Viernes, 3 de octubre de 2008 | Hoy
OUT
Por Mónica Duva
Soy la que busca la compañía de aquella monja, joven, simpática, salerosa, y alimenta una fascinación que crece al compás de las cercanías: el ruido de su llavero en un pasillo, el aire perfumado de Henno de Pravia, el roce de su blusa en mi brazo.
Soy la de la foto. La del vestido de quince y la sombra verde en los ojos, un tanto extrañada de sí misma, procurando parecerse a la mayoría sin lograr conseguirlo.
Soy la que se espanta pensando en que el príncipe azul llegue por fin y la vida se vuelva un “para siempre”, monótono, aburrido.
En la ventana abierta de mi memoria, un circuito incesante de imágenes se proyecta sin ningún orden, pero también sin ningún azar.
Lo que busca se desdobla y multiplica su sentido en cada retorno consciente.
Hablamos murmurando adentro de la carpa para que no se entere el resto que sueña otro sueño. Nuestras caras están muy cerca; tanto, que el calor húmedo de su boca al susurrar orienta la brújula de mis sentidos.
Adoro la palabra que nos une por cientos y cientos de minutos, de horas, de días. La palabra excusa, palabra íntima.
¿Hasta dónde puede una adolescente católica practicante acercar su palabra a esa boca? Boca doblemente prohibida por el género y por el hábito.
Leo y releo la epístola de San Pablo a los Corintios. El amor todo lo puede. Quiero tocar el amor, pero abstraigo mi deseo en infinitas meditaciones. Logro que durante un tiempo se torne etéreo. Sin embargo, hay algo ahí que se resiste a desmaterializarse. Vuelve al acecho a pesar de mí y de los apasionados poemas de San Juan de la Cruz que leo o la flecha que quema a Santa Teresa por dentro y la hace levitar por amor de Dios en aquella estampa que conservo para recreación de mi espíritu. Procuro acercar así mis sentimientos a lo sublime.
Fallo. Quiero su boca. Cada vez que la veo quiero su boca. Y mi cuerpo frente a ella desmiente cualquier hipótesis acerca de la sublimación.
En el camino del encuentro con una misma son muchos los atajos, pero más aún los desvíos.
Ya habíamos hablado de todas estas cosas con una amiga, pero yo me hacía la desentendida e intentaba convencerla de que todo aquello eran problemitas hormonales típicos de la juventud.
Un día le espeté la pregunta: ¿cómo se hace? Y ella soltó una mano del volante de su Dodge 1500 y con gesto suficiente me mostró primero un dedo, luego dos, luego tres y se rió de mí. Finalmente me acercó con su auto hasta una casa y allí me dejó. Era febrero y yo tenía diecinueve años.
Cuando lo que acontece revela una nueva organización del mundo, los detalles suelen tener un valor ínfimo.
En los veintiún años que siguieron jamás conocí un momento de mayor certeza que aquél.
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