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Viernes, 16 de mayo de 2014

Radiografía de un prejuicio mortal

 Por Louis-Georges Tin

De acuerdo con una opinión muy extendida, la homosexualidad sería hoy más libre que nunca: presente y visible en todas partes, en la calle, en los diarios, en la televisión, en el cine. Estaría incluso muy aceptada, pues así lo revelan los recientes avances legislativos. Ciertamente se necesitan todavía algunos ajustes más para erradicar las últimas discriminaciones, pero con la evolución de las mentalidades esto sería una simple cuestión de tiempo. Tal vez. Pero tal vez no, pues para un observador un poco más atento, la situación es muy distinta. A decir verdad, el siglo XX, en su conjunto, ha sido el periodo más violentamente homófobo de la historia: deportación a los campos de concentración en la época nazi, gulag en la Unión Soviética, chantajes y persecuciones en Estados Unidos en tiempos de McCarthy, todo eso parece ya lejano. Pero muy a menudo las condiciones de existencia en el mundo actual siguen siendo difíciles. La homosexualidad parece ser discriminada en todos lados; al menos en 70 naciones la ley condena los actos homosexuales, en ocasiones con cárcel perpetua, y en unos 10 países con la pena de muerte. La homofobia se expresa aun en naciones donde la homosexualidad no figura en el código penal, como Brasil, donde en los últimos veinte años han sido contabilizados alrededor de dos mil crímenes por homofobia. En estas condiciones es difícil pensar que la “tolerancia” gana terreno.

El origen profundo de la homofobia debe, sin duda, buscarse en el heterosexismo, que tiende a hacer de la heterosexualidad la única experiencia sexual legítima, posible e, incluso, pensable, lo que explica que muchas personas vivan su vida sin haber jamás pensado en esta realidad homosexual, presente sin embargo en todas partes y mucho menos oculta de lo que en un principio pudiera creerse. Más que una norma, que supondría todavía algo explícito, la heterosexualidad se convierte, para quienes así condiciona, en lo impensado de su construcción psíquica particular y en el a priori de toda sexualidad humana en general. De hecho, si no se contempla todo el horror que representa la homosexualidad para ciertas personas, se corre el riesgo de no entender la homofobia en lo que tiene de más radical.

Para las personas más condicionadas por el heterosexismo, la simple existencia de los homosexuales, quienes no los amenazan en lo más mínimo, constituye subjetivamente una amenaza para el edificio psíquico que han construido larga y pacientemente a partir de esa exclusión, y esto permite explicar por qué el miedo, y más aún el odio que de todo ello resulta, puede llegar a las violencias más brutales. Por supuesto, este miedo no podría erigirse en circunstancia atenuante y mucho menos en justificación para los crímenes por homofobia. Este miedo es a menudo materia de alegato, por cierto exitoso, en los tribunales estadounidenses en beneficio de individuos que asisten a lugares de ligue, armados con bates de bates de béisbol para “golpear locas”, y que se escudan detrás de la noción de “pánico sexual” en un colmo de mala fe y de crueldad cínica.

Por lo demás, las teorías teológicas, morales, jurídicas, médicas, biológicas, psicoanalíticas, antropológicas, etc, nunca son más que razones inventadas para justificar una convicción íntima; y resulta por lo general inútil demostrarles a quienes ven en la homosexualidad una suerte de tara o patología, que su creencia obsoleta ha quedado desde hace tiempo invalidada por la propia medicina: lejos de ser la causa de su homofobia, este discurso médico, históricamente rebasado, sólo serviría ocasionalmente para la forma y, a lo sumo, para alguna eventual confirmación. (...)

¿Por qué la homofobia surge o resurge de modo más violento en tal época, tal lugar o bajo tal forma precisa? Más allá de las manifestaciones comunes, pareciera que las grandes olas de homofobia obedecen por lo general a manifestaciones oportunistas. De hecho, la Historia está llena de enseñanzas al respecto. Desde los primeros tiempos de la revolución comunista, la homosexualidad fue relativamente “tolerada”; en su primera edición, de 1930, la Enciclopedia soviética afirmaba claramente que la homosexualidad no era ni un crimen ni una enfermedad. Las penurias del régimen y el ascenso de Stalin al poder contribuyeron a endurecer las condiciones de vida; la homosexualidad fue de nuevo penalizada en 1933 y pronto se volvió crimen contra el Estado, signo de decadencia burguesa y, más aún, una perversión fascista. Y, como señala Daniel Borrillo, “por una triste ironía de la Historia, la Alemania nazi instrumentaba en la misma época un plan de persecución y exterminio de homosexuales en el cual los asimilaban con los comunistas”.

Estos ejemplos muestran claramente que la homofobia latente, e inherente al heterosexismo, puede ser bruscamente reactivada por una crisis grave que justifique la búsqueda de un chivo expiatorio. Habiéndosele atribuido todos los males, la homosexualidad puede entonces volverse razón suficiente para purgas que se juzgan necesarias: asimilada así a la herejía búlgara durante la Edad Media, la sodomía fue utilizada como instrumento de inculpación en la lucha contra las “desviaciones” religiosas, contra los Templarios, por ejemplo. Con una lógica parecida, durante las guerras de religión, la homosexualidad se volvió vicio católico según los hugonotes y vicio hugonote para los católicos; en la misma época se le asoció a las costumbres italianas, en la medida en que la Corte de Francia parecía invadida por la cultura italiana; luego fue el turno de las costumbres inglesas, cuando el imperio británico alcanzaba su apogeo; o a las costumbres alemanas, en el momento más crucial de la rivalidad franco-alemana; o al cosmopolitismo judío o al espíritu comunitario estadounidense de hoy. Vicio burgués para los proletarios del siglo XIX, también fue para el burgués de entonces algo propio de las clases trabajadoras, siempre inmorales, o de la aristocracia, necesariamente decadente. Todavía hoy, en Medio Oriente, India o Japón, se le percibe como una práctica occidental; en Africa negra, por supuesto, se trata de un asunto de blancos.

Militante francés del movimiento LGBT. Autor del Diccionario contra la Homofobia (Ed. Akal) de cuyo prólogo se ha extraido este texto.

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