Viernes, 19 de abril de 2013 | Hoy
Por JeanPierre Joecker, M. Overd y Alain Sanzio, 1982.
El libro de K. J. Dover, Homosexualidad griega, presenta la homosexualidad en la antigua Grecia bajo una nueva luz.
–Lo más importante en ese libro es, me parece, que Dover muestra que nuestro recorte de las conductas sexuales entre homosexualidad y heterosexualidad no es en absoluto pertinente para los griegos y los romanos. Esto significa dos cosas: por un lado, que ellos no tenían la noción, el concepto de homosexualidad, y por otro, que no tenían la experiencia. Una persona que se acostaba con otra del mismo sexo no se vivía como homosexual. Eso me parece fundamental.
Cuando un hombre hacía el amor con un muchacho, la división moral pasaba por las preguntas: ¿este hombre es activo o pasivo, y hace el amor con un muchacho imberbe –la aparición de la barba definía una edad límite– o no? La combinación de esas dos clases de división instaura un perfil muy complejo de moralidad e inmoralidad. En consecuencia, no tiene ningún sentido decir que los griegos toleraban la homosexualidad. La complejidad de la relación entre hombres y muchachos estaba muy codificada. Se trataba de comportamientos de huida y protección en los segundos, y de persecución y cortejo en los primeros. Existía, pues, toda una civilización de la pederastia, del amor hombre-muchacho, que entrañaba, como siempre ocurre cuando hay una codificación de ese tipo, la valorización o la desvalorización de ciertas conductas. (...) Querría agregar algo que no está en Dover y que se me ocurrió el año pasado.
Hay toda una discusión teórica sobre el amor a los muchachos en Grecia. Lo que me impresionó mucho en esta serie de textos teóricos es que para un griego o un romano es muy difícil aceptar la idea de que un muchacho, que se verá en la obligación –por haber nacido en una gran familia– de ejercer responsabilidades familiares y sociales y un poder sobre los otros –senador en Roma, político orador en Grecia—, de que ese muchacho ha sido pasivo en su relación con un hombre. Es una especie de cosa impensable en el juego de los valores morales, que tampoco puede asimilarse a una prohibición. Que un hombre persiga a un muchacho no es algo criticable, y que ese muchacho sea un esclavo, sobre todo en Roma, no puede más que ser natural. Como decía un refrán: “Para un esclavo, dejarse dar por el culo es una necesidad; para un hombre libre es una vergüenza, y para un liberto, un servicio prestado”. En contraste, por lo tanto, es inmoral para un joven libre dejarse dar por el culo; en ese contexto puede comprenderse la ley que prohíbe a los ex prostitutos ejercer cargos políticos. Se llamaba “prostituto” no a quien hacía la calle, sino a quien había sido mantenido sucesivamente y a la vista de todos por personas distintas; el hecho de que hubiera sido pasivo, objeto de placer, volvía inadmisible la posibilidad de que ejerciera autoridad alguna. Ese es el punto contra el cual siempre tropiezan los textos teóricos. Para ellos se trata de construir un discurso que consista en probar que el único amor verdadero debe excluir las relaciones sexuales con un muchacho y consagrarse a las relaciones afectivas pedagógicas de cuasi paternidad. Esta es, de hecho, una manera de hacer aceptable una práctica amorosa entre hombre libre y muchacho libre, a la vez que se niega y se traspone lo que ocurre en la realidad. En consecuencia, la existencia de esos discursos no debe interpretarse como el signo de una tolerancia de la homosexualidad, tanto en la práctica como en el pensamiento, sino más bien como el signo de una turbación; si se habla de ella es porque constituye un problema, pues hay que recordar el siguiente principio: el hecho de que en una sociedad se hable de algo no significa que se lo admita. Para explicar un discurso no hay que examinar la realidad presuntamente reflejada por él, sino la del problema que hace que uno esté obligado a hablar de ello. La obligación de hablar de esas relaciones entre hombres y muchachos –cuando se habla mucho menos de las relaciones matrimoniales con las mujeres– obedece a que moralmente era mucho más difícil aceptarlas.
Era difícil aceptarlas moralmente y, sin embargo, en la práctica toda la sociedad griega se funda en esas relaciones pederásticas, digamos pedagógicas en sentido lato. ¿No hay en ello una ambigüedad?
–En efecto, he simplificado un poco. Lo que hay que tener en cuenta en el análisis de esos fenómenos es la existencia de una sociedad monosexual, porque hay una separación muy clara entre los hombres y las mujeres. Había sin duda relaciones muy densas entre mujeres, pero las conocemos mal porque no existe prácticamente ningún texto teórico, reflexivo, escrito por mujeres, sobre el amor y la sexualidad antiguos.
Podríamos hablar tal vez del libro de John Boswell, Christianity, Social Tolerance, and Homosexuality.
–Es un libro interesante, porque reitera cuestiones conocidas y presenta algunas nuevas. Cuestiones conocidas y que desarrolla: lo que llamamos moral sexual cristiana, e incluso judeocristiana, es un mito. Basta con consultar los documentos: esa famosa moral que localiza las relaciones sexuales en el matrimonio, que condena el adulterio y cualquier conducta no procreadora y no matrimonial, se construyó mucho antes del cristianismo. (...) Hasta el siglo IV, el cristianismo retoma el mismo tipo de moral, y se limita a apretar las tuercas. Los nuevos problemas van a plantearse, en mi opinión, con el desarrollo del monacato, justamente a partir del siglo IV. Surge entonces la exigencia de la virginidad. En los textos ascéticos cristianos se insistía antes en el problema del ayuno, no comer demasiado, no pensar demasiado en comer; poco a poco se desarrolla una obsesión por las imágenes de concupiscencia, las imágenes libidinosas. Tenemos entonces cierto tipo de experiencia, de relación con los deseos y el sexo que es bastante nueva. Me parece indudable que la gran condena de la homosexualidad propiamente dicha data de la Edad Media, entre los siglos VIII y XII. Boswell menciona claramente el siglo XII, pero la situación ya se esboza en unos cuantos textos de penitenciales de los siglos VIII y IX. Sea como fuere, es preciso deshacer por completo la imagen de una moral judeocristiana y darse cuenta de que esos elementos se introdujeron en diferentes épocas en torno de algunas prácticas e instituciones que pasaban de determinados medios a otros.
Para volver a Boswell, lo que me parece sorprendente es que haya hablado de una subcultura gay en el siglo XII, uno de cuyos representantes sería el monje Elredo de Rieval.
–En efecto, ya en la Antigüedad hay una cultura pederástica cuyo debilitamiento vemos en la contracción de la relación hombre-muchacho, a partir del Imperio Romano. Un diálogo de Plutarco da cuenta de esa transformación: todos los valores modernos se ponen del lado de la mujer de más edad que el muchacho, y lo que se valoriza es su relación. Cuando dos aficionados a los mozos se presentan, se los ridiculiza un poco y son notoriamente los menospreciados de esta historia; ya no aparecen, además, al final del diálogo. Así se contrajo la cultura pederástica. Pero, por otra parte, no hay que olvidar que el monacato cristiano se presentó como la continuación de la filosofía; estábamos, pues, frente a una sociedad monosexual. Como las muy elevadas exigencias del primer monacato se moderaron con mucha rapidez, y si se admite que a partir de la Edad Media los monasterios eran los únicos depositarios de la cultura, tenemos reunidos todos los elementos que explicarían por qué se puede hablar de subcultura gay. A ellos hay que agregar el de la guía espiritual, y por lo tanto de la amistad, la relación afectiva intensa entre viejos y jóvenes monjes considerada como posibilidad de salvación; había en ese aspecto una forma predeterminada en la Antigüedad, que era la del tipo platónico. Si se admite que hasta el siglo XII el platonismo constituye la base de la cultura para esta elite eclesiástica y monacal, creo que el fenómeno se explica.
Yo había creído comprender que Boswell postulaba la existencia de una homosexualidad consciente.
–Su idea es la siguiente: si hay hombres que tienen relaciones sexuales entre sí, sean un adulto y un joven, sean en el marco de la ciudad o del monasterio, no es sólo porque los otros toleran tal o cual forma de acto sexual; hay forzosamente implicada una cultura, es decir, modos de expresión, valorizaciones, etc., y por ende el reconocimiento, por parte de los propios sujetos, de lo que esas relaciones tienen de específico. Se puede admitir esta idea, en efecto, en cuanto no se trata de una categoría sexual o antropológica constante, sino de un fenómeno cultural que se transforma en el tiempo sin dejar de mantenerse en su formulación general: relación entre individuos del mismo sexo que entraña un modo de vida en el que está presente la conciencia de ser singular entre los otros. En el fondo, ése es también un aspecto de la monosexualidad. Habría que ver si, por el lado de las mujeres, no puede imaginarse una hipótesis equivalente que implique categorías de mujeres muy variadas, una subcultura femenina en la que el hecho de ser mujer suponga la existencia de posibilidades de relación con las otras mujeres que no son dadas a los hombres, claro está, y ni siquiera a las demás mujeres. Me parece que en torno de Safo y de su mito hubo esta forma de subcultura.
En La voluntad de saber usted analiza la discursivización del sexo, proliferante en la época moderna, y donde la homosexualidad parece estar ausente, al menos hasta alrededor de 1850.
–Me gustaría llegar a comprender cómo ciertos comportamientos sexuales se convierten en un momento dado en problemas y dan lugar a análisis que constituyen objetos de saber. Lo interesante no es tanto una historia social de los comportamientos sexuales, una psicología histórica de las actitudes con respecto a la sexualidad, como una historia de la problematización de dichos comportamientos. Hay dos edades de oro de la problematización de la homosexualidad como monosexualidad, es decir, de las relaciones entre hombres y hombres, y hombres y muchachos. La primera es la del período griego, helenístico, que termina a grandes rasgos durante el Imperio Romano. Mi hipótesis es –aunque sea una práctica corriente– que, si hablaron mucho de eso, es porque constituía un problema.
En las sociedades europeas la problematización fue mucho más institucional que verbal: desde el siglo XVII se aplicó un conjunto de medidas, persecuciones y condenas contra aquellos a quienes todavía no se llamaban homosexuales sino sodomitas. Es una historia muy complicada, y diría que es una historia en tres tiempos.
Desde la Edad Media existía una ley contra la sodomía que se sancionaba con la pena de muerte, y cuya aplicación –lamentable, es verdad– fue muy limitada. Habría que estudiar la economía de este problema, la existencia de la ley, el marco en el cual se aplicó y las razones por las que sólo se aplicó en cada caso. El segundo nivel es la práctica policial contra la homosexualidad, muy clara en Francia a mediados del siglo XVII, una época en que las ciudades son un hecho real y concreto, cuando está vigente cierto tipo de zonificación policial y, por ejemplo, se señala la detención relativamente masiva de homosexuales en lugares como los jardines del Luxemburgo, Saint-Germain-des-Pres o el Palais Royal. Se observan así decenas de arrestos, se apuntan los nombres, se detiene a la gente durante algunos días o sencillamente se la suelta. Algunos pueden “quedar a la sombra” sin proceso. Se instala todo un sistema de trampas y amenazas con soplones, polizontes, todo un mundillo cuya presencia se advierte muy pronto, ya en los siglos XVII y XVIII. Los expedientes de la biblioteca del Arsenal son muy elocuentes: los arrestados son obreros, curas, militares, así como miembros de la pequeña nobleza. La situación se inscribe en el marco de una vigilancia y una organización de un mundo prostitucional de mujeres livianas –mantenidas, bailarinas, actrices de mala muerte—, en pleno desarrollo durante el siglo XVIII. Pero me parece que la vigilancia de la homosexualidad comenzó un poco antes.
La tercera y última etapa es, por supuesto, la entrada ruidosa, a mediados del siglo XIX, de la homosexualidad al campo de la reflexión médica. Una entrada que se había hecho con discreción a lo largo del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX.
Un fenómeno social de gran escala, mucho más complicado que una simple invención de médicos.
¿Cree usted, por ejemplo, que los trabajos médicos de Hirschfeld a comienzos del siglo XX y sus clasificaciones encerraron a los homosexuales?
–Esas categorías sirvieron, en efecto, para patologizar la homosexualidad, pero eran igualmente categorías de defensa, en nombre de las cuales podían reivindicarse derechos. El problema sigue siendo de mucha actualidad: entre la afirmación “soy homosexual” y la negativa a decirlo hay toda una dialéctica muy ambigua. Es una afirmación necesaria, porque es la afirmación de un derecho, pero al mismo tiempo es la jaula, la trampa. Algún día, la pregunta “¿es usted homosexual?” será tan natural como la pregunta “¿es usted soltero?”. Pero, después de todo, ¿por qué suscribiríamos la obligación de decir esa elección? No podemos jamás estabilizarnos en una posición; hay que definir, según los momentos, el uso que le damos.
En una entrevista concedida a la revista Gai Pied, usted dice que es preciso “obstinarse en ser homosexual”, y al final habla de “relaciones variadas, polimorfas”. ¿No es contradictorio?
–Quería decir “es preciso obstinarse en ser gay”, situarse en una dimensión donde las elecciones sexuales que uno hace están presentes y tienen efectos sobre la totalidad de nuestra vida. También quería decir que esas elecciones sexuales deben ser al mismo tiempo creadoras de modos de vida. Ser gay significa que esas elecciones se difunden a través de toda la vida, y es también una manera determinada de rechazar los modos de vida propuestos, hacer de la elección sexual el operador de un cambio de existencia. No ser gay es decir: “¿Cómo voy a poder limitar los efectos de mi elección sexual de tal manera que mi vida no cambie en nada?”.
Diré que uno tiene que usar su sexualidad para descubrir, inventar nuevas relaciones. Ser gay es ser en devenir y, para responder a su pregunta, agregaría que no hay que ser homosexual sino empeñarse en ser gay.
¿Por eso afirma que “la homosexualidad no es una forma de deseo, sino algo deseable”?
–Sí, y creo que se trata del punto central de la cuestión. Interrogarnos sobre nuestra relación con la homosexualidad es desear un mundo donde esas relaciones sean posibles, más que tener simplemente el deseo de una relación sexual con una persona del mismo sexo, aunque esto sea importante.
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