Viernes, 7 de junio de 2013 | Hoy
Ernesto Camilli, maestro, poeta y pedagogo, es el autor de El sol albañil, un libro de lectura pionero que conectó gramática con imaginación en las aulas argentinas de los años sesenta. También es autor de Tachero de mi vida (Aventuras sexuales por la ciudad) (Eloísa Cartonera, 2010), colección de poemas zafados que supo conectar cuerpos desnudos y generosas braguetas con versificaciones y metáforas clásicas. La esposa a la que amó como a nadie, las rivales con las que se disputó el amor de su hombre, los mensajes encriptados en sus libros infantiles y el erotismo blasfemo aparecen en esta conversación como secretos nunca guardados sobre vida y obra.
Por María Moreno
”¿La militancia gay? A veces no me gusta la ortodoxia con que tratan las cosas. La solemnidad. La cosa tiene que ser más juguetona, porque para solemnes tenemos al Papa y a Máxima. Son los personajes argentinos más increíbles de este mundo. No creo que ningún otro país pueda producir esos mamarrachos como lo hace la Argentina. En eso somos absolutamente pioneros”, dice un apolo de ochenta años, intacto en su belleza longilínea, de boca ávida y melena mayo del ’68: el profesor Ernesto Camilli está actualizado sobre el papelón argentino. Maestro en los cuatro puntos cardinales del país, inventor de un método para redactar que lo hizo famoso en la época en que las definiciones y los dictados sin prosapia literaria solía alejar a alumnos primarios y secundarios del amor a la lectura, gay que no se caratula o prefiere definirse como “puto”, sigue siendo el conversador burlón y deslenguado que era cuando su libro El sol albañil fue el best-seller de las aulas despertadas del “mi mamá me mima” y “Teresa amasa la masa”.
¿Maradona?
—Lo pongo en la serie, pero Francisco se lleva las palmas. Con eso de que el matrimonio gay es el demonio. Te imaginás que es un disparate tal que te divierte como cualquier idea de la gorda Carrió. Lo más increíble es que la gente se los toma en serio y esté orgullosa de que sean argentinos. Yo también estoy orgulloso de que sean argentinos, porque circo más grande no pudo producir, como te decía, ningún lugar del mundo. Hasta los Castro son más convencionales.
El método Camilli ayudaba a analizar textos usando el Platero y yo de Juan Ramón Jiménez como archivo del español, y cazando entre sus figuras los elementos fundamentales de la lengua en acción poética para abrirlos a infinitas posibilidades. Un día, por ejemplo, el maestro podía dar a leer La Balada de Doña Rata, de Conrado Nalé Roxlo, esa que empezaba “Doña Rata salió de paseo/por los prados que esmalta el estío,/son sus ojos tan viejos, tan viejos,/que no puede encontrar el camino”. El método Camilli propone empezar: “El autor dice que Doña Rata conversa con las ranas y con los gnomos. ¿A ustedes qué les parece? ¿Con quiénes más podría conversar Doña Rata?”. Luego sugiere un capítulo de Platero y yo para ir a encontrar las palabras “cumbre”, “ocaso”, “cristales”. La respuesta viene servida. El método se usará para adjetivos, adverbios, verbos. Camilli describió sencillamente su invento en Los nombres de las cosas, ensayos sobre la enseñanza de la redacción que publicó editorial Kapelusz en 1962 y que reeditó ahora Lugar editorial. También escribió Las casas del viento, otro libro de lectura que junto a El sol albañil inicia en la aventura de escribir sin límites de asociaciones verbales coloridas y audaces, en contra de esa economía puritana que Borges impuso como modelo, y de todo realismo ramplón. Lo que los lectores grandes y chicos no saben es que, en esos libros llenos de ilustraciones figurativas de colores chillones, cada historia tiene un secreto, que Camilli les ha ido inoculando por debajo su autobiografía pasional, que “las monas tejedoras” son sus amigas gay, que el “Osito Batata” es su amante tachero, que la “Zorra ladina” es su rival amorosa. Cuando Camilli me lee esos versos en voz alta con tono de Jacinta Pichimahuida va acotando entre paréntesis quién es quién en la realidad de su agitada vida sentimental. Doy un ejemplo (aprovecho que la entrevista es a un pedagogo):
“¿Quién conoce a las dos viejas monas que charlan y charlan y que son tejedoras?/La más joven viaja en subterráneo y se compra perfumes de París/y se devora cien tortas de frutillas (era una gorda chancha) y ríe a los jazmines con anís.(...) (Esta era mi amiga, ahora la hermana mayor)”.
Si gays y lesbianas de todas las épocas han contado sus amores a través de textos de género ambiguo, cambiando el género del destinatario, o permaneciendo anónimos, Camilli tuvo el ingenio de hablar de su deseo y esconder el secreto en los intachables y frígidos libros de lectura para niños.
Camilli sabe escribir sin deslices eróticos versos donde los osos se diploman en ortografía, el burrito Jeremías llora durante todo el día, Lorinindo quiere ir al cine y Bentevea hacia la escuela. Pero con asueto de las aulas argentinas ha escrito una obra para adultos en la que puso todas las riquezas de su amada lengua castellana al servicio del canto a musas de piernas peludas e hipnótica bragueta entre cuyo ramo callejero reina un taxista de Lanús que suele bajar la banderita ante su casa de la calle Campichuelo y se queda hasta que él se duerma o componga un soneto.
Tachero de mi vida fue publicado por Eloísa cartonera en 2010 junto con Eccinoccio Homo y El carnaval del sida, las obras completas de Camilli en honor al “cuerpo de varón, trisagio impenitente”.
—Lo que me generó Tachero de mi vida fue una película con Joseph Cotten y Joan Fontaine: September Affair. ¡Ay Dios, qué película! Me quedé tan loco que a los veinte años me embarqué a Italia para ver los lugares en donde sucedía el romance de Joan Fontaine y Joseph Cotten. Ella era una pianista soltera llamada Manina Stuart y él un industrial casado: David Lawrence. Se conocen en un avión. Hay un accidente y los dan por muertos. Ahí empieza todo. Había toda una trama en donde ella quería averiguar cosas de la otra, que era, Jessica Tander. Más que el deseo por él, lo que Manina sentía era el deseo de conocer a la otra y estar en lucha con ella. Eso motiva gran parte del movimiento de Tachero de mi vida. Al tachero yo lo llamo Osito.
Pero hay un Osito real.
—El Osito es una construcción, pero es una construcción de alguien real y Tachero de mi vida es un libro en el que liberé mucha angustia. La angustia de ser “la otra”. El Osito tenía de amante a una mujer y a mí me obsesionaba. Fijate que un día de repente me voy a Lanús y me pongo a leer esperando que salga “la víbora” de un negocio, hasta que cae la policía y me encuentra leyendo un libro de Saramago y me lleva a la comisaría por espiar a la que era la amante del Osito entonces. Pero después liberé la angustia con un poema “La zorra, el osito y el pony”, que dice: “Es una zorra ladina, /embustera, campesina (ésa es la Otra que era Jessica Tandy), pintarrajeado su pelo,/ la nariz como un buñuelo,/ una galera torcida,/ una pipa boquihundida,/que vive en Villa Calzada (es verdad que vive en Villa Calzada )”.
En la imaginería erótica de Camilli hay dos personajes: Papito y La nena, una pareja que en vez de usar los disfraces del porno shop se viste con metáforas: “Yo soy la puta y soy el padre amante,/vos sos la nena y sos el macho erizo:/las palabras ambiguas puntualizo/de nuestro sube y baja dimanante” (“Soneto de la puta y la nena”).
—Pero ahora el Osito no puede ser más la nena con Papito. Ahora ya no soy el deseante ¿te das cuenta? Porque la nena está loca y sale con otra, una nueva otra. Alguien le dijo “¿para qué te juntás con esa?”. Y yo: “¿Querías un bastoncito? Ahí lo tenés. Ahora jodete. Papito no quiere más a la nena”. Además más que desear al Osito deseo destruir a la otra como en September Affair. A la nueva otra.
¿Celoso?
—El Osito me ponía loco, me provocó triple bypass. Todo por la otra, la primera otra, con quien hicimos unión civil en el 2005.
¡¿Te uniste con tu archienemiga?!
—Sí, con la Jessica Tander en September Affair, que ahora es mi amiga. Entonces ahora no da para ningún versito. Escribo contra la otra nueva. Pero mirá cómo evolucionó el Osito que en un momento determinado fuimos al cementerio y le dije: “Mirá, Osito, fijate una cosa, yo les puse estas flores a mis muertos pero es inútil, aunque me sirva a mí, no les sirve a ellos. Para ellos es totalmente indiferente. Pero yo los sigo nombrando. Y el Osito me dice: “Lo que vos me enseñaste es que seguir nombrando a Dios es permitirle a Dios que exista, entonces ¿por qué no seguir nombrando a los que quisiste?”. De pedir condena de muerte a un violador como hacía el Osito cuando yo lo conocí, a este pensamiento... ha cambiado mucho.
Los poemas de Ernesto Camilli son blasfemias con métrica, rituales de profanación, mantras antirreligiosos. En eso se parece a Fernando Vallejos: jamás se olvida del altar para poder escupir en él sin faltar un solo día. Camilli, como Vallejos, es un católico invertido, sin que esta palabra tenga la connotación de la medicina positivista del siglo XlX.
Por eso puede hablar de la trinidad en un “soneto a las mil pijas” o escribir en unas letanías para Judas algo que suena a rezo pero también a maldición gitana. Como Unamuno llama “padraza” a Santa Teresa y “madrecito” a San Juan de la Cruz. Pero en sus versos hispanizantes, lunfas y deudores de Platero y yo, procaces y fiesteros, se lee un amor a la lengua con el que ningún David de los andurriales puede competir: Camilli hace zalemas al deseo con todo el diccionario y es difícil imaginarlo más pleno que cuando lee en voz alta, repite entre lágrimas versos ajenos o explica una metáfora al neófito perezoso, ¿habrá un goce mayor que la pedagogía?
—En El nombre de las cosas hay un poema de César Vallejo (“La araña”) en donde hay un verso que envidio como no envidio al mejor de los Mercedes Benz –sólo la poesía puede desentrañar la esencia absoluta de lo humano—: “Y me ha dado qué pena esa viajera”. Ese “qué” es milagroso. Tenés que paladear ese “qué”. No es cualquier pena, no es mucha pena, no es alguna pena. Es “qué pena me ha dado esa viajera”.
¿Siempre escribiste?
—A los cuatro años le regalé a mamá un libro y le puse en la dedicatoria: “Mamita: en este libro está mi anhelo y en tu cariño todo mi cielo”. Ya escribía, pero era bien maricona la cosa.
¿Sos católico? Hay cierto tipo de blasfemias que sólo pueden venir de un ex católico.
—Yo me recibí de maestro en el Santa Catalina de Brasil y Piedras, donde los curas eran todos tránsfugas, mentirosos y bloqueados. Y me jodió el alma un padre Olivieri que nos mandó a un amigo y a mí al cura Laburu que decía (pone voz tonante de Pedro López Lagar haciendo de Heathcliff, en Cumbres borrascosas): “¡Hijo cierra, cierra, cierra! ¡Piensa en tu futuro casamiento! ¡Cierra que Cristo ya va a iluminarte!”.
¿Cierra qué?
—El deseo (debía ser el culo del deseo). Imaginate. Era una época en donde se daba por pecaminoso Las llaves del reino de Cronin. Yo defendía en clase la simbiosis entre catolicismo y protestantismo que propiciaba el libro, pero sobre todo porque me gustaba Gregory Peck, que había hecho la película. ¡Gregory Peck haciendo de cura! ¿Qué más se podía pedir?
¿Y no sentías una culpa a lo Julian Green?
—Me hacía la paja y me iba a confesar. Pero no era que yo llevase una escarapela ni una magnolia en el ojal.
Ni el clavel verde de Oscar Wilde.
—Pero a veces mi hermana me dice: ¿Te acordás cuando te ponías a llorar mirando las camelias blancas de enfrente? Yo me sentía una heroína.
Y después cuando leí a los místicos me encendí. Porque de pronto aparece un santo como Santa Teresa que vive en un orgasmo total, como en la estatua de Bernini. Entonces escribió Las moradas; vivió la vida terminando, la hija de puta. A veces la sociedad disfraza las cosas con poesía, como El vendedor de naranjas, de Juana de Ibarbourou. “Ven acá, muchachuelo; yo ansío /Que me vuelques tu cesta en la falda/Pide el precio más alto que quieras/. ¡Ah, qué bueno el olor a naranjas!”
Y yo escribo “Ven acá muchachuelo;/yo ansío que me vuelques la guasca en la falda./Pide el precio más alto que quieras/ ¡ah, qué bueno el olor a la guasca!”. Y ese San Juan de la Cruz ¡estaba loca como una yegua!
¿Te enamorás de hombres más jóvenes que vos?
—No especialmente, pero si ahora buscara un tipo de mi edad me encontraría con un fósil o un dinosaurio.
La vulgata lee la pareja del gay con una mujer como una coartada burguesa, un closet cerrado con candado del que escapa con careta y al que vuelve aliviado, luego de haber gastado las tapitas de los tacos en el yire callejero a ponerse las pantuflas del como todo el mundo. El deseo “verdadero” sería el deseo sexual y el de hombre a hombre, la mujer sería como una madre o una amante equivocada a quien sólo se puede imaginar como víctima o como policía. Sin embargo quien lee los papeles de André Gide o de Oscar Wilde descubrirá las complejas relaciones entre deseo y ley, amor y matrimonio, norma y transgresión. Del grupo intelectual de Bloomsbury se dijo que estaba integrado por parejas que “eran triángulos y vivían en cuadriláteros”. El escritor Lytton Strachey vivió hasta el fin de sus días una pasión vigorosa, aunque platónica, con Dora Carrington. Vanesa Bell, hermana de Virginia Woolf, vivió amorosamente con Duncan Grant que, a su vez, estaba enamorado de David Garnett; su hija Angélica no vaciló en casarse con él. Estos vínculos no pueden reducirse al fruto de la inimputabilidad de las clases privilegiadas, sino que constituían una compleja búsqueda hedonista, estética y moral. La “loca casada” de hoy que callejea por Internet puede no ser una variante del marido tránsfuga sino un inventor como Ernesto Camilli al que le aburre la palabra “bisexualidad”.
—Mi amor más profundo fue Beba. Era inspectora en la provincia de Buenos Aires y profesora de primero en el Normal 9 y el 4. Había llegado al máximo de su carrera. En el ’76 los milicos la echaron. Poco antes, el director del Mariano Acosta en donde enseñaba había propuesto en una junta de profesores que se expulsara a un alumno que parecía “afeminado”. Todos votaron que sí. Pero la Beba se negó a votar. El director le dijo que debía hacerlo, entonces la Beba dijo “vote usted por mí” y ese “vote usted por mí” le valió que la echaran en septiembre del ’76. Era linda, lindísima la Beba, y además la única. Cuando enseñaba en el Mariano Acosta andaba con una maxi de terciopelo color rojo que habíamos comprado en Florencia, una bufanda que le corría hasta el tobillo y manejando un Ford T. Las locas se le colgaban del pescante.
La Beba ¿cómo se bancaba tus amantes?
—Hacía unos escándalos terribles, o se divertía. Era muy matizado todo. Por ejemplo tuve un amante al que corrió y le hizo las mil y una. A eso lo cuento en un poema sobre una elefanta: “La elefanta la elefanta/viaja envuelta con su manta./Siente frío a medianoche/en tranvía, avión o coche. Va a buscar calor al norte/y no tiene pasaporte./El camino se enmaraña entre puentes y montaña./Cuando llega a su destino/vuelca su equipaje fino/y con aros, brazaletes,/collarines, colorete,/dos pelucas un pompón /una pipa doce guantes/, un gorro de vigilante,/una pollera encarnada/y una cartera sin nada,/ sus calzones amarillos / y zapatos con buen brillo,/se va a recorrer la costa/y no demora ni ostra. (...) Por fin tanto tanto lleva/con pompón, plumín y seda/que al pasar junto a una ardilla /(¡ahí está Beba!) le hace la zancadilla/Se va al suelo la elefanta/que viajaba envuelta en mantas. A La Beba le gustaba relajar a una amiga nuestra que era hermana de un ex amante mío. Un día llama “¿Señora, no ha ido por ahí X? ¿Usted no sabe dónde fueron con Ernesto?”. “Mire señora, seguramente están buscando a Caperucita Roja”, dijo la Beba.
Ayer justo fui a la bóveda con uno de mis hijos a cambiar los paños. Arriba estaba mami, después papá y la bruja de mi tía en el sótano (a la Pachamama, que era mi abuela, también la mandé la sótano). Pero la Beba está en el altar.
¿Cómo la conociste?
—A la Beba la conozco desde los siete años. Venía a jugar con mi hermana a la casa de la calle Campichuelo. Jugábamos a tirarnos de un roperito que yo tenía y que después heredó mi hermana y una vez se rompió la cama y papá se enojó muchísimo. Nos queríamos muchísimo con la Beba y en un momento determinado mami se fue a Europa con mi hermana. Mi amante de entonces me había dicho que no quería saber más nada conmigo (no fue una relación importante: digamos que fue una noche en Río). Pero estaba solo en casa, triste. Entonces salí, pedí prestado un teléfono —en ese entonces no teníamos teléfono en casa— y llamé a la Beba: “Hola, Beba, ¿qué hacés?”. “Estoy comiendo.” “¿Querés coger?” “Bueno, ya voy.” Cogimos y ahí empezó todo.
¿Y cómo se llevaba con el Osito?
—Ella no lo conoció. Pero estábamos un día en el auto en una estación de servicio de Alsina y justo apareció el Osito para cargar nafta. Yo le dije: “Che, Beba, ¿que te parece ese osito?”. Entonces la Beba lo mira de lejos y me dice: “gordo, tachero, sudado”. Esa era Beba. Tuvimos tres hijos. En el ’78 le dio una embolia y quedó afásica. La llevé cinco veces a Europa después de eso. La quise muchísimo. Murió en el 2004, pero desde el ’78 al 2004 la cuidé yo. Cuando murió, lloré como un perro, tanto como a mami. Fue la única.
Obedeciendo a San Pablo, pero, como siempre, en versión propia, Ernesto Camilli se casó para no quemarse. Desde hace veinte años vive con VIH pero dice que a su edad eso es menos preocupante que tener exceso de azúcar en sangre, así que “adelante con los faroles”. Conversa mucho con sus editores (María, Cucurto y Piña) va al Casino con el Osito y tiene analista a domicilio. Toda una familia queer, incluida su ex rival y ahora concubina legalizada por la Unión Civil.
¿Necesitás análisis?
—Yo estoy maravillosamente bien en la vida, mejor que nunca. Pero todavía descubrimos cosas juntos. Y además tengo la posibilidad de hablar con él como no hablo con nadie. El descubrió en Tachero de mi vida cosas que yo no había descubierto. Por ejemplo “y seguir con los cuentos acaso hasta mañana”. Ese “acaso” está lanzado a la acción. Lo paladeamos. En ese “acaso” está el relanzamiento del deseo, la posibilidad de volver, de reiniciar ¡Acaso! Yo le doy a las cosas pulsión de vida porque en nuestra época la homosexualidad daba pulsión de muerte.
¿Qué opinás sobre el matrimonio gay?
—El matrimonio es un vicio como la propiedad privada. Un vicio que se extiende y no se puede extirpar. Es un contrato, ahora si los heterosexuales lo tienen ¡que lo tengan también los gays! El matrimonio gay es una excrecencia que hay que permitir. Pero es una mierda, como el derecho a la propiedad de un tipo que tiene un montón de hectáreas de campo que les afanaron con Roca a los indios. La propiedad es un afano y estamos todos en combinación para que sea un afano. Pero no por eso vamos a hacer una comunidad: yo no quiero vivir con un racimo de gente, qué querés que te diga. Ni quiero alojar al Osito en una pieza. La propiedad viene de las cavernas, en donde seguro le dabas un palo al vecino que se metía en la tuya y cuando cazabas un rinoceronte todos querían comérselo. Esa es la historia del hombre. De la roña que somos. Ojo que yo no quiero corregir el mundo: somos envidiosos, deseamos el mal del otro, la muerte del otro. A eso no lo decimos porque queda mal pero es así. Yo he socializado bastante la roña que tengo adentro. Claro que dentro de la roña puede haber menguantes. Y un menguante de la roña sería el casamiento gay.
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