Viernes, 30 de enero de 2015 | Hoy
FUNERALES
Los últimos días, las últimas complicidades, los funerales y la rebeldía hereditaria que Lemebel, uno de los escritores más grandes de Latinoamérica, ha dejado en esta tierra.
Por Juan Pablo Sutherland
Conocimos al cronista, al performer, a la yegua, al escritor, al artista visual y al luchador social. Su mirada paródica sobre la política chilena y el poder resultó impresionantemente voraz y caló hondo como crítica a los tiempos mezquinos que vivimos. Su escritura es de un vuelo inédito para un país tan normativo como Chile, donde los escritores se acostumbraron a escribir en la comodidad de su metro cuadrado y que sólo soñaron con su profesión escritural en un horizonte letrado sin deseo, sin riesgo, sin calle, resguardados en su ciudad letrada segura y aséptica. En ese campo, Pedro no obtuvo finalmente el Premio Nacional de Literatura como la cultura popular hubiese querido, pues su reconocimiento es el reconocimiento también a los marginados en la historia de Chile, excluidos que fueron dignificados por su pluma rabiosa y batallante. Chile ha perdido más en esta pasada, quizá más que el propio Pedro, pues Lemebel siempre sospechó de los premios y de esta cueca democrática, como él mismo decía en “El manifiesto”. El sábado pasado, día de su funeral, las multitudes, su multitud marica-tortillera-trans, sus viejas queridas, sus jóvenes utópicos, gritaban que el pueblo ya le había dado su mejor premio: “Su amor incondicional”. Lemebel tuvo muchos amores, aunque lectores o fans nunca le faltarán, pues se ha leído deseosamente como ningún otro escritor chileno en los últimos veinte años, sólo comparable con el éxito de su amigo, el escritor Roberto Bolaño. Pedro se convirtió en un rock star, escritor masivo, fotocopiado, reproducido de mil formas, en diferentes formatos, leído por comunidades diferentes, desde el mundo social, el activismo crítico, el mundo de los derechos humanos, la maricada militante hasta el joven universitario pobre que llegó soñador a la universidad pública. Lo descubrió además la dueña de casa que lo leyó en una crónica de diario y se rió con él de las parodias a don Francisco, criticando a la televisión chilena frívola y facha. Sus lectores viven la legitimidad de nombrarse en diferentes imaginarios, elevando su lengua bastarda como chamana del lenguaje popular arraigado en su escritura.
Con la muerte de Pedro Lemebel se termina una época, un trazo en la historia cultural y política de Chile. Pedro ya lo había anunciado, miraba con sospecha el acuerdo democrático en la transición política luego de la dictadura, miraba con desconfianza a la Concertación y su negociado, “a esa fiesta de Babette no habíamos sido invitados los pobres, los maricas”, decía. Sospechaba de la buena onda a las minorías desde la política y el macho de izquierda. Años atrás marchamos juntos por Alameda para reivindicar la lucha de las maricas, años en que la marcha homo todavía anidaba rebeldía y no se convertía en el carnaval despolitizado de camiones de disco gay, escena anunciada hace tiempo por Lemebel en un texto titulado “La insoportable levedad del gay”. Caminábamos junto a su gran amiga, Gladys Marín, como un gesto reparatorio de la izquierda con la homosexualidad. Quizás un aporte a las nuevas miradas desde la izquierda haya sido el fruto de la amistad de Pedro Lemebel y Gladys Marín, la dirigente comunista más relevante de la lucha contra la dictadura en Chile, efecto significativo para pensar y revisitar la utopía política de la izquierda hacia atrás, cuando la diferencia sexual había sido excluida de ese cielo rojo que Lemebel nos muestra en “El manifiesto”: “¿Y entonces? ¿Qué harán con nosotros, compañero? ¿Nos amarrarán de las trenzas en fardos con destino a un sidario cubano?”.
El 21 de enero pasado, Michelle Bachelet fue a visitar a Lemebel a la clínica; ninguno de sus amigos estuvo en aquella escena presidencial. Durante estas semanas, habitualmente algún amigx acompañaba en la puerta, otros sentados en la sala de espera. Ese día la escena fue como si la presidenta de Chile quisiera decirle a Pedro algo lejos de la multitud. No hubo testigo directo. Por los comentarios de las enfermeras presentes, la visita duró minutos, y algún personal de enfermería se entusiasmó con la connotada visita, incluso algunos solicitaron fotografías a la presidenta de Chile. Ella estuvo en la habitación, quizás extendió una sonrisa nerviosa y amistosa, y no sabemos si Pedro en medio de la fragilidad extrema de su salud pudo responder aquel gesto. Se agradece que la visita presidencial no estuviera agendada en los medios y que la presidenta haya sido respetuosa del momento delicado que vivía Lemebel. Su familia, su sobrina Daniela, lxs amigxs, como una larga cadena de biografías, lo acompañaron en este verano. Días antes había llegado a la clínica una carta de la presidenta y yo le había preguntado si la había leído: me hizo un gesto con la mano con clara displicencia, típico en él, pero minutos después me pidió que se la leyera. Lo hice lento y ceremonioso, intentando dar algún énfasis en una carta tan protocolar que destacaba la obra y la lucha del escritor. En su rostro agotado se dibujó cierta picardía. Al terminar, me preguntó con dificultad si la carta de la presi tenía faltas de ortografía. Los dos nos miramos al instante y enseguida nos reímos como dos niñas traviesas jugando con el poder. Creo que ese momento fue el último que compartí con Pedro.
Bajando la escalera (11 de febrero de 2013) fue la última performance que realizó Lemebel, a metros de su departamento en el barrio Parque Forestal. A esas alturas, ya peleaba contra el cáncer y su deseo seguía siendo su amor por la performance, motivación que nunca dejó de existir desde los tiempos de las Yeguas del Apocalipsis junto a Pancho Casas a finales de los años ‘80. La performance consistía en meterse en una bolsa que lograba cubrir todo su cuerpo desnudo. Luego caería rodando por las escalinatas en medio de las llamas. La performance se realizó como Lemebel había pensado; sin embargo, me comentó días antes que le preocupaba el registro. Pedro siempre fue muy exigente con sus amigos fotógrafos en el registro de su trabajo. Mantuvo complicidad artística con muchos de ellos, como su amiga la reconocida fotógrafa Paz Errázuriz. Desde la perspectiva de su ojo performático, Lemebel tenía un olfato único para provocar una fugacidad, un extrañamiento y un aura callejera a la periferia del museo, en el borde. Cito y recuerdo esa performance en la perspectiva de recobrar el trabajo de su cuerpo como organicidad en transformación, mutación. Lemebel siempre tuvo ese deleite por cuerpo y fuego, cuerpo y piel, como si quisiera decirnos que el cuerpo muta y se vuelve político en su contexto, trabajos que recuerdan los tiempos de las Yeguas como el fuego escenificado en estrellas, relumbrando en el suelo del Museo de Bellas Artes, o en el abecedario de fuego instalado en la presentación de uno de sus libros en la Central Unitaria de Trabajadores (CUT). Quisiera pensar que quizás ese fuego era una metáfora de su cuerpo en camino de transformación.
Pedro Lemebel fue velado, acompañado, celebrado, llorado en una Parroquia Franciscana cerca de su barrio en el centro de Santiago. Lugar del casco antiguo de la ciudad reconocido por sus mercados populares y tránsito de trabajadores y trabajadoras, inmigrantes peruanos, colombianos y mundo popular. La primera impresión de esta despedida al escritor más querido de Chile fue algo contradictoria por el lugar escogido por la familia de Lemebel. Reconozco que al inicio no creí que ese lugar fuese un espacio apropiado para despedirlo. Sin embargo, al pasar las horas entendí que la voluntad de Pedro, como se señaló en algún momento, se cumplía y cristalizaba por el amor popular a su ética rebelde, marica, combativa, que contenía todas las rebeldías posibles y que ciertamente sobrepasó el cuestionamiento a la jerarquía católica que Pedro siempre criticó. El templo se transformó en una escena digna de sincretismo cultural, la reina madre cola, la reina punk ya fetiche en el amor popular como tributo a su resistencia. El templo se convirtió en plaza pública, popular, el aroma de la marihuana se mezcló con las flores rojas y el incienso budista, con las fotos de la mariquita linda llevada por una anciana popular, por un trabajador o una loca vieja devota de Fray Andresito, santo del templo. Todos los mundos posibles y reales que despidieron a Pedro emocionados y orgullosos de que uno de los suyos fuese tan grande. Momentos emblemáticos fueron los acompañamientos a Lemebel en la nave central de la Parroquia Franciscana que, pese al enorme espacio, estuvo siempre al límite en su capacidad para recibir a la gran cantidad de público que quiso rendirle su último tributo. Sus amigas escritoras feministas, críticas, académicas, militantes, cómplices, le hicieron una emotiva compañía que recordaba la complicidad de Lemebel con el feminismo más crítico y cultural de los ‘80. La presencia fuerte del Partido Comunista pudo incomodar a muchos de los tantos y tantas que fueron a despedirlo, pero también es cierto que Pedro participó siempre del imaginario de la izquierda resistente de los años ‘80 y su corazón siempre estuvo comprometido afectivamente con el mundo popular que luchó contra la dictadura. Quizás ese lugar de tensión y complicidad sea percibido con claridad en su única novela, Tengo miedo torero, texto que da cuenta del amor entre una loca popular y un revolucionario del Frente Patriótico Manuel Rodríguez, historia que también recuerda y cita El beso de la mujer araña de Manuel Puig.
Sólo me queda decir que todos despiden al escritor, pero yo necesito también despedir al amigo, a la prima, a la niña, como nos decíamos con cariño marica. Ese proceso será largo, intenso, y recién al cerrar este tecleo accidentado y emotivo, podré despedirlo con el silencio que corresponde. Me quedo con el bello canto final de su entrañable amigo, el cantante Jaime Lepé, que brindó un momento final y único: un sinuoso y sanador canto daimista que recordó la amistad de Pedro Lemebel con Néstor Perlongher. Canto que sumó a otro amigo daimista a su último coro barroco, luminoso y sanador. Adiós niña, adiós prima, recuerda que por ti y nosotras seguiremos revolviendo el gallinero político y cultural con la Africa Sound, la Vicky Huga y la patota marica.
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