Viernes, 19 de abril de 2013 | Hoy
A LA VISTA
Políticas comparadas: dos países regulan el matrimonio igualitario, pero eso no quiere decir que sean iguales, ni mucho menos.
Por Alejandro Modarelli
El prejuicio, que carece del don del vaticinio, es el primero y el último en asombrarse. La revista parisina Tetû señala cómo países considerados del Tercer (o cuarto) Mundo, ayer Argentina, estos días Uruguay, dejan en ridículo cívico a la tierra originaria de los derechos del hombre –¿pero la cultura francesa no era la cultura universal; el ciudadano francés no era El Ciudadano?– y se le adelantan silbando bajito en el reconocimiento del matrimonio igualitario y las leyes de identidad de género.
No obstante, el gobierno socialista del presidente Hollande, en un movimiento de tocata y fuga, se empecina en cumplir (al menos) con una de sus promesas de campaña, marriage pour tous, y acelera los tiempos parlamentarios de una ley que lo permita. Los opositores, en un número que mete miedo y que supera el promedio de los clásicos combatientes de la Iglesia –hay de todo y de todas las edades– se convocan bajo el nombre revoltoso de “Primavera francesa”, aunque la dictadura a derrotar no sea como en el norte de Africa la de un émulo de Mubarak o Ben Ali sino las banderas de cierto progresismo liberal que creen poco reflexivo, y medio antifrancés.
La consigna “Hollande, no toques el matrimonio. Ocupate del desempleo” sobresale, y traduce el momento político: si Europa se traiciona a sí misma entrampada en los goces obscenos del neoliberalismo, no vayamos ahora a sumarle al cataclismo la confusión de los sexos. Desde el célebre Hospital de La Salpetrière, el psicoanalista Christian Flavigny alerta contra el daño que se inflige al narcisismo en un niño adoptado, por ejemplo, por dos madres. Ni qué hablar de la declinación del orden simbólico, es decir la Ley del Padre, en un país donde el ordenamiento jurídico (cultural) es patrilineal, y cuando los adolescentes chiflados de banlieu (el conurbano parisino en lengua refinada) se la pasan quemando autos, según la ex candidata ex esposa Ségolène Royal, es porque esos inmigrantes no tienen una estructura familiar que los haga tan adultos como los franceses.
Con la extrema derecha de los Le Pen como posibilidad de gobierno –el Frente Nacional ya anduvo disputando en segunda vuelta– y con este movimiento masivo de indignados contra el matrimonio igualitario, Francia parece abandonar para siempre el papel de celestina de la Razón y la Historia. Mediante la escenificación impensada de semejante resistencia contra los derechos de gays, lesbianas y trans a constituir por ley una familia como cualquier otra (es decir, el derecho subversivo a participar de la norma), París cambia, también, de plaza simbólica de la rebelión popular. De la Bastilla retrocede estos días indignada en cuatro patas a ocupar la plaza de L’Etoile, donde un pueblo asustado por la crisis reclama un papá y una mamá para cada niño (francés), mientras que se alivia cuando el Estado endurece las leyes de la inmigración: a la mierda con la reagrupación familiar de los macacos del Tercer Mundo que aspiran a traer su patria menor –mujer, hijos, padres– a Francia. El bendito ordre symbolique, todo niño se vuelve ciudadano bajo la tutela de la familia heterosexual, es la fe sobre la cual se sostiene la cultura laica francesa (ojo que el colectivo antimatrimonio igualitario no es exclusivo de los cristianos, ni mucho menos), pero ese resguardo pro infancia no es extensible al pendejerío migrante que peleará apenas crezca en las banlieus por su derecho a la plegaria callejera y el chador.
Los batallantes del conservadurismo saben que es preciso aprender a cagarse de risa antes que haya que cagarse a tiros. Y los medios prestan felices las caras que se les mendiga, si la cosa promete multitudes. La más famosa de las líderes de la plaza antimatrimonio de L’Etoile es una cómica popular que usa el seudónimo de Frigide Barjot. Muy presente en la televisión, juega con el nombre de una tradición del cine francés. La broma del nombre, sin embargo, tiene sin buscarlo su trasfondo de verdad. Brigitte Bardot, que acaba de cumplir 79 años, se convirtió en un referente del Frente Nacional de los Le Pen. Su xenofobia, que aprendió a cruzar con su activismo por el derecho de los animales, tuvo en su contra alguna consecuencia legal en el pasado reciente. En el Código Bardot, el derecho de un cordero es mayor que el del musulmán, aunque paradójicamente un amante de las corridas de toro como el evasor Depardieu le merece también tanta compasión como el toro. Y en el universo equivalente de la Barjot, los homosexuales son inferiores a los heterosexuales, y no hay que permitirles la crianza de hijos.
Después de la jornada de violencia del 24 de marzo último, donde policía y resistencia homófoba se enfrentan en las calles de París, un forista escribe en un diario parisino: “Qué suerte que nací en Uruguay”. No puedo evitar decirlo, aunque suene medio Barjot: en estas horas cruciales en que el capitalismo europeo crea islas de miseria, es necesario que Francia evolucione hacia Uruguay.
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