jaque, al menos por un rato, el habitual funcionamiento de sus compañeros dentro de la parroquia. Después este joven cura, impotente ante la propia contradicción entre el deseo y la vocación religiosa y escandalizado por lo que no puede evitar presenciar, abandona finalmente sus hábitos. Chin pun. Pero chin pun nada, porque ésta puede ser una resolución dramática pero nunca una resolución en la vida. El pretendido celibato de este personaje (otro gay reprimido, pero peor porque hasta se enoja con el que lo seduce) es una utopía sin lugar dentro de la institución fundada por Simón Pedro. En otras palabras: la pieza de Samar demuestra cómo quedaría entre la espada y la pared todo aquel que pretendiera formar parte de la Iglesia actual sin aceptar las reglas del juego, a saber: la falsedad, la hipocresía. Será por eso que Samar eligió una escenografía sin bambalinas donde todo el tiempo se expone el accionar de los personajes, incluso de los que ya no participan activamente de la escena. Que no hay dónde ocultarse vendría a ser el mensaje implícito de En su nombre. Que no hay, nunca hubo, manera de zafar.
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