MI MUNDO
Profético y oportuno, Paco Jaumandreu nació un 17 de octubre, mucho antes de que naciera el peronismo. A 88 años de ese día, Fernando Noy saca del arcón de sus recuerdos algunos trapos nuevos.
› Por Fernando Noy
Paquito Jaumandreu había aceptado realizar un desfile en los espectaculares salones del Holiday Inn Cordillera de Santiago de Chile. Me contrató para que realizara su producción ejecutiva, por una suma casi exorbitante en esos duros tiempos. Su tan querido asistente Lucho no podía viajar esta vez a causa de una gripe tremenda. Hacía poco acababan de desenterrar de la casaquinta en Cañuelas, recuperada luego de diez largos años de usurpación, los dos enormes baúles como arcones donde yacieran ocultos vestidos y joyas ganadas por su gran histrionismo de primera actriz.
No, claro que Paco es un célebre modisto, pero tuvo que jugar el rol de impasible, indiferente, incluso frío diseñador de Evita, todavía nuestra primera dama. El propio Perón lo había llamado aquella triste medianoche con su vozarrón amargo, velado, seco: “Eva se muere, Paco. Necesito que usted haga todo lo posible para distraerla. Se me ha ocurrido inventar un imprevisto viaje de paseo por Europa. Venga cuanto antes. Ella se despierta tempranísimo”.
Al otro día, casi sin dormir, Jaumandreu ya estaba frente a su tan amada Eva que apenas se dejaba besar, tratando de ocultar la extrema delgadez con una sábana. Paco, esgrimiendo su mejor y más falsa sonrisa, casi imposible de sostener, recordó cuando Elina Colomer y después Fanny Navarro le confirmaran que “esa actriz llamada Eva Duarte, que te acaba de llamar para vestirla, tiene dos caminos delante de sí: la gloria o el infierno”.
Ahora, muchos años después, allí estaba ante Ella haciéndose el chistoso. Paco parecía la marica más feliz, prodigiosa y dispuesta a prepararle su nuevo vestuario para un sensacional viaje... fantasma.
Esta vez en Europa sería invierno. No iban a repetir el mismo tan mentado error como la primera vez cuando Eva, vestida de solera color rojo, bajara sin haberse nadie percatado de que allá estaban en pleno invierno. Una capa de zorros negros arrojada rápidamente por la propia y siniestra Carmen Polo de Franco la sacó del apuro en el aeropuerto. Del resto se encargó el propio Christian Dior, casualmente en Madrid. Después ya fueron íntimos.
Recordando el incidente, ahora Evita reía casi con esfuerzo, como secreta y siniestramente aceptando el terrible paso de comedia por el que debían pasar. Cuando Paquito sacó su celebre centímetro dorado, Eva lo detuvo murmurando: “¿Para qué ropa nueva?”.
Hizo una pausa mientras tragaba tres pastillas lentamente y siguió: “Elegí entre todo lo que usé apenas una vez y achicalo”.
Siempre sonriendo con la ayuda de una oculta petaca de whisky ya tragada, Paco le tomó las medidas. Evita tenía casi cuatro talles menos. Un secreto estremecimiento lo sacudió, pero jamás nada conseguirá sacarlo de su rol y, como quien no quiere la cosa, incluso canturreando, hizo cargar como una tromba al joven Lucho tres valijas inmensas. Incluso el gran cofre con réplicas de joyas en cristal brillando más que las legítimas, guardadas en una caja fuerte del Banco Nación frente a su célebre despacho de Plaza de Mayo.
No muchos días después, de nuevo otro llamado del presidente Perón con su voz desgarrada de dolor diciendo: “Lo llamo para agradecerle. Eva acaba de morir, pero se creyó la mentira del inminente viaje. Venga cuanto antes a llevarse el resto de su vestuario si lo quiere, y también las llaves del coche personal. Estuvo ilusionada con el paseo. Llévese todo. No me diga gracias, yo apenas cumplo con mis promesas”.
Luego de que la comunicación se cortara, Paquito fue alzado por sus dos mucamas paraguayas. Estaba casi inconsciente a causa del dolor. Miraba hacia ningún lugar quién sabe qué. Pero sabía que no debía detenerse. Usaron el propio coche de la diosa para llevarse el resto.
Todo el mundo lloraba. Argentina literalmente azotada por un vendaval de gritos, quejas y más lágrimas. Por las calles, enseguida algunos improvisaron conmovedores altares con fotos y flores. Los argentinos siempre tan dotados para expresar una angustia, para colmo, dolorosamente legítima. Después vino el desastre. Así como sus propios restos, todo lo que perteneciera a Eva debía ser ocultado. Casi dos décadas pasaron y, ya en 1985, el horror parecía detenerse. Paco, mientras ordenaba su inminente desfile, me mostraba el increíble vestuario que iba a viajar consigo rumbo a Chile. Había uno íntegramente celeste con plumitas en torno del escote del mismo color, por lo cual Perón le comentara a su irascible esposa: “Parecés una gallina recién caída del cielo”. Eva le retrucaba, dulcemente altiva, como siempre. Y él, su Juan, soportaba todo por un chiste a contramano. Eva era capaz de decir cualquier cosa si lo creía necesario. Pero jamás lo insultaría en público.
Todo este tesoro resplandecía en perchas. Paco mostró otro vestido blanco, de corte imperio. “Con éste, Evita hizo esperar más de una hora a todos los militares que la aguardaban formados, por el imprevisto capricho de comerse un par de huevos fritos en manteca. Sentada al final de la escalera caracol como una niña caprichosa, murmurando: ‘Milicos oligarcas, que aprendan a esperar’.” Yo recordaba tantas anécdotas, mientras apenas una hora y media después veía el avión aterrizando en Santiago.
En una semana llegarían Paco y su staff de modelos.
Yo comenzaba a coordinar las notas, la cobertura periodística no iba a ser difícil. El nombre de Evita y la llegada de Jaumandreu fascinaba a todo el mundo. En apenas dos días, desde el teléfono de mi suite, con varias botellas de vino traídas urgentemente por Ramón, el precioso morocho que trabajaba por la noche y estaba a nuestra entera disposición, confirmaba las notas. Más hielo y tapa de El Mercurio, otro brindis y exclusiva con Don Francisco. Abría otra botella y los diarios La Tercera además de La Segunda ofrecían sus portadas. De pronto la agenda ya estaba colmada. No va más. Sólo esperar los medios en el vuelo nocturno a las dos de la mañana. ¿Por qué tan tarde? Es que Paquito había contratado misses argentinas de muchos años atrás y, según él sugería por teléfono, a esa hora bien maquilladas iban a parecer todas pendejas.
Recuerdo a María Amelia Ramírez bajando junto a otros cuatro flamencos fabulosos.
Paquito íntegramente de negro, con rímel evidente, tapado blanco de armiño y los anillos de Eva brillando en casi todos sus dedos. Le encantó la suite presidencial, pero enseguida se lamentó diciendo: “Estoy demasiado vieja para andar yirando, debería haber puesto una cláusula especial”. ¿Cuál? “Un hombre diferente cada noche.” Reímos como locas. Ramón de inmediato y por teléfono se ofreció a llevarnos hacia un sauna en la ciudad. Como fuimos a buscarlo a su cuarto, Paquito pudo verlo en calzoncillos, bajito, pero superdotado. De inmediato le ofreció un billete de cien dólares y Ramón aceptó el honor de servirle su copa fálica de entrepiernas para la sed sublime y vampira de la increíble Jaumandreu.
Yo veía sus manos brillando de joyas como luciérnagas sosteniendo la copa de esas nalgas morenas aterciopeladas, con vello de terciopelo. Jamás olvidaré la felicidad de Paco desayunando a medianoche, directamente del toro que exclamaba un gemido de placer capaz de perturbar a cualquiera. Tres días después, el mismo Ramón, como es habitual en estos casos, comenzaba a enamorarse del sediento duende y guardaba la paga, aunque verdaderamente ya se sentía casi rico. Cuando volamos de regreso, en el propio toilette del aeropuerto ellos se seguían despidiendo, Paco me guiñó un ojo y subió en medio de los aplausos que lo ovacionaban, al fin rumbo a casita.
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