Viernes, 8 de noviembre de 2013 | Hoy
DOSSIER 30 AñOS DE DEMOCRACIA > CADA VIERNES, HASTA EL 10 DE DICIEMBRE, UNA SECCIóN ESPECIAL PARA REFLEXIONAR SOBRE LA RELACIóN ENTRE SEXUALIDAD Y POLíTICA EN LA ARGENTINA.
Las relaciones íntimas entre sexualidad y política a través de los recuerdos de un joven delicado y peronista que ingresa al mundo del activismo en el ’83. Un camino que va del desconcierto al trabajo por la inclusión. De la diferencia a la diferencia.
Por Flavio Rapisardi
Año 1982. El Sr. Wood, rector de mi colegio secundario, nos mandó de excursión adonde ya no me acuerdo en los típicos micros naranja. A la altura de Constitución, mi compañera de colegio M.W. comenzó con el cantito: “Se va acabar, se va acabar la dictadura militar”, y la seguí en tono gallináceo, agudo. Tanto que asusté a la iniciadora y llamaron al silencio de puro cagazo. La democracia estaba por llegar, pero nadie te explicaba el miedo.
Luego de la derrota de Malvinas, decido entrar al peronismo. Mi vieja me gritaba si yo pretendía que ella usara un pañuelo blanco en la cabeza. Yo le enrostraba que mi viejo había sepultado afiches y estatua de Perón tipo pomo de carnaval en el fondo de casa, que me dejara ser peronista. No la convencí, le gané por cansancio. Me fui hasta la sede central del PJ de Avellaneda y junto con Herminio Iglesias y Darío Argento leíamos sistemáticamente Conducción Política en un grupo todos los viernes. “Olelé, olalá, conmigo o sinmigo vamos a ganar”, le cantaba a la vecina ucraniana que de tan radical se peinaba los pelos con cepillo de alambre. En el colegio, mi peronismo fue una cuota más de desprecio que se sumó al cantito bulero que soportaba desde primer año: “¡Ay Rapi!”, dicho con batucada como mantra dirigido a mis modos “refinados”. Me la banqué hasta que un día lloré. Mi mamá amazona se apersonó a la salida del cole y apretó al grupo de la escola do samba homofóbica. Nunca más sonaron bancos en mi nombre. Seguí siendo un traga del grupo freak politizado frente a los asépticos de la primera fila y lxs lindxs. La política fue entrega y refugio. Perdimos las elecciones y mi mamá arrancó la foto de Italo Luder que tenía pegada en mi pieza y me dijo: “Se acabó”, con cierto gozo y como cuota con intereses de su mandato y mandados de Al Capone.
1983. Un año después fundamos la JP Secundarios de Avellaneda. Allí, en el Ateneo Jauretche, estaba el barrio: estudiantes, vecinxs y la “marica” del barril. Como peronistas, no hablábamos de derechos, pero él/la cumpa (aún no había discurso de identidad) estaba como unx más con nosotrxs, a quienes nos mostraba sus pezones pinchados por donde le entraba la silicona en carnaval. De Perlongher y el FLH no había ni murmullo. Discutíamos sobre deuda externa, industrialización, laburantes, cultura nacional: inclusión sin nombre específico. Pero un día me llegó a las manos una publicación, La Chispa, revista juvenil del MAS, en donde hablaba Carlos Jáuregui. Allí tuve un ruido. ¿Qué es esto que yo podía atar con mis poluciones nocturnas? La pregunta me duró 7 años, es decir, cuando Menem venció a Cafiero y me fui del peronismo a la CHA, donde me recibió Angel, un hippy bello. En mi barrio no había putos de barba sino que estaba H., el quiosquero, y N., profe de patín: las locas del barrio tenían un lugar hecho de maridaje de respeto y sorna, en la aristocracia arrabalera de un barrio de fábricas oxidadas. En mi nueva casita política se decía: “No somos representantes de ‘los homosexuales’ sino de su ‘problemática’” (sic). Allí leí un documento que se llamaba “Política en sexualidad en un Estado de Derecho”. Liberalicé mi vocabulario: patria y laburantes no estaban en el horizonte. Ahora, a ampliar derechos en nombre de la libertad, ir a la cola de las orgas de familiares. Pero como el peronismo no es una teoría sino un estilo de vida, me alié con las dos únicas lesbianas peronistas y armamos nuestro grupo en la cocina de la sede en la calle Rodríguez Peña. Desde ahí jodimos hasta que logramos elecciones y asumí como vocal de su Comisión Directiva. Y empezó un nuevo deambular de la historia.
1990. El neoliberalismo avanzaba, los grupos se multiplicaban. Las primeras lesbianas territorializaban el modelo del grupo de autoconciencia, y entrados los ’90 aparecen las travestis en la arena de las orgas. Yo ya estaba en la Facultad de Filosofía y Letras, y vendía frutas en el Mercado Central para garparme la carrera. Un día me acerqué al Centro de Estudiantes y comenzamos a trabajar en conjunto. El cielo se me hizo más cercano: salir de una sede de reflexión y pasar a pararme en aulas como puto militante fue el umbral “real” de la democracia. En este marco, mis amigas trans, que eran golpeadas y coimeadas por canas, me decían una frase que sonaba delirante: “La democracia aún no llegó para nosotras”. Hubo que esperar a que en la última década se ganara la ley de identidad y morigerar la persecuta policial para entender que la frase no era retórica de barricada.
2000. La hipercrisis hundió la economía, nos bajó el copete y nos hizo volver a la política, pero esta vez con el ideal de inclusión sin contradicción con la diferencia. Muchxs “desembarcamos” en el Estado, universidades, partidos y burocracia internacional. La brecha se convirtió en fisura por donde colamos colores, intereses propios, internas e ideales compartidos. Ganamos en una década lo que en tres (1970-2000) fue una tarea de calle, cabildeos, pero también tristezas y exterminio. Además de los derechos civiles, entramos al entramado “decisorio” con concursos ganados en cargos públicos o en la academia, porque en nuestros CVs figuran nuestras “torcidas” trayectorias en formas de papers o libros ahora como créditos. Pero corrimos el peligro (que persiste) de cosificarnos: nuevos fetiches, simple corrimiento del límite de la inclusión que aún reclama mayor dilatación (variada) y reafirmar que no nos conformamos con un espejo que nos devuelva la imagen perseguida por algunxs sino que queremos ser libres en un país liberado, donde las pesadillas se multipliquen como tales: recuerdos para no repetir.
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