Viernes, 11 de abril de 2014 | Hoy
¿Quién se convierte en merecedor del enjuiciamiento? ¿Qué cuerpo tiene? ¿Cómo se leen esos cuerpos? Aquí un recuerdo marica que revolotea y se da de cara contra el espejo.
Por Alejandro Modarelli
Por alguna razón –en estas semanas de afanes linchadores, creo haber encontrado la genealogía de esa razón– no podía dejar de sentir cierto alivio al ver a un chaboncito de zapatillas truchas que conseguía huir de los manotazos de vecinos sensibles después de ser acusado de acariciar con malicia alguna cartera, o quizá saliendo al pique escondiendo en la mochila, quién sabe, un celular. O tal vez sólo porque su cara de Puna iba convenciendo uno a uno a los cazadores en batallón de que algún delito –visible o invisible– había sido cometido cerca de sus narices, aunque probablemente lejos de sus ojos.
Se me viene ahora la imagen de un adolescente de patitas de espárrago ocre en las cuadras de los Tribunales, el año pasado, fundiéndose como una larvita contra la vereda de verano, soportando como podía a un hombre de traje impecable sentado a horcajadas sobre su lomo hambreado, al que –me pareció– le habría sustraído (lenguaje policíaco-judicial) un maletín. Desde la ventanilla de un taxi se pedía a gritos la muerte del chico; una señora explicaba a su hijo que llevaba de la mano que, en fin, no había otra manera “con esos muchachos que son malos de nacimiento”. Los insultos, de pronto, se bifurcaron como senderos de un jardín hobbesiano hacia una mujer que rogaba por la integridad física del supuesto punga: “Hija de puta, vos y los derechos humanos”, fue el coro surgido desde la garganta de los transeúntes comprometidos con el orden público, que es siempre un orden sacrificial según la clase social de pertenencia. El acontecimiento de ese mediodía no fue noticia, no lo reprodujeron hasta el vómito las pantallas de la televisión, como hubiera ocurrido en estos días. Quisiera creer que la sangre punguista no llegó hasta la alcantarilla, y que el señor de corbata se haya conformado con recuperar su honor de cuero, aunque por el grosor de sus palabras, el orgullo originado en su atletismo justiciero y el aliento hediondo que le daban quienes pregonaban testimonios del hecho, no lo creo.
A fin de cuentas, Pier Paolo Pasolini nos daba hace décadas una pista del presente cuando aseguró que si en esta sociedad de consumo poseer es, además de una victoria personal, una obligación moral, matar para conseguir el fetiche deseado, y así vencer sobre la culpa de no tenerlo, es un derecho. Una lucha cuerpo a cuerpo por el disco solar del capitalismo. Yo misma, jovencita todavía, me pregunté a fines de 1991 (en eso de las fechas soy memoriosa), yirando en el andén de la estación de Belgrano R, si ese adolescente de la periferia, empujando su carro de cartones y latas a metros de mi libidinoso caminar, no figuraba en el trailer de una película futura cuyo montaje no terminaría nunca: la clase media, la clase alta argentina encontraría pocos años después en la nomenclatura de los films de pánico otro término para sustituir el de subversión. Encontró muy pronto toda una poética de corte Superman dentro del universo llamado “la inseguridad”, como la palabra “justiciero”. Todo eso arropado, como en la dictadura, en el discurso mediático, ahora en una época –los ’90– en que ya comenzaba la ronda nocturna de los huérfanos del neoliberalismo. Porque, vamos, quién si no un crápula o un bobo podía entonces suponer que las generaciones de pobres que cruzaban ya de la infancia a la pubertad y de ésta a la adolescencia se irían a bancar así como así la imagen de fantasma social, de lenta desaparición o invisibilización en los corredores urbanos. Eso –digo– que les iba ya devolviendo el espejo donde se cruzaban el efecto huracanado de las hiperinflaciones con la frivolidad del dulce peso convertible.
¿Qué recuerdos me trae, qué reflejos, qué identificaciones, aquel pibe tránsfuga de ese mediodía de 2013, cerca de los Tribunales de Buenos Aires, ahogado bajo el hombre del traje Smart, pendejo de quien que yo también hoy podría ser víctima pequeñoburguesa, marica como soy ya de cincuenta, con un cuerpo que acredita para un marginal una segura heladera proteica y con anteojos de bohemia elegidos en Palermo Soho un poco gastados, aunque sin problemas de dinero para un recambio? Yo creo que, por puto callejero, de esos que desde púber viajaba en los vagones ferroviarios de la calentura, buscando la bragueta amiga (la metáfora es de María Moreno) sentí que, sin más trámite, podría ser el chivo expiatorio de reemplazo. Que, en una imagen de delirio, otros muchos de los vecinos sensibles de aquel mediodía, aquellos a los que los aires modernos no alcanzaron a modernizar, podrían haberme hecho un lugarcito en su discurso de linchamiento. El punga y el degenerado, cada uno a su horca o su martirio.
Y no es exageración la mía. Por eso quizás haya sentido en la mirada desesperada del chico del que se reclamaba la muerte mi propia mirada de terror cuando a los diecisiete años, en un tren de la línea Mitre, un tipo al que había rozado la pierna con mi mano de tarántula mareada por el deseo me cazó del hombro, me sacó a empujones al andén de una estación cuyo nombre no recuerdo, gritándome “puto”, ante la mirada de aprobación de los poquísimos pasajeros. Y –ay, confieso avergonzado– le robé al lenguaje psiquiátrico aquella frase con la que creí conseguir detener la golpiza: “¿No ves que estoy enfermo?”. Pero ni los lugares comunes de manual OMS tenían sobre la bestia efecto alguno. Ni en él, ni en los cómplices que nos habrán observado con contento desde la ventanilla del tren que volvía a arrancar, pensando que por ahí el machorro moralista habría aplastado esa noche un vampiro de boca chupona contra el suelo de Buenos Aires.
Regresé a casa con la cara y el alma escarlatas, inventando un asalto cerca de las vías, bien próximas. “Estos negros de mierda”, se enojó un vecino abogado de la SIDE, amigo de la familia. El bigotudo salió con un revólver para ver si encontraba al chorizo imaginario. Aunque lo último que hubiese deseado ese hombre de leyes, que bien podría haber sido el del maletín robado, es que ese afán matador suyo tuviera como causa verdadera no una víctima de negros de mierda, no una víctima de la inseguridad ciudadana, que a ése un disparo no se le niega, sino apenas una libélula aterrada por un homófobo, un muchachito (bien) linchado por marica.
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