Viernes, 13 de marzo de 2015 | Hoy
¡A CLASE!
Aun en tiempos de matrimonio igualitario, cuándo y cómo salir del closet frente a colegas, directivxs y alumnxs son interrogantes que pueden asechar a lxs maestrxs. Aquí, una señorita lesbiana que abrió la puerta y se encontró con niñxs que ya la habían abierto hace rato.
Por Concepto Les
Cuando ingresé a la docencia mi madrina, directora de escuela ella, me dijo:
—Ojo, no digas en la escuela que sos lesbiana...
—No, uno no anda por ahí diciendo que le gustan las mujeres —respondí.
—Te lo digo por las dudas, en las escuelas hay mucho chusmerío y es mejor que te preserves...
¡Qué gran error, de cuántas cosas lindas me perdí los primeros años de docencia por no haber salido del armario laboralmente!
Hola, me llamo Mina Schwerdtfeger, soy profesora de teatro y soy lesbiana. Cuando miro hacia atrás, pienso y me recuerdo llena de miedos, de dudas, algo así como una lesbiana vestida de heterosexual..., disfrazada para no sufrir, disfrazada para no asumir... y, seamos honestos, decidir ser feliz a viva voz, a veces, puede generarnos tantos miedos como la infelicidad misma. Durante mis primeros años en la escuela como profe y compañera no existían los géneros para mí. Cada frase que decía estaba minuciosamente pensada. Intentaba no hablar de mi intimidad, había desarrollado una habilidad maravillosa para esquivar preguntas indeseadas. Debo reconocer que me sentía bastante hábil en ello... no voy a compararme con ningún grande, pero sin dudas me encontraba a la altura de varios políticos. Y si alguna pregunta me ponía contra la espada y la pared, pues bien, siempre zafaba hablando de “mi pareja” (jamás novia).
Claro que el momento de gloria duró sólo un tiempo, la gente que no oculta su sexualidad tiene esa extraña costumbre de querer conversar cordialmente y, cuando lo hacen, inevitablemente preguntan... ¿cómo se llama?, ¿a qué se dedica?, ¿cómo se conocieron?, ¿hace mucho que están juntos?, ¿viven juntos?, ¿tienen hijos?, ¿piensan tenerlos?
No encontré otra alternativa más que hablar de “ella”, como si fuese “él”... “Se llama Daniel, es preceptor, nos conocimos en un bar hace tres años, llevamos dos de convivencia y por el momento no está entre nuestras intenciones tener hijos, y sí... nos cuidamos.”
A medida que el tiempo pasaba y el cariño por mis compañeras de trabajo aumentaba, tuve la necesidad de contárselo a algunas maestras (las más queridas por mí). ¡Qué liberación! Allí encontré aceptación, contención y esa extraña sensación, que hasta ese momento no imaginaba en lo laboral, llamada igualdad.
De a poco fui contándoselo a todos los adultos —docentes, directivos y auxiliares— y me fui dando cuenta de que aquella costumbre que tenía la gente de hablar era realmente agradable. Y extrañamente, al decirlo, la gente no se alejaba de mí (como lo había imaginado en alguna de esas pesadillas que solía tener despierta); todos aquellos adultos que sabían de mi vida me apreciaban como siempre.
Debo reconocer que las reacciones fueron bastante diversas, pero podría englobarlas en: “¿De verdad?”,“No se te nota”, “Ya me lo imaginaba”, “No me lo imaginaba”, “¿Y?”, “¿Por qué no lo contaste antes?” y algunas más distantes como “Ah”, pero nada más serio. Claramente no había nada malo en mi elección, en decirlo, y al hacerlo todo se hacía más liviano... pero aún me quedaban los niños, mis alumnos.
Desde un primer momento entendí que ellos eran lo único importante en una escuela. No es demagogia, quizá por el tipo de pedagogía con la que trabajo es que siempre supe que yo iba a aprender tanto de ellos como ellos de mí. Esa confianza entre nosotros, en un momento, empezó a hacerme mucho ruido. ¿Ellos confiaban en mí pero yo les mentía con el nombre de mi pareja? No era correcto, ¿cómo hablar de igualdad entre ellos si yo hablaba desde las sombras de mi realidad? ¿Acaso las demás maestras ocultaban el nombre de sus maridos o novios? ¿Acaso no era responsabilidad mía, como docente, ayudar a que crecieran en libertad? ¿Acaso no debe educarse desde el ejemplo? Sentía que estaba siendo hipócrita al hablar de igualdad, de libertad, de respeto.
Una mañana de viernes una nena de 5 grado me preguntó si yo tenía novio. Como siempre, respondí que sí, sabiendo que a esa pregunta le seguía la del nombre. “¿Cómo se llama tu novio?”. “Ana”, le respondí. Se hizo un pequeño silencio. Calculo que no habrán pasado más de cinco segundos, pero para mí ése fue tiempo suficiente como para darme cuenta de que lo había hecho y que me daba miedo. Sentía que sudaban mis manos, mi respiración se entrecortaba y mi corazón latía bastante más rápido de lo habitual. Sabía que estaba haciendo lo correcto, pero tantos años en el armario no son fáciles de desempolvar y, menos, después de escuchar infinidad de veces: “¡Cuidado con los chicos!”.
“¿De verdad?”, preguntó uno de los varones. “Sí, se llama Ana”, reafirmé con una aparente pero falsa seguridad; una nena, en la otra punta del aula, le dijo: “¿Y qué tiene de malo?” y mirándome con complicidad agregó “Mi tío es gay, ¿y..?”. De ese día no recuerdo mucho más, salvo que la conversación se diluyó como tantas otras, tan cotidianas y tan simples que solíamos tener.
De lo que no me había dado cuenta hasta hoy, para ser honesta, hasta escribir estas últimas líneas, fue de que esta nena que estaba a punto de cumplir 10 años me liberó, con su simple: “¿y..?”. Sentí que me decía: “Seño, quedate tranquila, no pasa nada”, mientras me abrazaba con su tono de complicidad.
Ese viernes reconfirmé que tenía razón, que yo tenía tanto que aprender de ellos como ellos de mí. O quizá, simplemente, yo estaba ahí para enseñarles sobre una disciplina en particular y ellos para enseñarme a mí sobre eso que se llama vivir.
Los días posteriores, se me cruzaba por la cabeza que algún padre se podía quejar o algo así. Sabía que los planes de educación avalaban mi accionar, que es necesario hablar sobre diversidad en las escuelas, que las leyes me acompañaban, pero un cosquilleo de temor recorría mi cuerpo por esos días.
Pasó el tiempo y jamás pasó nada malo. En el cole seguimos haciendo nuestras clases de teatro, con ese y con todos los otros grupos (y fueron muchos los grupos en un lapso tan largo) en los que me preguntaban cómo se llamaba mi novia.
Hoy, unos cinco o seis años después de aquel viernes dejo la escuela, me voy con Carolina, mi actual pareja, a hacer una investigación sobre el universo lésbico por el vasto territorio de habla hispana. Es un proyecto que se llama Concepto Les. Esto me llevó a tener que despedirme de ellos. Les conté de qué se trata, que vamos a visibilizarnos como pareja, que sabemos que en muchas partes del mundo las personas no se animan a ser felices por miedo al qué dirán. Por miedo a dejar de ser queridas.
Y mi nuevo 5º grado, con mis nuevos alumnos, me volvió a sorprender: “Seño, ¿te puedo hacer un dibujo para que se lo muestres a la gente que no se anima a ser feliz?”. Fue una nena la que lo propuso. Ella, quizá más adulta que la primera, ya tiene diez años cumplidos. Al igual que sus compañeros, algunos más jóvenes, otros más viejos, días o hasta meses de diferencia entre unos y otros, comenzaron a sacar hojas, biromes, lápices y me hicieron la mejor despedida que cualquier persona puede tener...: me regalaron su sabiduría en dibujos. Pero tan grandes son los niños que su regalo no fue sólo para mí sino para ayudar a liberar a otras personas, para ayudar a ser felices a aquellas personas que no se animan.
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