Viernes, 12 de diciembre de 2014 | Hoy
CINE
La semana pasada se presentó en la Filmoteca del Enerc una retrospectiva del cine de Carlos Hugo Christensen en Brasil, con películas que sólo se habían proyectado una vez en el reciente Festival de Mar del Plata. Así se pudo apreciar, entre otras, El muchacho y el viento (1967), un verdadero hito en el campo cinematográfico sobre las diversidades sexuales.
Por Adrián Melo
En la Argentina, el director y guionista santiagueño Carlos Hugo Christensen (1914-1999) fue uno de los precursores del género policial y definitivamente inauguró el melodrama erótico con títulos tales como Safo. Historia de una pasión (1943), El ángel desnudo (1946) o Los pulpos (1948). No es novedad que sus películas admiten la clave homoerótica: La muerte camina en la lluvia (1948) retrata una camaradería de hombres solteros que tienen extrañas costumbres (un mago que se jacta de ser de Oriente y que usa para sus espectáculos a un bello joven andrógino con el torso desnudo, un relojero mitómano, un artista excéntrico ruso y un médico que le gusta vagar por las noches en busca de aventuras, locos y amor) y que conforman una sociedad secreta para el delito. En sus films policiales, la homosexualidad suele aparecer soslayada en términos de paranoia, trampa, sordidez y criminalidad ya anunciada desde títulos tales como La trampa (1948), No abras nunca esa puerta (1952) o Si muero antes de despertar (1952). A su vez, sus melodramas abundan en amores prohibidos con finales infelices, como los que las reglas nunca escritas de Hollywood reservaban a los amores homosexuales y roles de género intercambiados (frecuentemente los personajes que interpreta el actor Roberto Escalada lloran y sufren como una mujer, y las mujeres interpretadas por Mecha Ortiz son hombrunas, independientes y activas, toman la iniciativa del deseo), y fueron analizados desde el paradigma queer o como metáfora de las diversidades sexuales. La única alegría del cine christenseniano en la Argentina radica en los bellos efebos que aparecen fugazmente –el bailarín Alfredo Alaria en una prueba de magia en La muerte camina en la lluvia, actor que más tarde protagonizará un hito de la cinematografía gay española en Diferente (Luis María Delgado, 1962)–, los muchachos que danzan entre relojes en la visión onírica de Mirtha Legrand en La pequeña señora de Pérez, los atléticos cuerpos y la erótica sensualidad de Carlos Cores y Olga Zubarry jugando semidesnudos en las playas de Río de Janeiro en El ángel desnudo.
Tal vez por la elocuecia de los títulos (Ese Río que yo amo, Crónica de la ciudad amada o El Rey Pelé, realizadas entre 1960 y 1963) pero sin siquiera haber visto estos films, los críticos decretaron que Christensen, liberado en Brasil, había perdido su encanto, su profundidad y la belleza de sus atmósferas y universos opresivos. Pero esa hipótesis apenas podía aplicarse a La intrusa (1979), que –basada en el cuento de Borges– daba rienda suelta a la pasión incestuosa de dos bellos y rubios hermanos gauchos, más dignos de una propaganda de Calvin Klein que de las desiertas pampas, según Daniel Balderston.
Sin embargo, cuando Christensen se sumergió en los relatos, breves obras de arte del extraordinario y frecuentemente homoerótico Aníbal Machado, llega a las cumbres del lirismo y de la metáfora homosexual. Eso se ve claramente en la película El muchacho y el viento y en Viaje a los senos de Druilia. La primera trata sobre la relación entre un atractivo ingeniero, José Neri (Enio Gonçalves) y el bello muchacho Zeca de Curva (Luis Fernando Ianelli), que tiene una extraña y mágica relación con el viento (“No sé si es el muchacho el que provoca el viento o el viento invoca la presencia del muchacho”, señala Neri en el film). El ingeniero, descripto como ingenuo y puro, es evasivo ante el acoso sexual de las mujeres a medida que de-sarrolla su amistad con el joven en largas cabalgatas en las altas montañas, donde el viento corre con fuerza, y hay truenos y centellas. Cuando el muchacho desaparece, es acusado de su muerte y llevado a juicio, donde niega todo contacto sexual y enfatiza que su relación con el joven estaba basada en la libertad y la belleza del viento. La defensa en juicio de un amor que no osa decir su nombre, alude a Oscar Wilde. En la cúspide de la película, y una de las más hermosas imágenes jamás filmadas sobre el deseo homoerótico, el efebo se entrega al viento y queda completamente desnudo, se abraza al ingeniero y se despide. Es el viento también el que resuelve el conflicto cuando se desata un vendaval incontrolable en la sala del tribunal, haciendo huir a los presentes, juez, testigos, y dejando solo al ingeniero abrazado a la camisa del muchacho, quien llega también a merced de una ventisca. Justicia poética que parece condenar la discriminación y asume la pasión como una fuerza irrefrenable de la naturaleza (“La asociación entre caballo, muchacho y viento me exaltaba súbitamente”, escribió Machado en O iniciado e o vento, el relato en que se basa la película).
En Viaje a los senos de Druilia, la búsqueda del burócrata jubilado, tras treinta años de trabajo alienado, de su primer amor remite a la nostálgica visión de un poema de Cavafis respecto de los deseos que no se concretan. Fernando Martín Peña señaló en la presentación que es probable que estos films nunca hayan salido de Brasil. Sólo eso explicaría que El muchacho y viento no figure como un clásico de la cinematografía gay o del deseo homoerótico, con sus originales metáforas y sus imágenes que llegan a la altura de Muerte en Venecia, de Visconti.
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