Viernes, 17 de mayo de 2013 | Hoy
En el marco de un arduo debate sobre el matrimonio civil y con una ley de identidad de género muy lejana en Chile, el embarazo y el parto de un hombre trans descalabran los argumentos de una heterosexualidad obligatoria sostenida a fuerza de reglas perimidas y dolorosas.
Por Juan Pablo Sutherland
“En la habitación n° 22 de una clínica al norte de Chile, en la turística ciudad de Arica, nació un niño de un hombre transexual, que cambió legalmente su nombre de mujer a hombre, pero que no se intervino quirúrgicamente para cambiar su sexo”, así fue como los medios chilenos, con más o menos conocimiento del tema, informaron de la noticia que hizo tambalear las ideas comunes de lo que se entiende por las categorías de “hombre”, “mujer” y “familia” en la sociedad chilena. La noticia cruzó el país para ser informada en medios internacionales. Se dio a conocer inicialmente en un reportaje realizado por un canal de televisión chileno, Megavisión, medio con una marcada línea editorial de derecha.
Los padres del niño no quisieron aparecer en las cámaras ni revelar datos personales, a fin de proteger su privacidad y, así, no ser agobiados por la curiosidad pública. Sin embargo, uno de ellos manifestó: “Sabemos que marca un hito, un precedente, pero a nosotros no nos ha cambiado la vida absolutamente en nada”.
El embarazo de un hombre transexual y el nacimiento de su hijo acompañado de su pareja en Arica marca un hito fundamental, como uno de ellos comenta. El acontecimiento irrumpe en medio del debate que hoy se presenta en Chile sobre conceptualizaciones de convivencia de vida en parejas (Acuerdo de Vida en Pareja, AVP) y el matrimonio igualitario. La UDI, partido de la coalición gobernante en Chile, de la misma raíz ideológica del Opus Dei, propuso una reforma constitucional para asegurar que “un menor sólo puede tener por padres a un hombre y a una mujer”. Impresiona el desconocimiento y el pánico heterosexual normativo de la UDI por asegurar familias con la matriz de la heterosexualidad obligatoria. La sociedad chilena, como todas las sociedades actuales, sabe bien que las construcciones familiares distan mucho de esa representación autoritaria que los poderes quieren imponer. A propósito de ese mismo debate, el año pasado fuimos testigos del acto reparatorio que tuvo que realizar el Estado chileno, obligado por la Corte Interamericana de DD.HH. en el caso de la jueza Karen Atala y la discriminación que vivió ella, su pareja en ese momento y sus hijas. Acto que hizo justicia respecto de la legitimidad de dos mujeres lesbianas para vivir con sus hijas. Sin duda el horizonte se problematiza una vez más con las diversas formas de hacer familias, convivencias múltiples de vivir los afectos y sexualidades de muchos grupos de la sociedad.
El embarazo de un hombre transexual y el respeto por sus derechos reproductivos pone en la palestra un debate central sobre el respeto a las personas transexuales y los contextos de violencia de género que han tenido que vivir. En este caso, el joven transexual puso una constancia en el juzgado para dejar evidenciada su situación, a sugerencia de dos abogados consultados por la pareja. Quizá también para asegurar cierta protección en su embarazo y evitar posibles acciones externas.
Andrés Rivera, presidente de la Organización de Transexuales por la Dignidad de diversidad OTD, es enfático en señalar el torturante proceso que tienen que vivir las personas transexuales para llegar a un mínimo reconocimiento de una narrativa corporal sesgada y dicotómica: “Tengo que demostrar que hace 5 años vivo como Andrés, en una sociedad machista, en un sistema educacional que no respeta la identidad de género. Luego tengo que tener un certificado psicológico, una certificación psiquiátrica que diga que soy trans, un tratamiento hormonal, hacerme una mastectomía (sacarme las glándulas mamarias), la histerectomía (sacarme los ovarios) o sea, quedar estéril... en mi caso, logré demostrar que psicológicamente era hombre, no me hice la operación de la readecuación sexual, o sea no tengo pene sino vagina...”.
Un sistema medicalizado, torturante y de vigilancia estatal son los contextos que viven las personas transexuales. En Chile no hay ley de identidad de género y recién este año una comisión del Senado ha dado luz verde para la discusión de los proyectos presentados en el Congreso para legislar respecto de la regulación de las convivencias que incluirán a personas del mismo sexo, un paso inicial —dicen algunos— para llegar al matrimonio igualitario. El debate al que se enfrentan hoy los movimientos de diversidad y de disidencia sexual va más allá de una legitimidad respecto de la igualdad de derechos, exhibe una discusión que podría catalogarse como la madre de todas las batallas: el reconocimiento de todas las formas de vivir como familias diversas, reconocimiento integrador, no discriminatorio ni heterocentrado. Reconocimiento que está en la base de cómo pensamos una sociedad democrática. Judith Butler hacía una interesante pregunta en un texto muy conocido respecto de si el parentesco es de antemano heterosexual. En esa lógica, la dimensión cultural de la batalla que libran diferentes comunidades frente a las sociedades hegemónicas es un elemento que no debemos dejar de lado. La pregunta de Butler es pertinente para cuestionar las bases mismas de las sociedades donde vivimos, la heterosexualidad impuesta, condicionada y naturalizada culturalmente.
La diputada UDI, Mónica Zalaquet, señalaba eufóricamente que “los niños y niñas son concebidos por hombres y mujeres”, énfasis que a estas alturas pone de manifiesto la pérdida de sentido y el poder de convicción que la institucionalidad requiere reafirmar constantemente. Lo paradójico del contexto chileno ha sido que los acontecimientos y la vida social rebasan las bases de esas institucionalidades. El caso de una pareja lésbica que durante este año acudió al registro civil para exigir el reconocimiento jurídico del rol de madre de los dos hijos de su pareja —una de ellas había sido madre por fertilización asistida— vuelve a cuestionar las bases del sistema. La situación planteada por Alexandra Benado y Alexandra Gallo interroga los modelos tradicionales de lo que la sociedad entiende como “madres” o “padres” legítimos y socialmente aceptados.
El nacimiento de un niño de un hombre transexual expresa la libertad y autonomía que deberían tener todas las personas, o todos los cuerpos que no pasan por el régimen de legibilidad social que el propio sistema impone. Cuerpos donde el guión social se enfrenta a territorios resignificados, masculinidades femeninas, transexualidades masculinas o femeninas, o construcciones variadas de la identidad de género y de orientaciones sexuales que no gozan del estatus normativo hegemónico; intersexualidades que desafían las políticas de regulación que el poder requiere para construir una narrativa legible de los cuerpos.
Finalmente, queda mucho todavía por interrogar, no sólo respecto de las exigencias jurídicas o las posibles legitimidades exigidas al Estado, quizá la pregunta posible sea ¿cómo hacemos visibles las ficciones reguladoras de los cuerpos y las biografías de personas que nunca han sido parte del sistema o han sido borradas por una gramática universal de los cuerpos en la sociedad heterocentrada en que vivimos? La respuesta se escribe en comunidad cuando sólo se tiene la capacidad de reconocer las diferencias fuera de la normatividad acostumbrada del poder.
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