Viernes, 6 de diciembre de 2013 | Hoy
Por Rita Cortese
Con la muerte de Alejandro, el mundo ha perdido a un gran artista y yo he perdido a un amigo entrañable y talentosísimo, a un compañero de muchos años. Para varias generaciones, Alejandro fue alguien que siempre nos iluminó, nos marcó por dónde ir y nos enseñó sin saber siquiera que lo estaba haciendo. Nosotros, además de la proximidad afectiva, teníamos una proximidad física muy hermosa. El vivía en el departamento que está abajo del mío. Juan Pablo Lazo y Ariel Polenta, los músicos de mi espectáculo de boleros, lo conocieron porque ensayamos en casa y muchas veces Alejandro presenciaba los ensayos o se nos unía más tarde. Siempre comentamos con ellos lo que significaba para estos dos jóvenes el encuentro con las palabras de Alejandro, con sus ideas sobre el arte. Lo que más me gustaba de Alejandro creo que era su actitud de pararse (y mostrarnos a todos los demás cómo hacerlo) frente a lo que realmente deseaba. Nos enseñó a no responder al deber ser judeocristiano, tan macabro, tan destructivo. A no dejarnos someter por el establishment, a no someternos a los saberes establecidos por el sistema. Como todo gran artista, Alejandro fue un gran caos y, al mismo tiempo, un gran ordenador. Nos deja una sabiduría enorme y un humor incomparable, hasta en la tragedia más profunda. Las carcajadas de Alejandro eran como regalos para mí. Estoy profundamente conmovida, pero a la vez no puedo evitar pensar en él con una inmensa alegría. Nosotros dos nos hemos peleado muchísimo. Cuando Alejandro se enojaba, se enojaba en serio. Tenía un gran temperamento. Alejandro fue pura revolución. Siendo vecinos, después de alguna discusión, hemos llegado a pasar varios días sin hablar, aunque siempre en un marco del respeto. Y en los mejores momentos nos hemos acompañado mucho, pero sin ser invasivos, siempre con prudencia frente al tiempo y los momentos del otro. Entre tanta amistad y trabajo compartidos estoy llena de recuerdos. Lo inmortaliza en mi cabeza una imagen en la que lo veo tirado en el piso escribiendo poemas en las paredes de mi living, a la madrugada, sin soltar el vaso de whisky. Hemos llegado a estar juntos en dos obras en cartel al mismo tiempo. Recuerdo salir de la función de Martha Stutz (dirigida por Diego Kogan) e ir corriendo a hacer, junto a Tina Serrano, Almuerzo en casa de Ludwig W., de Bernhard. El ahí estaba sencillamente espectacular. Lo recuerdo divino: de smoking, con la camiseta rota y descalzo. Y así y todo, impecable. Murió, también, como un hombre tremendamente elegante.
Se fue Batato, ahora, él... que me perdonen, pero no nos queda mucho. Yo no veo que vayan apareciendo sucesores. Nos queremos conformar con menos y eso es un problema de época. Con Alejandro se está yendo una época.
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