Viernes, 26 de septiembre de 2014 | Hoy
Ansiosa, celosa, humillada, canyengue pero fina, desesperada, desopilante, desnuda, malhablada y borracha pero que no se note, la actriz Camila Sosa Villada consigue dar infinitos matices a ese monólogo que en El bello indiferente se dirige a un hombre que no contesta (un bello inquietante Hervé Segato). Edith Piaf y Jean Cocteau, que murieron con pocas horas de diferencia el 11 de octubre de 1963, pueden hoy, en vísperas de otro aniversario, revolverse en sus tumbas: la obra dirigida por Javier Van De Couter le hace honor a la poética del desvío que cada uno de ellos supo representar.
Por Liliana Viola
El telón está abierto y lo primero que se presenta es la oscuridad. Apenas empieza, El bello indiferente ya carga con toda una noche encima, son las 2 de la mañana en un cuarto de hotel de muy mala muerte y está por llegar esa hora de las rabietas en la que los desvelados se convencen de que no habrá chance de pasar al otro día sin que alguno reviente. Jean Cocteau escribió esta obra bajo la impotencia de los tiempos de guerra (1940), y encima la hizo a medida para Edith Piaf, “una de esas cantantes realistas que nos llenan la cabeza de negro en lugar de llenarnos el corazón de sueños” había declarado el atolondrado de Yves Montand antes de convertirse en aprendiz de cantor y amante de esa misma mujer. La más absoluta oscuridad, si nos dejamos guiar por la definición del mismo Cocteau en La voz humana (1930), es cuando del otro lado te cuelgan el teléfono o cuando admitís que no existe una acción que te una al otro más que la de cortarle ya mismo. En El bello indiferente, que puede catalogarse como la hermana menor o en desgracia de esa pieza más famosa, ni siquiera se sabe cuándo hay que cortar, porque el interlocutor está presente. EMILIO, el hombre que no contesta, llega tarde pero llega. Así es que la interferencia, la conversación ligada, la espera por el llamado que taladraba en La voz humana, aquí se dan también... pero cara a cara. Dos personajes –LA MUJER que habla y EMILIO, el otro perfecto, la carne fresca que no se entrega pero se deja mientras mezquina nada menos que su punto de vista y sus íntimas razones– representan la torre de Babel de la incomunicación humana, puesta en escena de la expresión “hablarle a una pared”. Claro que como la escribió el padre terrible del homoerotismo –tanto del sublimado como del alevoso– la pared es bella, es indiferente y se paseará desnuda por el escenario. ¿Más negrura? LA MUJER viste de negro. No sólo por esa célebre inclinación de la diva a los tonos sufridos sino por el acertado diseño marketinero de Louis Leplée, el descubridor que le había puesto el apodo de “gorrión” y la acompañó como bruja madrina (era empresario y dueño del cabaret Le Gerny’s) en su transformación identitaria, de callejera trágica a trágica profesional.
“La actriz que se meta en esto, a más de 70 años de distancia, va a tener que ajustarse al cuerpito estrecho de la Piaf o destrozar el molde.” Soy yo ahora la que se pone a reflexionar –¡y en voz alta!– con este acertijo o este lugar común. Es que por culpa de Internet, antes de llegar al teatro, no sólo sé cómo suena la misma Edith Piaf diciendo su monólogo en París, sino que espié la obra que está traducida al castellano: son apenas seis páginas de celos, muy breve pero también muy largo si se la lee como lo que también es: mil maneras de decirle, inútilmente, a un infiel ¿Dónde estuviste? Me responde otro espectador con otra pregunta: “¿Pero vos viste alguna vez a Camila haciendo Carnes tolendas?” Hace unos cuantos años, en Córdoba, Camila se iniciaba en el teatro como la madre travesti de Hitler, fue una de Las criadas, de Genet, en una versión llamada Mugrientas y en 2009 el hallazgo de su propia vida en Carnes tolendas. Retrato escénico de un travesti la puso en la mira del cine y la televisión: Camila, desde entonces, protagonizó la película Mia y la serie La viuda de Rafael. Mi informante recita de memoria: “Camila ha leído todos los libros del mundo para poder contar historias a sus amantes. Camila eligió su nombre por Camille Claudel... amante de Rodin. Una mujer muy talentosa y bonita”. Con un cambio de registro, de pose y sobre todo de la voz, la actriz recorría su biografía haciendo de su propio padre (“Vaya pasando a la pieza así le corto las pelotas y se me va a convertir en una mujercita del todo, carajo. Y se me va a mandar a mudar de acá. Porque en esta casa yo no quiero travestis, ¿me está escuchando?”), de Bernarda Alba, de su mamá Graciela, de una entrevistadora bien intencionada (“Como presidenta de la Liga de Madres de Familia Madrileña quisiera hacerte aquí un par de preguntas puesto que es la primera vez que tengo sentada frente mí un travesti y no quisiera dejar pasar la oportunidad de poder saciar todas las dudas siendo que ustedes han invadido todos estos años la pantalla, la televisión y todas las cuestiones que tienen que ver con el travestismo público por ejemplo yo quisiera saber tú cuando vas al baño ¿vas al baño de hombres o de mujeres? ¿Haces pis de parado o de sentada? ¿A qué edad te echó tu padre de tu casa? La gente por la calle te debe decir cosas horribles, ¿verdad?”). El espectador, que puede ser un fan pero también puede ser un crítico menos improvisado que yo, resumiendo, me dice que sí, que le tiene mucha fe.
El ensayo general se retrasa unos minutos. De pronto el director, Javier Van de Couter, aparece reclamando a la producción una pieza aparentemente tan clave como llegó a ser la cruz de oro de Cartier con siete esmeraldas que le regaló una enamorada Marlene Dietrich a una Piaf menos amante que dispuesta a colgarse toda cadena, incluso la de la superstición. “¡Camila dice que tiene que aparecer la tanga!” Siempre sobresale la frase más impresentable en una deliberación o en el fragor de los preparativos. Pero en el afiche tampoco la tiene. Por estos días, en el mundo paralelo o mejor dicho, el mundo superpuesto que es Facebook, la desnudez causó una estúpida polémica. Los desnudos (algunos) resultan ofensivos, se denuncian anónimamente y luego se censuran. Camila contesta en su muro: “Detrás de la promoción de El bello indiferente hay una obra de arte, una idea, un concepto. ¿Molesta la desnudez o la obra de arte, la idea, el concepto? ¿Sería mejor que esté vacío de todo?”. Dicho lo uno y lo otro casi como una coreografía burocrática resta esperar o rezarle al dios de los impedimentos que prospere el escándalo, que los ofendidos insistan y que actúen como caricaturas de sí mismos en lo que se empieza a perfilar como una nueva mano de obra: los mejores agentes de promoción.
Con una peluca corta y frondosa que le da un certero pero ligero aire Piaf, bella y salvaje, a punto caramelo de la decadencia o del estrellato, en tetas, con cara y cuchillito de asesina, su desnudez parece citar ese gesto travesti libertario de Carnes tolendas, gesto que también ha sido muy visitado en los espectáculos de travestismo, donde caía el velo y quedaba desnuda. “Entonces quería mostrar un cuerpo desvestido, el cuerpo travesti desvestido que no fuera el que se ve en la pornografía o en las escenas clásicas, cuerpo travesti que se ofrece para que la gente entienda hasta qué punto, en mi existencia, todo es una gran contradicción, compleja infinitamente.” Pero en el contexto de El bello indiferente, la desnudez ha recorrido otro camino. El desnudo viene guiado por este otro personaje de LA MUJER donde “lo travesti” ha dejado de ser el nudo de la cuestión. Ni negación ni limitación ni primer plano: un concepto de obra, subrayan director y actriz, donde si LA MUJER es además travesti o no, es un plus que aporta fuego al juego, pero no tiene peso en la trama. El director y la actriz analizan esa decisión ausente en las indicaciones de Cocteau, quien, ya se sabe, estaba más concentrado en el cuerpo de su personaje masculino. “Fue algo que surgió en los últimos ensayos, de repente en la desesperación que te da ese hombre que a lo mejor se me va a ir, me dieron ganas de sacarme todo, hacer lo último para retenerlo, calentarlo, y también para perder bien perdida.” Javier agrega: “A nosotros, cuando hizo eso, nos sorprendió, pero viéndolo desde afuera nos pareció que tenía su lógica, que dentro de toda esta obra hay una tensión sexual que nunca se resuelve, que se desata así, a los tumbos y de un solo lado. La empezamos a alentar como si fuéramos su conciencia más optimista y medio porno: ¡sí, hacele un pete, agarralo! Lo mismo nos pasó con la violencia que también está contenida en el silencio de este hombre tremendo a quien Cocteau le marca una tremenda cachetada”. La escena final es desgarradora y soberana. En el mundo superpuesto y en el resto de los mundos posibles, la desnudez admite más codificaciones que las previstas en las cláusulas explícitas. Quedarse desnuda y a los gritos puede ser también quedarse hablando sola.
Pero eso sí, última.
La obra abre con una herejía involuntaria: un locutor anuncia que hay que apagar los celulares y que en el Centro Cultural San Martín no se fuma. Justo las dos acciones elementales sobre las que Cocteau y toda una época apoyan el resto de sus actos salvajes, de espaldas a la Organización Mundial de la Salud y a conceptos como “calidad de vida”. Una mano que puede manipular cigarrillo y lapicera a la vez es uno de los autorretratos más fieles que se hizo el escritor. La humareda del fumando espero y el teléfono con horquilla son las dos señales que evocan el tiempo en que fue escrito. El resto de la escena diseñada por la realizadora Oria Puppo juega en cierta atemporalidad y hace foco en una pieza desordenada donde la cama, el frigobar, la ropa colgada funcionan como testigos de una intimidad temporaria. Bien en el margen del escenario titila una luz y se mueve una silueta que canta en francés. La canción no figura entre las indicaciones originales, es “Las hojas muertas”. La eligió Camila porque se trata de una canción que tuvo un éxito increíble e inédito: se la traducen para que la cante en inglés y la Piaf descubre que puede transmitir la misma pasión también en otro idioma, casi se diría, en la lengua opuesta, de los eternos rivales, una invasión de territorios que funciona en esta puesta como bandera simbólica. La luz tampoco estaba prevista. ¿Es de esperanza? Ni soñarlo. Es un pucho de los tantos que fumará como un escuerzo LA MUJER interpretada como las diosas por Camila Sosa Villada. La voz es muchas voces: la de aquellas viejas actrices de buena dicción, la vecina del grotesco, la vampiresa y la sargenta, la que se la banca porque tiene calle, la que tiene una mamúa tan padre que jamás arrastra una sola sílaba, la cordobesa de origen que saluda en las sílabas finales cuando reprocha o está a punto de llorar. Trabajada cada oración como una coreografía, la puesta consigue convertir a cada espectador en un voyeur.
Le había pedido a Cocteau que le escribiera una canción –recuerda Piaf en una entrevista también disponible en YouTube– y al poco tiempo, el escritor la citaba en su casa para proponerle esta letanía de un amor no correspondido. O mejor dicho, por la no correspondencia entre esas dos funciones del amante y el amado. O entre la posesión y la poseída. Cocteau, además, llevaba al extremo más morboso ese respeto absoluto al ejercicio autobiográfico que tienen todas las canciones del repertorio Piaf. Aquí LA MUJER es cantante y desafortunada en el amor. Siempre abandonada (aunque sea ella la que se agote de callejeros y rufianes o celebridades como Marlon Brando, Yves Montand, Charles Aznavour, Georges Moustaki), el actor elegido para hacer de amante fue Paul Meurisse, que ¡oh casualidad! era también partenaire de Piaf en la vida real. La pareja, en una versión muy premium de lo que hoy conocemos como el show de los yoes, iba a mostrar o al menos representar ante París el desbarranco de la relación.
“La noche de estreno se aprende a hablar, se pone una de pie”, escribe Camila en su muro anunciando el estreno. En otras declaraciones impone sin perder el humor el giro autobiográfico: “Me encanta hacer personajes de minas sufridas por amor, porque yo he sufrido mucho por amor. Entonces aprovecho y no pago terapia”. Lo cierto es que su prontuario artístico, que comienza con Camille Claudel, sigue con Tita Merello y Billie Holliday (en la obra Llorame un río) y promete continuar con Frida Kalho, la señalan como una cazadora serial de grandes mujeres. Devoradora de vidas espectaculares y confesa fanática de Edith Piaf (“para mí, leer, escuchar un disco o escribir es lo que para otras travestis las siliconas”, bromea) descubrió la existencia de El bello indiferente al verla citada al pasar en una biografía. Allí buscó a Javier van de Couter, su director fetiche, y ambos fueron al hallazgo del bello. En las biografías que se han escrito sobre Cocteau, la Piaf aparece fugazmente a raíz de esta obra, para ser rescatada de un bajón de popularidad en los años ’50 gracias a un artículo elogioso y para morirse primero, provocándole al escritor un infarto y unas últimas palabras tan estridentes como conjeturales: “El barco se acaba de hundir...” Si hubo amistad, amor extraño o bella indiferencia, no ha sido registrado. Esta versión argentina de la pieza que los unió consigue resucitar voces y silencios, y constuir arbitrariamente diálogos imaginarios. “Por un momento tan solo, entiendo el sentido de mi vida./ Escribir el drama que me honra, con la delicada monstruosidad de mi existencia”, dice Camila en su poema. Y entonces, Cocteau, desde la oscuridad del año 1947 (mucho más densa que la de estos días), se siente impelido a responderle: “A fin de cuentas, todo se arregla, salvo la dificultad de ser, que no se arregla”. Después de todo, él no era bello y tampoco indiferente.
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