Viernes, 3 de octubre de 2008 | Hoy
ES MI MUNDO
Así, Bird, lo llamaban sus conocidos: una corte que incluía a los elencos que daban vida a sus obras y hasta el séquito jamás desinteresado de la crítica teatral. De Tennessee Williams se conoce la sombra de su propia leyenda, su dramaturgia —capaz de dejarlo solo en su propia cima del siglo XX— y unas memorias ahora reeditadas que vale la pena visitar, aun a pesar de la traducción.
Por Luis Chitarroni
La boca guaranga del Bird, como lo llamaban, que no dejó de rezar, por viscosa o seca que estuviera, su pequeña plegaria, efecto de borracheras felices y de las otras, disimulada sin maestría en la disimulada madurez por un bigote más guarango todavía, ganador de un concurso de modelos masculinos que podía pasar de Errol Flynn a Cantinflas (sin, como suele decirse, solución de continuidad) es la que cuenta en esta autopsia superficial, fisonómica, sin interés por cerebelo ni meninges. A nadie se le escapará que la materia que nos ocupa no es la ornitología sino las memorias de una persona que supo proyectarse como leyenda en su propio tiempo, y que se llamaba Thomas Lanier Williams, conocido como Tennessee, concesión amable al milieu del que provenía, río y pantano y mansiones opulentas de columnas blancas. Chozas que improvisan un combo pobre con una tabla de lavar, un peine de dientes enfundados y un palo monocorde. Verano y humo.
Sí, lo llamaban “Bird”, pájaro, los conocidos, un reparto variado y no siempre luminoso de amigos, amigos de los amigos, enemigos acérrimos (entre los que no hay que excluir a los críticos teatrales, George Sanders de ópera bufa, séquito contagiado de ludibrio). Sigamos. La nariz decidida y curiosa del Bird, capaz de aspirar el aire pecador del Sur entero o gótico para exhalarlo ante un museo de jesuitas chismosos y convincentes, proclives a dar por cierta su conversión al catolicismo. El pelo siempre escaso o extranjero del Bird sobre la frente ancha que inventó, sumando las penurias de los personajes a las neurosis de los actores, los elencos disfuncionales del siglo veinte más eficaces para resumir un océano de imágenes y escenas: Blanche Du Bois, Tallulah Bankhead, Claire Bloom, la señora Stone (de abrupta primavera sin esperanza), y Kowalsky, Chance Wayne, Ana Magnani, Jon Voight, Burt Reynolds, Burt Lancaster (poco importa que el segundo Burt nunca haya asistido al casting; poco importa en serio el segundo Burt). El ceño despejado del Bird, con su inocencia ajena a la perplejidad, ajena de veras con voluntad angélica (un dulce pájaro de juventud lanzado al aire se convierte, por obra y gracia de la oxidación, en un heraldo negro con voluntad de quiróptero) al infierno que los otros subalquilan (aunque esos otros fueran el morrudo Gore Vidal de sutilezas dignas de Fairbank, el remilgado Paul Bowles de preocupaciones menos estéticas que gastronómicas o un Glenway Wescott glabro, expuesto al sol como moneda cuya ceca es un águila próxima, vecina, no proverbial ni simbólica, en el álbum vetusto de una marica mexicana de las que se atreven a hospedar turistas embriagados por el exceso de hospitalidad). La barbilla sojuzgada del Bird, huidiza, que tantas molestias le debía de procurar, y que el libre albedrío capilar de los setenta le ayudó a mentir: un esmero heroico que subraya como disfraz taimado las mezquindades propias de Natura.
La hybris (hubris) del Sur del Bird, que enaltece y deroga los linajes y las virtudes latinas, ejemplo vicioso pero de vigencia convencional, proporciona los ejemplos o los derrocha: un taciturno Poe virginiano contra un educado Poe del Este. Un Pound de Idaho capaz de admitir que perdieron la guerra (de Secesión) quienes merecieron ganarla. Un Bayard Sartoris como víctima solemne de la avidez militar del “reino de este mundo que estaba para mí”: el pintoresquismo hegemónico del realismo mágico, ralea sin realeza afantasmada por esa derrota de la inteligencia amparada en los Estudios Culturales. Flannery O’Connor y Carson McCullers. La conveniencia de una atmósfera a la hora de incorporar un mundo. Sí, de nuevo Tennessee Williams: verano y humo.
El libro que con violencia y ternura whitmanianas, de incomprensión simétrica, quisiéramos que leyeran todos son las Memorias de Tennessee Williams, veraces hasta el histrionismo y la nimiedad. En su lánguida presunción de audiencia, no de lectores, en su literalidad abnegada o angustiosa ayudan a hacernos creer que una vida es, nada más, una vida, categoría a la vez insuficiente y cuantiosa.
La vida se cuenta a partir del repertorio disponible de figuras a mano, consultorio de la expresión y las emociones. Vidas muy diferentes se adecuan al estilo, y James Joyce termina pareciéndose a Swift (autor al que vía Beckett vía Cioran no admiraba) por la mera publicación de un epistolario. Según C. E. Feiling, Gore Vidal y Raymond Aron compartían conclusiones éticas y comportamientos sintácticos, aunque escribieran en idiomas distintos. Algo que en aras de una lectura técnica quiere decir: las lealtades.
En los años en que las memorias de Tennessee Williams fueron publicadas por primera vez, a fines de los setenta, parecían no parecerse a nada. Sin embargo, parecen parecerse mucho a las que el informe Kinsey despabiló, vigilia dispuesta a deponer el “yo” de los pudores a la veracidad hiperbólica. Tennessee Williams no incurre en ella. Viola el principio de lirismo autobiográfico precedente: de Anaïs Nin a Dorothy Parker, de Henry Miller a Frederick Prokosch, pero no por eso consagra el ímpetu de los alardes a la actividad sexual. Podemos aprender, vía Tennessee Williams, que un marine entrenado para invadir territorios ajenos puede emitir la quejumbre de su “pequeña muerte” hasta siete veces seguidas, pero no averiguar los detalles circunstanciales ni las condiciones políticas que desataron la invasión.
En el dejo indiferente y afanoso con que el memorialista cuenta el pasado no deja de advertirse que el dramaturgo más importante del siglo veinte sabía ya que su misión carecía de la austeridad y el laconismo exigidos a las obras Verdaderamente Importantes: las declamadas con monótona superioridad metafísica en los escenarios del Gran Hotel Abismo. De Ibsen a Brecht, de Strinderg a Beckett, de Ghelderode a Copi, los arduos demiurgos de estéticas y técnicas ajenas parecen darse el lujo de no inhibirlo. Ni siquiera la variedad de recursos de Lee Strasberg, del taller de al lado, propenso a la tarea de regalarle errores de toda laya. Contra la Historia del Arte, contra la Historia del Teatro (ejecutor de lo efímero en cada una de sus representaciones), Tennessee Williams, el hombre que creció en St. Louis, dueño de una imprudencia local sostenida por la reputación, hace crecer hasta la infancia final que la sucesión atolondrada de anécdotas y episodios, asistida por el vibrato de lo irreconocible, podrá borrar, como un torrente del talento dramático, el acento de un doblaje (en primera persona) de esa materia vital, biográfica, conquistada por la experiencia. La traducción de tal abuso de confianza es igualmente fatídica e inolvidable. Pretende persuadirnos de que los escrúpulos y prejuicios de un idioma pueden ser borrados por otro en el ejercicio de reponerlos a una actualidad dudosa, española. Que esa cátedra corrupta de malentendidos tenga la forma final de un libro es una circunstancia que no podemos repudiar antes de agradecer, como se ha hecho.
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