Viernes, 6 de diciembre de 2013 | Hoy
Por Laura Ramos
En el living hermoso de la casa de Virginia Giussani, donde los grandes escribían la revista Crisis y nos daban de comer cosas riquísimas a nosotros, que teníamos catorce, diecisiete años y éramos pobres, nos cantaba una canción que él había escrito: “En la trinchera/ la dulce espera de la muerte/ qué mala suerte/ qué mala pata/ una bala que te mata”. La parte “qué mala pata, una bala que te mata” era acompañada por nuestras voces haciéndole coro y sobre todo por nuestro pelo, que se sacudía con apasionamiento guerrillero. Era flaco y nos parecía que tocaba la guitarra increíblemente bien. Virginia Giussani y yo estábamos enamoradas de él. Todas las chicas estábamos enamoradas de él, y de algún modo no razonado intuíamos que nuestra suerte sería similar a la de su novia de ficción, su compañera de ejercicio en nuestras clases de teatro, una chica de talla pequeña llamada Ana, aunque tal vez Ana fuera su nombre de ficción.
Nos encontrábamos en una especie de sótano o protocárcel clandestina del centro o microcentro, que olía mal: el estudio de teatro de Martín Adjemian, nuestro maestro, al que respetábamos muchísimo porque alguien había dicho que una vez había trabajado en una película, y allí nos quedábamos actuando y fumando durante horas. Las clases eran aburridísimas. No sé si se trataba tanto de que el resto fuera –fuéramos– tan mediocre como que su genio impactara de un modo tan compacto, sincero y fresco, y que esa misma naturalidad –o antinaturalidad– de su genio pusiera más en evidencia la falta de gracia y talento de quienes lo rodeábamos.
La consigna del ejercicio, que teníamos que pensar, escribir y actuar entre dos, era hacer un pedido: que uno le pidiera algo a otro. ¿Qué puedo decir de lo ridículo, ampuloso y falto de gusto de nuestros ejercicios? Creo que todos tenían que ver con el universo, Kant o, los más prosaicos, con la revolución. Alejandro y Ana empezaban sentados en un sillón, haciendo de una parejita de novios que miraba televisión. Alejandro estaba abducido por una especie de partido de fútbol, algo así. Ana le sugería, le pedía, trataba de convencerlo de “ir a la salita”, pero él no quería de ningún modo dejar de ver la tele. Como sus espectadores, pudimos ir enterándonos de a poco, porque el tipo ya manejaba a la perfección los tiempos y el humor (¡Ah, el humor! La obrita era algo tremendamente gracioso), la invitación a “la salita” significaba que los novios, en vez de ver televisión en el living, un lugar público de la casa, pasarían a una instancia más íntima donde sucedería algo que de alguna manera asumimos que se trataba de “rascar” o “apretar”, situación ansiada por Ana, o “Ana”, a la que Alejandro era absolutamente indiferente.
Cuando Alejandro se hizo famoso, todas sus enamoradas nos enteramos de las razones político/sexuales que lo alejaban de la salita, y el ejercicio adquirió más y más capas de sentido, agudeza y profundidad, como su trabajo artístico poético/prostibulario/shakespeareano, de Alma Bambú al Rey Lear.
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