Viernes, 5 de julio de 2013 | Hoy
Ni anfibio ni bipolar: Walter Romero es profesor de Literatura francesa en la UBA y cantor de tangos en los piringundines y salones del mundo. Según él, dos caminos que se unen en la punta de la lengua, en la pose y en la escena. La representación de una masculinidad no tan masculina y la visita a los armarios del malevaje constituyen algunos de los trucos de magia de este cantor que debutó en Cantaniño y que hoy canta en La Botica.
Por María Moreno
Para cantar así hay que tener galleta. ¿Galleta como la cara de Gardel, que parecía trazada a compás en “Flor de durazno”; la de Azucena Maizani, cuyos mofletes se escapaban por sobre el borde del pañuelo bajo el funyi cuando se travestía de gaucho, o la de Ignacio Corsini cantando “La muchacha del circo” y ensanchándose en el agudo que uno imaginaba idéntico al de la muchacha al caer del trapecio? Es decir, ¿galleta de gordito? Para nada. Cuando las primeras grabaciones permitían oír la voz acusmática –esa cuya fuente no se ve como cuando se oye en una victrola y entonces se disocia de la visión del cantor–, una travesura anatómica hacía que en muchos intérpretes la cara toda se convirtiera en un marco para la boca: un círculo para otro círculo. ¿Teoría rebuscada? Prueben y verán cómo al evocar a los primeros, evocan tal o cual melodía, pero también la redondez dentuda de una sonrisa estirada alrededor de una potencia sonora. Walter Romero tiene galleta y, lo sepa o no, está citando a los grandes desde el propio cuerpo.
Este cantor buen mozo con aire de estatua griega en traje de gangster grabó tres CD: Charlemos, Guapo y Somos otros (Walter Romero canta a Manuel Romero).
–Empecé como cantor infantil de Cantaniño.
¿Llevado por los papás?
–¡Qué llevado por los papás! Yo pedí que me llevaran en los últimos años de la primaria. Me acuerdo de que había una convocatoria impresionante en Canal 9. Me eligieron. Tenía una voz que se destacaba un poquito, pero nunca fui solista. Pero mi imaginario artístico me viene por parte de mi padre, un almacenero, bien de barrio, de Barracas. Tenía un almacén en la esquina de Isabel la Católica y Wenceslao Villafañe, atrás de la iglesia de Santa Lucía. El fue quien trajo a mi casa a un tipo de la radio que se llamaba Jorge Serrano y que tenía un programa de tango muy famoso: El tango y las estrellas. Vino con un bandoneonista para tomarme una prueba de tango y yo canté “Caminito” y “Tinta roja”. Mi viejo les ofreció un vermouth. Pero el tipo vio sólo a un nenito que cantaba... y no pasó nada.
Después de ese bochazo, ¿cuándo volvés al tango?
–Yo pertenezco a esa clase de gente de tango como Raúl Lavié, que viene del tropical, o Amelita Baltar que viene del folklore. Yo vengo de la comedia musical. Trabajé con Pepito Cibrián en Los Borgia. Y con esa cosa que tiene Pepe de que tenés que actuar, cantar y bailar, y al final no sabés hacer bien ninguna de las tres cosas, pensé: “Lo mío es cantar y a eso me tengo que dedicar”. Pero hice también un apóstol en Jesucristo Superstar en la calle Corrientes y actué en Yo, Olga Orozco de Silvio Lang. En 1995, Susana Rinaldi convoca para algo que se iba a llamar El tango de la memoria. Ella me toma una prueba y esa prueba es como inaugural para mí. Se hizo en el Teatro Nacional Cervantes. Había un montón de gente. Y Susana pregunta: “¿Quién canta?”. “Y yo dije: ‘¡Yo canto!’”. “Es un buen comienzo”, me contestó. Y me atreví a cantarle “El último café”, que es su tango fetiche. Me vio como muy estructurado, entonces me dijo: “Cantate algo distinto”. Y me hizo cantar “Volare” de Domenico Modugno. Y yo empiezo: “Volare, oh oh”. Y ahí quedé.
Profesor de Literatura francesa –enseña en el Colegio Nacional de Buenos Aires, en la Facultad de Filosofía y Letras, autor del precioso manual Panorama de la literatura francesa contemporánea (Santiago Arcos editor)– se dice anfibio, pero no. El tango siempre fue literatura y sus letras dieron la medida de los debates culturales de cada época: hay tangos a lo Grupo Boedo como “Acuaforte”, modernistas como “Sonatina” o esperpénticos como “La cieguita”. ¿Y acaso la “París” del tango, lejos de ser una referencia a un lugar, no es una metáfora que lo recorre todo, como el cisne de Rubén Darío?
Es Celedonio Flores el que baja a tierra el cisne de Rubén con eso de “La bacana está triste / ¿Qué tendrá la bacana? / Ha perdido la risa su carita de rana...”.
–Es que en el tango hay todo tipo de literatura, como en “Charlemos”, con esa frase increíble: “Soy ciego, perdóneme”, que ni de Copi...
Y que Puig pone como epígrafe en Boquitas pintadas.
–Pero lo que vino más fuerte para mí antes del canto fue la lectura. La primera biblioteca de mi casa la armo yo. Primero con Billiken y Anteojito, después con libros que compro con guita de mi viejo en la Plaza Lavalle (enfrente estaba el Instituto de Segunda Enseñanza donde yo estudiaba). Después, en la facultad, tuve como profesor a Nicolás Rosa, que fue como un maestro, es el único del que volví a escuchar sus clases. Estaba ese teatro de la voz de Nicolás, las muletillas, las explosiones, ese teñido de pelo casi azul, las bolsas que traía. Y los delirios en las lecturas. Porque había momentos en que la lengua de Nicolás se centrifugaba y nadie lo interrumpía y él entraba en un delirio. Y los que estábamos en primera fila, que ya habíamos sido sus alumnos, nos reíamos. El me dijo lo que tenía que leer de Balzac, de Maupassant, pero nuestros encuentros fueron muy breves, no una cosa sistemática. Me acuerdo de un cuento de Balzac que me recomendaba, de un hombre que entra a una caverna y se enamora de una pantera. Para mí, David Viñas, Enrique Pezzoni y Nicolás Rosa son tres tipos de profesores. Viñas más macho, más masculino, más actor; Pezzoni, un dandy siempre envuelto en humo de cigarrillo, y Rosa, con sus delirios; entre los tres hice mi pack de profesores a mi manera.
Para escuchar tango soy tan conservadora que ya mismo haría fraude electoral, los aggiornamentos me provocan aullidos en nombre de la memoria de Paquita Avellaneda, la parodia me hace sacar un chumbo, toda letra posterior al ’40 me transforma en un comité completo de juicio popular. O sea, escuché a Walter Romero por primera vez con una mala leche extrema, a pesar de que estaba tomando whisky en el Tasso (no voy a explayarme en el hecho de que luego, no bien bajó del escenario todo transpirado, corrí a babosearle las manos). El repertorio finísimo de Romero, la voz colorida sin tics ni aspavientos (“no hago vibratos, ni sostengo en los finales como en Grandes valores del tango”), los arreglos ajustados y carentes de toda angustia de influencias –como la de esos que llevan al freak por la necesidad de la variación por la variación misma–, la performance inteligente, el hecho de que no se identifique a un cantor de tangos como una autofiguración sino que actúe uno al que viste con todos sus saberes literarios (“No pertenezco al tango de barrio, de varón, de fútbol, de minas, no entro en eso; soy el outsider”), lo hacen diferente. Además, las letras de Manuel Romero son un atentado al tango del cliché discepoliano de la ñata contra el vidrio, tirria a las minas y resentimiento a lo Remo Erdosain.
–Lo que yo hago en el escenario es algo performativo, porque la forma del recital de tango está caduca. Hay tango de cámara que es tan seriote, de bolichón, de barrio y de peña. Yo soy un showman. Por eso me fascina el tema de la pose que plantea Sylvia Molloy en Poses de fin de siglo. Cuando ella habla de Martí mirando a Oscar Wilde en el Chickering Hall de Nueva York, y luego describiendo sus bombachudos, su leopoldina y el prendedor de brillantes sin saber cómo nombrar eso, se pregunta: en la pose ¿hay un sujeto diferente porque está posando algo que no es, o es diferente porque está posando algo que es? La política de la pose me sirvió mucho para la ficción del guapo. Porque yo empecé posando un Gardel glam, afrancesado, de moñito, reproducido. Y a mi segundo disco lo presenté con traje cruzado, gemelos y zapatitos de charol, polainas. Me gusta desnaturalizar la pose tanguera, hacer ver que en el tanguero hay algo de loca. En el tango exploro masculinidad, el lugar en donde el varón enuncia una cosa, pero con sus ademanes y su atuendo está mostrando otra. Por eso no me interesa ni Héctor Negro, ni Eladia Blázquez.
Lo que hace Romero no plantea un tema de legitimidad de origen. El apóstol de Jesucristo Superstar, el Borgia dirigido por Pepito Cibrián, el niño prodigio de Cantaniño, el traductor de Tango Charter de Copi-Reim (editorial Mansalva), constituyen un conventillo proteico que le permite a Romero abrir su último disco con una frase de Rimbaud: “Je est un autre”. Somos otros (Walter Romero canta a Manuel Romero) es crítica literaria traficada tras las hipótesis de Sylvia Molloy, minifotonovela muda, refrito de textos de maestros del tango y CD que pide escenario.
¿Alguna mala onda de los dinosaurios del tango?
–Una vez un tipo me dijo en el Tasso: “Pero este tango es para otro tipo de cantor, no para vos”. Porque mientras cantaba “Pucherito de gallina”, en vez de “viejo vino carlón”, se me escapó “regio vino carlón”.
¿Cantás tangos en clave queer?
–Sí, canto “Amar y callar” en clave antes del closet.
Walter Romero canta a Manuel Romero
Viernes a las 21.30
La Botica del Angel.
Luis Sáenz Peña 541
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