Viernes, 30 de enero de 2015 | Hoy
POLÍTICA DEL SENTIMIENTO / RESENTIMIENTO
Por María Moreno
Oyendo el shofar de moscardón de la voz de Gonzalo Rojas me pregunté alguna vez por qué en Chile los poetas están, de atrás para adelante y de garganta en garganta, de Huidobro a Rokha y de Neruda a Rojas, por orden de aparición pero con ritmo, atados a su voz en cuerpo presente hasta el punto de que la voz de autor, la fónica y la poética se funden indiscernibles en el cuerpo, haciendo a la obra imposible de interpretar por otro sin desfiguración y pérdida de identidad. Entonces pensé en que Pablo de Rockha, en honor a su nombre, tenía un carraspeo ceñudo de piedra vieja y que Neruda gangoseba con la monotonía de un juez de paz o de un burócrata. Pero que en esos rasgos singulares permanecía uno común: un tono de elevación titánica, literal por la presencia de Los Andes, como si todos, a la hora de la poesía, fueran Moisés en la cumbre del Sinaí. Todo un machismo de altura, según la expresión de la poeta Mirtha Rosenberg.
En Pedro Lemebel la obra eran sus palabras, la voz y el cuerpo entero, pero al machismo de altura lo vencía agachándose. Agachándose ante braguetas entrañables que se abotonan en un pantalón fajinero, para recoger la flor popu del diente de león que crece en el derrumbe, o buscando sentarse luego del penúltimo trago que es el que empuja hacia el escalón compañero.
A la montaña épica y pisada por la historia milica y separadora en aras de la Nación –concepto siempre excluyente (la casa se reserva el derecho de admisión)–, le daba la espalda llevando su lírica a los bajos de la ciudad cutre, en donde los artistas de balcón con macetas-tarros, bacinillas y teteras, las viejas chusmas de tramontina libertaria, los refundidos por la libreta manchada por el prontuario, las locas podridas de “soberbia calamidad” pero en mostacillas señoriales, caldean una lengua que bulle con una riqueza y una floración capaz de derretir la nieve bajo los esquíes de los momios y el rigor mortis de los campus. Al vozarrón geológico de los poetones de Chile, la voz de Pedro Lemebel le opone otra zalamera de roto mareado, de loca perra y lengua viperina, de Scherezade con vista al Mapocho. A su mito le suma el rasgo sacrificial de que fuera justamente la voz lo que perdiera, pero su genio la despidió en un susurro patotero con la autoridad, bien modulado para el agravio, susurro que es el tono de los perseguidos por la ley, los forajidos del sexo, los conspiradores y herejes: ese susurro no fue el fin antes del fin sino su última performance. Se lo llamó alguna vez resentido. Pero su resentimiento era una estrategia política: odio renovado a toda forma de establishment, enrostramiento a los poderosos por sus usufructos sátrapas perpetrado en nombre de faltos y despojados, exageración metafórica –el quilombo, el escándalo, el llanto y el escrache como resistencia (para el que fue ilegítimo e injuriado, el resentimiento no debe cesar a riesgo de traición y avenencia con el poder, esa insatisfacción perpetua representa a los aún humillados)–. El pijoterismo timorato institucional le negó el Premio Nacional. Pero ese gesto lo excluye menos a él que a quienes no se lo otorgaron. A un réprobo no le conviene salirse demasiado del establishment de lo injusto, para que quede una mecha de bronca en el populacho cariñoso que sabe siempre cómo encontrar fuego para prenderlo en un incendio vengador.
***
Conocí a Pedro en medias caladas y stilettos (él). Nada como un hombre para empinarse sin corcovear sobre siete centímetros de taco aguja, para flexionar el tobillo sin que el talón pierda el centro a cada paso, para caminar con equilibrio y ritmo sostenido de ave zancuda. ¡Qué piernas las del Pedro! Anduvimos del bracete por la noche de Santiago, probando todos los alcoholes, de vuelta de un congreso sobre sexualidades torcidas que terminó con la Nelly Richard y la Carmen Berenguer bailando una especie de minué en los pasillos estrechos del Insomnio.
La noche olía a flujos perlongheanos, irreproducibles por Google Maps. Los congresistas íbamos gastando el hielo de todos los bares y probando mezclas cada vez más anónimas.
Recuerdo que el Francisco Casas estaba malísimo y no se hablaba con el Pedro, pero los dos se las arreglaban para acabar sentados uno de espaldas al otro o codo con codo –sin mirarse–, claro que chismeando en voz muy alta, como para tenerse al tanto aún fingiéndose invisibles entre sí.
Luego, en otro viaje, Pedro me invitó a su casa de la calle San Francisco. En el camino desde la Portales, me hizo detener ante un accidente de tránsito y se acercó al que parecía cadáver tapado por una bolsa. Puso cara de preocupado y, de inmediato, se trenzó a conversar con los testigos. Asintió a uno y otro relato; en busca de consenso, amagó alguna denuncia con nombre y apellido, y mentó vida y muerte en alguna frase redonda. Hasta que alguien dijo que lo reconocía de la tele. Los demás lo miraron con curiosidad. Hubo un momento en que cada uno, olvidado del muerto, tanteó en su memoria en busca de la cara de Pedro en la pantalla. ¿Era en un programa de libros o sobre el casamiento de maricones? Un muchacho lindo dijo que lo había leído pero que no se acordaba del título. Pedro lo miró como a un delincuente al que se perdona por ser el día de su santo. Cuando nos íbamos calle arriba o calle abajo (soy desorientada), el muchacho con la cara radiante gritó: “¡La esquina es mi corazón!”, y pareció que era una oferta florida. Los otros testigos se quedaron pasmados.
La casa del Pedro me sorprendió: nada de lámparas chinas ni muebles pintados a lo granja hippie ni revoltijo de soltero sin servicio; nada de kitsch o latin trash. Todo iba del ocre al castaño en la armonía llamada en gamas que debemos a la corteza de los árboles y al british que la cultiva. ¿Santiago sería todavía sensible a los dictados de Eugenia Errázuriz del mueble lavado y de segunda mano, y el piso rasqueteado a pulmón? Pedro se acercó al altar de la madre y lanzó unas zalemas, sin que le hicieran vacilar en el brazo la botella de J&B.
Conversamos en el estudio amigable, medio antecocina y medio vestidor, pero con lugar para alinear los posavasos –más de dos, porque las visitas caen sin llamar–. Luego bailamos el vals por todo el piso bastante bien, y eso que yo no bailo. Es que el J&B afloja las inhibiciones y acerca una euforia que, en el límite del segundo on the rocks, da un envión que aliviana y acopla al compañero, o bien el Pedro hace leve hasta a un cadáver con ropa mojada. Hablamos mal de todo el mundo, menos de nosotros que estábamos presentes. El Pedro iba vaciando la heladera con cuidado y una especie de falta de familiaridad de mendigo que se despierta una mañana y se descubre millonario. No me dejó tocar el equipo que parecía no entender del todo –saca la patita, niña–.
Luego se fue durmiendo: la cara estirada y lisa como después de una máscara de belleza, los párpados bajos de Buda y la boca blableante como la de quien se acuna. Iba siendo una guagua de Diamela Eltit cuando despertó, y le vi crecer en los carbones de los ojitos una idea dañina. Se diría que la estaba acariciando. Yo me quejaba frívolamente de que mi papada salía torcida bajo los flashes de las brutas digitales que tanto pendejo tiende a sacar de puro escrache, para luego expandir los resultados en los blogs y, carajo, mi caída no era para tanto. “El problema...”, dijo el Pedro. Un segundo, dos. “El problema...”, volvió a decir. Me di cuenta de que hacía pausa dramática para clavar mejor la estocada y me le acerqué. Sopló:
–El problema es tu papada textual, niña.
Me gustan los imperdonables cuando son ingeniosos y las maldades aprovechables para hacerse preguntas: ayudan más que el reconocimiento adjetivado.
Esa noche el Pedro hizo una fiesta para despedir a Africa Sound, que se iba a Colombia a hacer una investigación sobre los maras, pero me dijo que la fiesta era para los dos. Finísimo: sirvió papas con cáscara, ideales para bajar los golpes del Fernet Cola y vino tinto, retrasando el mareo con una valla de almidón. Le pedí a Jovana Skármeta que me cuidara de mí misma, ya que mi avión salía temprano y esa noche debía llegar lo más entera posible al hotel de Providencia.
Cuando le dije que me iba, Pedro me agarró de una pierna y comenzó a tirar como para hacerme sentar o caer. Ya me había hecho eso en Buenos Aires mientras yo estaba en el interior de un taxi, en San Telmo, a la salida del boliche de La Cubana; borracha, quería cerrar la puerta con fuerza, cortarme de Pedro, que intentaba sacarme la bota, porque en medias yo le parecería más atrapable. Los burletes no menguaban el dolor y la presión, hasta que me escapé, cerré la puerta y comencé a hacer mohínes conciliadores en la ventanilla donde Pedro ya estaba de espaldas (para qué tantos melindres, años después me rompería esa misma pierna).
Más tarde me enteré de que el Chico Almodóvar, con peluca rubia a lo Andy Warhol, lo cuidó hasta perderlo de vista en la disco, poco antes de divisarlo con la lengua encendida buscando libar un chongo argentino que, hipnotizado, dejaba caer el labio inferior y ladeaba su vaso hasta, por poco, volcárselo en el pecho.
Pero esa noche en su casa el Pedro me arrastra al dormitorio. Se tira sobre la cama y toma pose de nonato sobre el raso frío de la colcha. Luego se sienta como si lo hubiera golpeado una revelación. Ese teatro me descorazona, tengo sueño, la restricción de beber me pone de mal humor. Al Pedro, el pañuelo hindú –dice que los compra en Once por docenas– se le desliza sobre los ojos. Con las manitos comienza a hacer un hueco, tal vez un nido; no sé leer los gestos. Habla bajito sin posar la lengua sobre las consonantes: “Bl-bl-bl...”. ¿Bruja? ¿Boluda?, traduzco sin ironía. El Pedro niega con furia, como si siempre hubiera sido bueno. De pronto, entiendo: “Bulbo”. “Yo tengo –dice Pedro– el bulbo.” Uno de los mayores escritores latinoamericanos me da su diagnóstico o bendición zen. Yo tengo el bulbo. No la hoja ni la flor ni la primavera ni la escritura toda, sino el bulbo. Algo seco, de apariencia muerta que se entierra, se olvida y ni asoma la cabeza, pero que, de pronto, saca un brote, otro, florece...
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