Vie 22.11.2013
soy

DOSSIER 30 AñOS DE DEMOCRACIA > CADA VIERNES, HASTA EL 10 DE DICIEMBRE, UNA SECCIóN ESPECIAL PARA REFLEXIONAR SOBRE LA RELACIóN ENTRE SEXUALIDAD Y POLíTICA EN LA ARGENTINA.

Piel de vagina

Inevitables años en que las redadas eran parte del yire; el sexo en el calabozo, un malentendido; el abuso y la tortura, un lenguaje en clave para entendidos.

› Por Fernando Noy

No sé por qué de nuevo volví a ese infierno sobre Lavalle, y para colmo por cuarta vez. Eso son las comisarías, sucursales satánicas, especialmente en los setenta, cuando te arreaban por apenas usar camisa rosada y perfume pachuli boconeando tu condición de liberto fuera de la ley. Para colmo ni siquiera podías pagarte una multa porque inexorablemente te correspondían veintiún días en el entrepiso de Devoto, donde encarcelaban a los reincidentes.

Entraron en el bar Metrópolis y casi a los empellones te subieron en un patrullero escoltado por otro. Así se manejaba la Gaystapo, a dúo, cuando entraban en cualquier lugar ya casi amaneciendo, siempre como para justificar acaso su terrible trabajo y a veces hasta del propio pelo te arrastraban con ellos. Siempre a la Quinta.

Después venía la podada. Ver cómo iban cayendo los rulos enormes sobre una mata inmensa de otras cabelleras que ya habían cortado, al mejor estilo Juana de Arco.

Igual te quedaba espléndido, parecías la propia Falconetti, sólo que no podías ni siquiera mirarte por largo tiempo en los espejos. Así aprendiste a afeitarte de memoria como en los carnavales hasta el amanecer, después, mucho después.

Todavía, cada año era un siglo para tus recién cumplidos dulces dieciocho.

Ya conocías el espacio y te llevaron al calabozo general, aunque no había nadie. Raro. Sólo esas frazadas imposibles de ver o de tocar, tan mugrientas que sería preferible morir de pulmonía en pleno invierno bajo cero como estabas.

Enseguida trajeron a dos locas de esas que yiran por Charcas y seguramente decidieron venir a bambolearse por Corrientes, demasiado achispadas, sin darse cuenta de que era tan evidente su estado de embriaguez también prohibido. Ebriedad y otras intoxicaciones, algo menos punido que les permitiría salir en el cambio de guardia a las 8, porque además de los dientes lustrosos evidentemente falsos y el inconfundible tonito oligarca de sus voces, tenían plata. Grandes gamulanes recién estrenados confirmaban su status. O, tal vez, antes de las ocho los de esta guardia al ver la guita se repartirían el botín y las dejarían partir.

Ellas espiaban de reojo tu nuca recién rapada fumando sus regios Parliament que les pediste y te convidaron falsamente amigables.

Los canas hicieron tanto bardo para subirte al coche que se distrajeron y no hurgaron dentro de tu negra bombachita tipo slip con encaje condenado donde guardabas un porro que ahora sacabas muy disimuladamente y guardabas bajo los diarios viejos con los que tratabas de taparte un poco de ese frío.

Las otras llamaban a la guardia para que las dejaran hablar por teléfono hasta que se cansaron. Vos pensabas pobre oligas si supieran lo que es esto y cómo realmente nadie respondería a sus grititos, les dijiste para calmarlas que era inútil insistir. Quizá la próxima guardia, como era diurna, estaría más reblandecida.

Detrás del largo corredor hacia un enorme reloj con dagas en sus manecillas de tiempo apuñalado. Sería bueno cuanto antes ver algo del día, aunque sólo fuera a través de esos barrotes fumando el porro recién llegado de Pedro Juan Caballero, esmeralda paraguaya y humeante poniendo alas en tus dedos.

En la claraboya ya no había vidrios. Sería simplemente abanicar el humo con la ayuda de las otras, que a esta altura ya tenían hambre y soñaban con sendos triples de jamón crudo y queso, ¿viste?

Por si acaso les sugeriste que no llamaran más, nadie iba a abrirles, los guardias estaban en otra. Por más arquitectas y la concha de la lora que fuesen. Para mear estaba el tacho inmundo, maloliente, y tendrían que usarlo. Claro, la botella entera de whisky ya estaba bajando y a vos no te importaba que fuera scotch y todas las boludeces que decían. Tenías que simular hacerte amiga. Para fumar tu porro necesitabas de ellas. Locas caretas, por no decir simplemente conchetas, con lo cual ya estaría todo esclarecido. Como si no supieras qué clase de gente es ésa.

Cuando al fin se calmaron, decidiste invitarlas a la aventura excepcional de fumar esa hierba prohibida.

Si no, ustedes sólo tienen que abanicar un poco y listo, total nadie hasta el cambio de guardia va a aparecer de nuevo. Ellos están en su oficina con tremendas estufas eléctricas encendidas hablando por teléfono sin parar, jugando truco y tragando todo lo que piden en los bares. O acaso no escuchan esas risotadas.

La más flaca me miró con ojos de porcelana amarillenta y aceptó, pero la otra se apretaba la panza gigante y en verdad parecía descompuesta. Necesitaba urgentemente ir al baño, ya que si no tendría que hacer su mierda ahí. O peor, vomitar todo hasta quién sabe cuándo. Entonces lancé la cerbatana de mi grito pelado. Unos segundos después la puerta se abrió y vimos venir desde lejos al agente uniformado todavía con sus barajas en la mano. Qué carajo pasa, putos de mierda.

Está descompuesta, le dije señalando a la que se retorcía sobre el asiento de granito helado. El monstruo abrió. Le diste a la gorda un cacho de papel porque bien sabés que en ese baño nunca hay nada.

Mientras esperabas su regreso la otra repetía yo también quiero, quiero.

De pronto la viste entrar rápidamente, rodeada por un cortejo de milicos que abriendo como tromba se abalanzaron otra vez sobre vos. Uno agarró el faso que la gorda señaló ya sin mirarte, y esta vez te llevaron hacia el solitario. Ahora sí, con un 204 que es el edicto por tenencia de estupefacientes, ibas a estar siglos ahí hasta el juicio, y toda la bola. Desde el nuevo lugar las oíste salir apresuradas. Miraste hacia otro lado. Serían las siete, y allí se veía el jardín trasero, donde un anciano delgadísimo como un fantasma de gran gorra, guantes y bufandas encendía velas frente a una Virgen de Luján que parecía horrorizada por todo lo que ya había visto. Seguro sería alguien ya con condena y esperando lo llevasen. Por eso tenía termo, mate que chupaba con su rostro de ángel anciano en el jardín de cerámica española de la Quinta. Mi corazón era un tam tam de mil tambores rugiendo al unísono.

Llegaron tres canas que desde afuera comenzaron a interrogarme. Yo ni recordaba cómo había conseguido semejante faso, que si no se lo fumaban era para tener la prueba o simplemente por caretas. Entonces entraron. ¿Dónde? Enseguida el cachetazo. ¿Quién? Tremenda trompada entre las piernas y el casi desmayo. Llame a Camilo, dijo uno. Y ése fue hacia el viejito, que al mirarme descubrí era un ser diabólico, sádico. Típica sonrisa de la hiena y su placer al torturar. Cantá putito, que si no él se encarga, es un especialista. Nada por decir. Silencio. El mismo cana con galones que sería suboficial le dijo al viejo mientras aceptaba un mate suyo. Prepare todo. Lo vi alejarse y abrir al final de otro corredor una especie de tapera. El sol ya había salido para delatarlo.

Ese espacio en realidad era la sala de torturas. Semidesnudo, me arrastraron contra todas mis fuerzas hacia allí. Era un boquete acusticado con cajas como hueveras. Cualquiera en mi situación, sólo de ver ese lugar sentiría espanto. Entre y sáquese todo, dijo el anciano con una voz sibilante que parecía una ráfaga anticipada de esa electricidad azul como las venas en algunos cables para enseguida conectar. Sobre el perchero metálico realicé el más siniestro strip-tease jamás imaginado.

El viejo me ordenó recostarme de espaldas sobre la camilla angosta para tan fresca y enorme humanidad. Un hedor de lavandina negra por decir algo, olor a lágrimas de sangre y vómitos antiguos comenzaron a notarse. Al costado, una mínima mesa de metal con otros elementos como esponjas y algo oscuro, trapo negro, ay que no fuera una capucha, por favor. El gran reflector cenital cayendo inexorable y diabólicamente, sobre todo.

Se oyó una especie de campana o timbre general. Era la hora del cambio de guardia. En efecto, a los pocos minutos viste nuevos agentes que se turnaban, confiriendo mi nombre sobre una planilla absurda como si yo estuviera en el sauna del amado Hotel Castelar.

Había que esperar un poco para recomenzar la terrible ceremonia. El frío tallaba escamas en tu piel. Para colmo, caídos en ambos laterales de la camilla, descubriste cuatro especies de breteles como cinturones.

Volvió a entrar el viejo silbando. Trajo un balde con agua. Claro, con eso potenciaban el efecto de la electricidad. Recordaste a tu amiga también hippie, que cuando fuera torturada por algo parecido te contaba que pensando un mantra muy fervientemente había logrado elevarse, salir de sí, incluso ver desde otra esfera su propio cuerpo y a los torturadores.

Faltaba poco. En la entrada ya se había calmado el bullicio del cambio de guardia. Tu corazón, casi por estallar. Desnudo y al borde del desvarío, sentías tu piel como si fuera una inmensa vagina desdentada. Pero, oh milagro, eso que siempre te ronda, voces de ángeles o chamanes ancestrales susurrándote calma, calma, calma.

En el maldito silencio oíste el marcial el taconeo de ambas botas acercándose por la galería. Alguien corrió la pequeña ventanilla de la puerta y lo miraste.

Ojos inmensamente dilatados típicos de la merca, alguna vez celestes. Te escrutaban. No se movían. Creías percibir como una exclamación. Algo exhalaba esa presencia. Asombro acaso, ¿o qué? Vos seguías recostado, no por entrega sino tratando de lograr anestesiarte con tu Om tan inmenso como secreto. Ese tipo abrió la puerta lentamente. Entró casi furtivo y enseguida se acercó el viejo tenebroso. Deje, Costa, éste va a cantar en un segundo, yo me ocupo. Al oírlo, con el servilismo típico de los torturadores, Costa volvió hacia su redil. Quedaste a solas con esa especie de rottweiler del demonio. Lo sentiste sentarse en un banquito mientras encendía tembloroso un cigarrillo. Ahora oíste que murmuraba no, no puede ser, ¿pero quién me trajo esto? Y claro, el bufa estaba fascinado por tu adolescente desnudez. Movidos por un hilo tenebroso, sus dedos pasaron por tu espalda, las nalgas, los talones, los dedos del pie. Después, antes de terminar el cigarrillo, te dijo en una oreja, con voz inesperada. Vos gritá que yo hago el resto. Llevó una de tus manos hacia su enorme bulto tan duro, donde ya la serpiente enfurecida de su pija estaba por reventar los botones e irrumpir. Pero no, lo suyo era otra cosa. Te habías encontrado con el anófago más inesperado del mundo. Su lengua, como llave del placer más absoluto para él, comenzó a lamerte sin cesar hasta la nuca. Te dijo gritá si no se apiolan y ya nada pudo detenerte. Gritabas mientras él bebía sin cesar adentro de tus nalgas. Ni te pidió lo masturbaras porque al cabo de un rato fuera del tiempo viste caer las gotas de su charco seminal sobre las baldosas. El resto es casi obvio.

Te ayudó a vestir y falsamente ordenó marcharas descalzo frente a él rumbo a su oficina.

Al entrar y ponerte tus zapatos recobrados te diste cuenta de que era nada menos que el propio comisario. Te devolvió todo, incluso el propio porro. Tocó el timbre de la guardia para que pudieras salir en libertad. Quizá sea por eso que algunas noches despertás gritando.

En tu sonambulismo te parece volver a verlo y, otra vez, surge aquel grito. Aunque ya hayan pasado más de treinta años.

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