Viernes, 11 de abril de 2014 | Hoy
Por Liliana Viola
El 16 de junio de 1990, un ciudadano, un hombre común, congelado luego con un título de superhéroe argentino a los ponchazos como “El ingeniero Santos”, persiguió a los jóvenes Osvaldo Aguirre y Carlos González que le habían robado un pasacassette y los mató. En los medios, surcados entonces por la voz cantante de Bernardo Neustadt y por la neoliberal patovica que custodiaba la entrada a la patria con champagne, se abrió un debate sobre la justicia por mano propia: si era necesaria, si era gatillo fácil o si era un camino triste pero cantado. Tal vez no sea una casualidad que en el que se abre estos días a raíz de la serie criminal congelada como “los linchamientos”, el objeto sustraído haya sido otra vez un fetiche del consumo estándar, ni tan urgente como el pan ni tan suntuoso como un auto importado: un pasacassette, una cartera, un celular. Y que en lugar de un ingeniero (título que terminó de desprestigiar Blumberg) sean “los vecinos” o “la gente” el actor que empuña ese nosotros que no estaría aguantando más. Tampoco es un dato menor que los números de las encuestas no coincidan con los de las estadísticas. En estas últimas, el número de muertes o robos en la Argentina no son insignificantes ni mucho menos, pero no tiene la potencia de una alarma que suena sin pausa: “con menos de 6 crímenes mortales cada 100.000 habitantes, las cifras argentinas son muy similares a las de Uruguay y apenas por encima de los registros en Chile” (apunta entre otros datos el informe de la ONU, “Seguridad ciudadana con rostro humano”).
El debate no apunta al episodio sino al bulto y a declarar la tolerancia cero (una vecina, sin advertir el fallido, se quejaba en televisión de que últimamente hay muchos chorros que están robando sin armas). La pregunta sobre si hay justificación al linchamiento se postula por encima del episodio nimio que justamente por su nimiedad cobra carácter de ejemplar, va más allá del nombre de la víctima/culpable (en todos los titulares el nombre de David Moreira se reemplaza por una categoría que lo arrasa, “un ladrón”, que a medida que la buena conciencia va despabilándose pasa a ser “el presunto ladrón”) y se dirige alevosamente hacia la categoría “joven malviviente y tal vez consumidor” cuya estirpe deja sin efecto la diferencia entre manotear una cartera y asesinar a una familia, haberlo intentado y haberlo hecho, hacerlo por primera vez o pertenecer a una red. Estos son asuntos de la Justicia, pero no de la mano propia. Para la mano propia ese sujeto siempre está asesinando a una familia y además no es un individuo sino una gota, la que rebasa el vaso. Digresión santa: ¿A ningún devoto le habrá hecho ruido el escarnio al ladrón cuando hace tan poco el Papa confesó él mismo haber robado, y se refirió a un ladrón que todos llevamos dentro?
Los movimientos sexuales del siglo XX, desde el feminismo hasta el activismo lgbtti y la filosofía queer vía Foucault, aportan algunas claves no sólo para pensar la construcción cultural de las identidades sexuales y de las antinomias de homosexual/hétero, hombre/mujer, sino también la de la emergencia de más sujetos sombríos (esclavos, negros, indígenas, putos, hermafroditas, lesbianas, discapacitados), que tienen en común su incapacidad de reproducir/reproducirse en un régimen productivo en términos capitalistas, heterosexuales, morales y procreativos. La construcción de los Estados-nación en el siglo XIX apeló a demarcar todo lo que no quedaba del lado de la Patria y clasificar al resto en hospicios, cárceles, consultorios médicos. Pero estamos a comienzos del siglo XXI y la productividad se mide en otros términos, tecnología mediante, y algunos de estos actores se han vuelto productivos y merecedores de derechos. Los linchamientos a homosexuales continúan en manos de algunos “nosotros” rezagados y de otros que hacen la vista gorda, pero la gran diferencia es que ya no son objeto de debate. Debatir sería avalar. Occidente lee con espanto una noticia que viene de Uganda o de cualquier país lejano: “Una turba armada con garrotes de madera y barras de hierro dispuesta a ‘limpiar’ su vecindario de homosexuales arrebató a catorce varones jóvenes de sus camas y los atacó”. Se les quita ayuda económica y se sigue la ruta de exterminio civilizado donde los que caen son otras gotas de agua. La pregunta, aprovechando el marco referencial y teórico de las teorías feministas/queer, es por el destino de aquellxs que continúan sin voz y por fuera. ¿O acaso no se dice, sin fundamentos ciertos, que las víctimas del paco están perdidas de entrada y que no tienen capacidad de recuperación?
Las diferencias de penas entre las que se otorgan cuando somos “la gente” y cuando somos “la justicia institucional” –es verdad– son abismales: el dilema del ingeniero Santos se resolvió en la opinión pública con el título de “justiciero” y en la Justicia con un juicio penal y otro civil. En el primero, fue condenado en 1995 a tres años de prisión en suspenso por homicidio con exceso en la legítima defensa; en el otro debió resarcir económicamente a los familiares de sus víctimas. La Justicia institucional, más allá de lo que se crea, no hace la vista gorda que la verborragia televisiva denuncia. Y es cierto, a veces no se puede cumplir con lo que el sentido común reclamaría: los que cometieron el asesinato en Rosario no entran por una puerta ni salen por la otra, no han sido registrados, ni hay testigos que los denuncien. Un ladrón menos, se dice por ahí. Un grupo criminales nuevos y probos que no consideran la obligación de entregarse a la Justicia.
Justicia por mano propia es un latiguillo que en su reiteración esconde su condición de látigo. La mano propia puede firmar una denuncia, vengarse, defenderse, atacar, pero no puede impartir justicia. Y si lo intenta, la mano alzada define temporariamente como justicia lo que un “nosotros” equívoco y provisorio entiende como (su) bien común. Lo propio es justamente lo contrario de lo justo. Justicia por mano propia encierra, como casi toda metáfora muerta, una contradicción y un caso cerrado. La metáfora se extiende, hoy puede leerse en más de un medio que “algunos entrevistados vieron con buenos ojos el ejercicio de la ley por fuera de los caminos institucionales” sin el menor resquicio de duda frente a que el ejercicio de la ley por fuera no sea una contradicción en términos. Nuevamente, del feminismo y la militancia de las sexualidades disidentes llega la advertencia sobre ciertas cristalizaciones del lenguaje: si la fórmula “crimen pasional” encubre al asesino con un halo de romanticismo, veneración, fidelidad y amor del bueno; “justicia por mano propia” encubre a este “nosotros” que nació con derechos adquiridos por fuera de la ley.
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