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Viernes, 19 de septiembre de 2014

A MOVER EL ESQUELETO

En tiempos de prohibiciones, exilios y resistencias, la fiesta se montaba en los lugares menos esperados, gracias al boca en boca y en escenas que se acercaban a las de una película de espías tristemente verosímil. Aquí, una selección de recuerdos y contraseñas de tiempos en los que socializar implicaba peligro de muerte.

 Por Paula Jiménez España

Se habla de piletas techadas, fiestas clandestinas, buques que se hunden, bunkers desde los cuales esperar la salida de un bote hacia una isla escondida, conventos de monjas, razzias, sótanos. En los relatos de los habitués, la información acerca de los bares gay lésbicos que frecuentaban en la Argentina de los años ’70 es florida y por momentos bizarra. Esta historia, que carece de documentación, de imágenes, de publicidad gráfica, está hecha de la memoria del encuentro en un contexto de ocultamiento y persecución. “En esos años había fiestas clandestinas, que iban rotando. No sé si recordarás la famosa fiesta del sombrero en la que cayeron todos y era en el Privado Bar que se había mudado desde avenida Coronel Díaz a la provincia, a causa de las excesivas visitas de la policía. También había un sótano del que no recuerdo su nombre, sobre Avenida Las Heras; otro en un boliche que era una casa de gente gay y uno más en San Telmo. Había otro en San Miguel, frente a un convento de monjas”, cuenta Luis, gran conocedor del ambiente de aquella década. Luis es un señor gay que se muestra más que entusiasmado en recomponer para Soy la historia de una logística nocturna prohibida. Las anécdotas con las que se refiere a los años de la dictadura, derraman agua por todos lados: “El San Francisco era ese buque que amarraba en la Vuelta de Rocha. Otro de los boliches era el de Tigre, ahí íbamos a la medianoche a encontrarnos y escondernos. Después nos chiflaban y nos íbamos a un muelle. Subíamos a un bote con motorcito fuera de borda donde entrábamos 15 o 20 tapados por una lona y nos llevaba al arroyo Abravieja. Ahí bajábamos en el muelle de María, que era un barcito, cruzábamos y estaba el boliche, no me acuerdo cómo se llamaba, y la pista era una pileta de natación tapada con madera. Yo estuve cuando se hundió y cayó la Prefectura y tuvimos que huir en botes clandestinamente. Dicen que después lo incendiaron”.

El escritor argentino Rubén Mettini Vilas vive en Barcelona desde 1976. Viajó becado en el ’74 y a raíz del golpe militar decidió no regresar al país. Durante los años anteriores a su partida, como la mayor parte de la población GLTB, solía frecuentar boliches nocturnos que eran los únicos lugares posibles para el encuentro y la socialización. Era un entretenimiento adrenalínico, además de una necesidad vincular, dentro de un clima nacional que iba a contrapelo del destape español que pronto Mettini Vilas conocería. “Daniel’s no estoy seguro de que sobreviviera a la dictadura –cuenta–. De todos modos, ya estaba abierto en el ’68 o sea que era realmente histórico en lugares lésbicos. La casa, en La Boca, de esa mujer que cantaba tangos –el escritor se refiere a Marikena Monti, presente también en los relatos de Luis– probablemente quedaba protegida porque no era un lugar exclusivo para gays. Con la discoteca Chelovekos tengo algunas dudas. Mi amigo Jorge Luis estuvo en febrero o marzo del ’76 con un chico danés, pero no tiene la certeza de si sobrevivió después. Respecto de Oráculo, los tres amigos recordábamos a dos travestis que actuaban allí: Graciela Scott y Theo. Por suerte vi que está Graciela Scott en Facebook. Por las fotos sigue siendo travesti y también por las fotos imagino que en los ‘70 debía ser una chica muy joven.”

El único respiro de libertad que Mettini Vilas recuerda de sus visitas a la Argentina se daba en las vacaciones de verano, cuando la costa argentina quedaba mágicamente eximida de la persecución a la comunidad LGBT (persecución que, aunque en menor medida, continuó existiendo en democracia a través de las razzias a los boliches y otras yerbas). “Mar del Plata siguió teniendo mucha vida gay durante la dictadura, había varios locales abarrotados de gente –cuenta–. Recuerdo haber estado en dos o tres en el año ’80. La gente aprovechaba las vacaciones para hacer allí lo que no podía hacer en Buenos Aires.” Por su parte, la escritora Susana Guzner también recuerda haber disfrutado de la noche gay lésbica frente al mar durante aquellos durísimos años. “Me viene a la memoria un boliche de Villa Gesell que se llamaba Cachavacha –dice–. Era de copas y bailongo para todas y todos, pero me consta que las Les solían reunirse en él. Yo soy de La Plata y ni siquiera hoy hay en La Plata boliches para nosotras.”

Silvia O. nació en Paysandú, Uruguay, donde vivió hasta el año 1974, cuando su grupo de compañeras de magisterio la siguieran por la calle y la vieron entrar en la casa de una “lesbiana conocida del pueblo”. Como corresponde, las muy chusmas desparramaron la información maliciosamente y el escándalo la obligó a exiliarse. Tres años después, Silvia O. pisó por primera vez un boliche gay lésbico y Buenos Aires se convirtió para ella en la ciudad más parecida al paraíso. “Una noche fui a Privado Bar, ahí nos dieron la dirección de un boliche que quedaba en la calle Gaona, en Ciudadela. Yo estaba fascinada. Ibamos en el tren y volvíamos en el 166. Para mí fue muy impactante porque se bailaba junto. Esas tortas eran re-tops. La mayoría, profesionales pero no intelectuales. Había mucha médica, mucha ginecóloga, mucha azafata.” No sin dificultades, el ambiente lésbico recién empezaba a cohesionarse por aquellos años en los que los hombres, más prestos a la visibilidad, como siempre, eran mayoría. “En Nosotros, un boliche de Ciudadela, serían un setenta por ciento de gays contra el treinta que éramos nosotras. Una cosa que había exclusiva para chicas era un campito donde nos juntábamos las tortas a jugar al vóley y después a la noche party, había mucha fiesta privada. Tiempo después conocí Contramano, que al principio era mixto, con más varones también. Pero una noche se armó una pelea entre mujeres, una rompió una botella y no nos dejaron entrar más. Hay de todo en la vida. En Caseros también hubo uno que duró muy poco, dos, tres meses. En los boliches de la época de la represión venía la cana con un micro y se llevaban a todos. Pero igual los lugares se llenaban. A la gente gay no la vas a someter nunca.”

En la historia de Ana Rubiolo, psicóloga y activista lesbofeminista de la primera hora, los primeros pasos en la noche del ambiente coincidieron con su coming out durante los años ’78 y ’79. Pero en los sitios donde ella iba las mujeres prácticamente brillaban por su ausencia o estaban opacadas por la seguridad de su closet. “El 99 por ciento del público eran varones y el 1 por ciento chicas –cuenta–. La mayoría decía ser amiga de chicos gays y aclaraban que no eran lesbianas. Yo generalmente bailaba con mi amigo Gabriel. El fue teniendo un arrastre impresionante y así conseguí muchos amigos gays. Pocas veces pude bailar con chicas. Lo que sí recuerdo es que era buenísima la música. A la previa la hacíamos en un bar de Libertador cerca de la barrera de Barrancas. Ahí teníamos que identificar al chico que daba las tarjetas y la dirección. El anotaba nuestro nombre en la tarjeta. Los lugares donde se montaba el boliche eran direcciones de casas privadas. Tocabas el timbre y dos o tres patovicas te daban o no la aprobación para entrar. A veces te revisaban como los canas, palpándote por si tenías armas.”

La peligrosidad, la marginalidad, las actividades ilegales, todo estaba puesto en la misma bolsa de gatos que era la noche y en esa bolsa maullaba con desesperación la población GLBT de los años ’70 buscando amor, amigxs, diversión. Y a esa noche mixturada y caída de los bordes de lo tolerable para las buenas costumbres, arribaban, mucho más que a la obtusa normalidad de los días, noticias de un futuro en el que ciertas libertades –nunca todas– serían posibles. “Yo frecuentaba un pool en Riobamba entre Santa Fe y Marcelo T. de Alvear donde iban muchos gays y prostitutas que a su vez eran lesbianas y curtían entre ellas –dice Ana–. Era un pool a donde iban a distenderse después del trabajo. Ahí conocí también a algunas travestis. De ahí, si les caías bien, te invitaban a fiestas privadas donde circulaba gente muy under, extranjeros, lesbianas que habían vivido en EE.UU. y que me informaban de las maravillas de los boliches del primer mundo y las modas butch y femme, sado y todo lo demás que fue llegando de a poco acá y que se hizo visible a partir de la vuelta a la democracia. Pero ésa es otra historia.”

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