Sábado, 19 de abril de 2014 | Hoy
Por John Better
Hubo una época feliz para las locas. “Un tiempo de rosas” donde el darle a la bisuaca anal era todo un deleite que no conocía restricciones. Aunque con la aparición del VIH, si bien se aguó un poco la festiorgía, el uso del preservativo motivó a que la fiesta no acabara. Cuatro paredes y una cama nunca fueron suficientes para el desfogue del amor entre machos. Cuando caía la noche, las calles de las grandes ciudades eran el escenario perfecto para felinos encuentros. Callejones oscuros, terrazas, arbustos, cualquier escondrijo era propicio para saciar esa impetuosa necesitad de dame que te doy, y corre que te vienen dando. El sexo out in public permitía esa adrenalina que para la loca es lo que la heroína para el junkie, pero era imposible escapar a la mirada voyeur y altanera de la ley. Así que los calabozos se llenaron con todas aquellas osadas que preñaban los amaneceres con el brillo opaco de miles y miles de condones usados que se esparcían como testigos silenciosos de espumosos encuentros.
Los baños aparecen como una alternativa que le permitió a la loca crear un nicho, un templo sodomita de grafiteadas obscenidades que escribieran día tras día el efímero trasegar de su jopo voraz e insaciable, porque digamos que las de aquellos tiempos en Colombia –ochenta, mediados de los noventa– eran niñas de la old school, pasivas hasta los tuétanos en busca del falo universitario que les derramara en la comisura de los labios la tinta juvenil de la sabiduría. Una historia que se ha escrito al menos en Barranquilla en diferentes escenarios que hoy, gracias a un video de dos chicos erotizándose en un baño de un reconocido centro comercial, he decidido rememorar. Uno de estos insignes lugares de encuentros rápidos y corridas aun más rápidas fueron los baños del piso 4 de la Universidad del Atlántico, antigua sede. Allí, letradas y analfalocas de todas las latitudes encontraban su ratillo de esparcimiento, un encuentro fugaz sin compromisos, a veces sin enterarse de cómo se llamaba el fulano en cuestión, porque el amor entre hombres era cosa de las niñas gringas que se paseaban en Nueva York tomadas de las manos.
El baño representaba no sólo ese lugar donde las miserias coprológicas encontraban su desagüe, sino que ahora el deseo gay había hallado el sitio perfecto donde consumarse y evaporarse, y si algún rastro quedaba, ya la encargada de la limpieza desaparecería las húmedas huellas a punta de blanqueador y trapero. Los centros comerciales hacen su arribo a Barranquilla y con ellos el baño se convierte en casi una suite de lujo para la loca que se queda sin aliento al entrar en ese espejismo de baldosas, mármol e inmensos espejos de tocador donde las miradas lujuriosas centellean como ojos de linces en las sombras. En la actualidad, estos encuentros se perpetúan en los baños de centros comerciales como Portal Del Prado, Exito Panorama y Buenavista, a pesar del trascurso de las décadas, el lugar sigue siendo el predilecto de locas, loquillas y veteranas de antiguas guerras que se libraron a bombazos de AZT. Pero esta época es despiadada, el confort y la seguridad del baño ya no son los mismos, hay intrusos merodeando, la loca debe estar alerta, hay ojos siguiendo su estela de lascivia. Hay cámaras que quieren exponer su íntima danza de estéril apareo, su miradita de huérfana buscando qué mamar, su manita ágil que toma el paquete en su mano y lo agita mientras su corazón late a mil por hora creyéndose sola en ese baño donde ignora que ya otro se ha corrido antes que su presa y el ojo de una cámara graba su aventura para el deleite y la censura de quienes ahora le observamos.
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