BDSM ILUSTRADO
› Por Pablo Pérez
Me habían atado varias veces pero yo nunca a nadie. “¿Cuántos metros de cuerda tienes?”, me preguntó por chat el esclavo gringo de visita en Buenos Aires. “No sé”, le contesté yo, que por entonces era un inexperto. “Me gustaría ser atado con veinte metros de cuerda”, me dijo. Le di cita en mi casa a las nueve, eran las siete menos cuarto de la tarde. Bajé enseguida a la ferretería, que cerraba a las siete. Había sogas de polipropileno de diferentes colores y sogas de algodón.
Entre nosotros no decimos “sogas” sino “cuerdas”, me enseñaría más adelante un Amigo Experto en Bondage. Al tacto parecen más suaves las de algodón; las de propileno parecen más resistentes. ¿Seis milímetros? ¿Ocho milímetros? Para hacer nudos con comodidad este rango me parecía el mejor. Las más gruesas son difíciles de manipular y las más delgadas... El ferretero me miraba con mala cara, ya eran las siete y cinco y yo seguía dudando frente al exhibidor. “Dame veinte metros de ésta”, le digo mostrándole una de algodón blanca, de un grosor que a ojo me pareció el adecuado.
El esclavo gringo medía casi un metro noventa y tenía el culo del tamaño de dos sandías. Yo jamás había aprendido a hacer un nudo que no fuera el de los zapatos o la cadenita del crochet. Lo más parecido que había hecho al bondage era atar un matambre. Algo así quedó. Una vez atado, lo amordacé (eso sí me salió bien) y mientras intentaba ayudarlo a acostarse en la cama uno o varios flejes crujieron. Mientras el gringo forcejeaba para desatarse, fui a buscar una cerveza y, cuando volví, ya había logrado liberarse y retirarse la mordaza. “Atame otra vez”, dijo jadeante. Me sentí frustrado. Al gringo le interesaba solamente el bondage, ninguna variante de sexo, ni oral ni anal, ni siquiera una paja. Yo sólo quería que la pesadilla se acabara. No tengo idea de cómo terminó aquello; pasaron varios años y mi memoria borró el desenlace.
Intenté googleando “cuerdas”, “bondage” y “shibari” (esta última una milenaria técnica japonesa), pero no tengo paciencia. Sí me encanta que me aten, sentir la concentración y la respiración de un Leather Master sobre mi cuerpo desnudo, el roce de las cuerdas y, sobre todo, sentir que no tengo manera de escapar. Las ataduras mal hechas son muy frustrantes. ¡Pobre esclavo gringo! Mi Amigo Experto en Bondage tuvo la buena voluntad de enseñarme; para practicar usamos a uno de sus esclavos. Bajo sus instrucciones logré hacerlo bien, pero ahora no sabría repetirlo.
El bondage es una de mis prácticas favoritas. Algunos disfrutan del momento de atar, yo me conformo con el resultado, el sumiso inmovilizado a mi disposición. Por una cuestión práctica, desde hace mucho recurro al método que llamo “de secuestrador”: esposas, precintos, cadenas, alguna cuerda corta para atar manos o piernas. A veces, menos brutal, uso un juego de muñequeras y tobilleras de cuero con ganchos, afelpadas por dentro, que se consiguen en los sex shops. Hace tiempo que ninguno de mis esclavos logra desatarse.
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