Viernes, 14 de febrero de 2014 | Hoy
BDSM ILUSTRADO
Por Pablo Pérez
Aprendí a fumar cigarros con mi amigo Juan Carlos, que me explicó primero que los habanos son los que se elaboran en Cuba y que el resto son cigarros o puros. Me enseñó también a cortar el extremo posterior del cigarro con un cortapuros y a encenderlo, girándolo hasta que la brasa sea pareja. Después de varios intentos en los que me sentía ridículo, una noche, conversando y tomando un ron con él, pude fumar un habano con naturalidad. Esa noche hablamos sobre el cigar play y le conté mi primera experiencia.
Yo tenía 29 años y Master C me iniciaba en las prácticas leather bdsm. Yo estaba sentado con las manos atadas a la espalda y los pies a las patas del banco; se me aferraban a las tetillas un par de pinzas metálicas que al principio me dolían mucho, pero de a poco el dolor y yo nos hicimos amigos y la sensación se transformó en placer. Master C, en su rol de Comisario, con gorra y anteojos espejados, iba y venía haciéndome desear hasta la desesperación el roce de su uniforme de cuero contra mi piel desnuda; sus botas retumbaban a cada paso y sumaban un signo de interrogación a ese momento en el que yo trataba de adivinar qué me haría.
De pronto vi en sus manos un cigarro. Se acomodó en su sillón y lo encendió con parsimonia. Los minutos pasaban. Su boca, la barba que acariciaba el cigarro, la brasa que aumentaba y disminuía con cada chupada, los guantes y el humo deslizándose entre el cuero; me embriagaba el aroma del tabaco.
Se sirvió un ron y volvió al sillón a seguir fumando. Yo estaba ininterrumpidamente al palo, pero no quería decir nada, porque sospechaba que si hablaba lo único que lograría era demorar que viniera a ocuparse de mí y que se divirtiera a costa de mi desesperación. Una sonrisa asomaba entre su barba y como tenía anteojos espejados yo no podía saber cuándo me miraba o no.
Pasaron varios minutos, no tenía manera de llevar la cuenta, salvo por el cigarro que el Comisario había fumado hasta la mitad. Se levantó del sillón y se acercó adonde estaba yo. Dio una calada y me echó el humo en la boca. Se paró detrás de mí y pude sentir su pija enfundada en cuero contra mi espalda. De pronto dejó caer sobre mi pecho las cenizas tibias que su cigarro había acumulado. Muerto de deseo y con las manos atadas, no podía más que sentir el tacto de sus pantalones de cuero. Acercó el cigarro a una de las pinzas que me seguían mordiendo las tetillas y de las que prácticamente me había olvidado, apoyó la brasa contra el metal y sentí el calor, calor y miedo; sospeché que su intención era quemarme, pero no lo creía capaz, pensaba que solamente dejaría la brasa cerca, que disfrutaría de mis espasmos de miedo al tratar de esquivar el cigarro. Mi temor aumentó cuando dejó caer unas gotas de saliva sobre mi tetilla izquierda y enseguida apoyó ahí la brasa ardiente, por menos de un segundo. Fue apenas un toque que me erizó, un dolor nuevo, moderado, un dolor al que me hice adicto, una experiencia de esas que no se olvidan nunca.
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