Viernes, 20 de marzo de 2015 | Hoy
Las biografías y memorias de los hombres que visten mujeres; llámelos costureritas, diseñadores o modistos, constituyen un aporte esencial a la historia de la mariconería universal. Desde la reciente reedición de las escandalosas memorias de Paco Jamandreu pasando por las de Dior, las películas sobre Saint Laurent, el docu-reality de alto voltaje de Valentino y las confesiones de nuestro Roberto Piazza.
Por Mariano López e Ignacio D’Amore
En el marco de una historia pormenorizada de la mariconería, esto es, en un plano matriz que permitiese dar relación y sentido a décadas –siglos– de mar(i)cas y excesos de estilo, de personajes clave y wannabes, el oficio de quienes trabajan la moda guardaría indudablemente una posición privilegiada. Es rastro de la vida homosexual como se la conocía hasta hace no tanto, oscilante entre la patologización y el secretismo, por un lado, y el encumbramiento aunque más no fuera el autopercibido y el triunfo por sobre los estigmas, por otro. Como tarea tradicionalmente reservada para las mujeres, la inclusión inicial del hombre en la industria de la creación del vestir femenino, entre mediados y fines del siglo XIX con la irrupción del británico Charles Worth, impuso la figura del diseñador como personalidad de la aristocracia o del espectáculo (que han venido a ser la misma cosa), una figura que entabla estrecha relación con sus clientas, algunas de ellas inspiratrices de nuevos atuendos y siluetas. Además, la mirada y la propuesta de un hombre respecto de lo que la mujer debe usar van cobrando peso de sentencia y con el correr del tiempo se imponen los mecanismos que hacen que un tono, una línea y un concepto sean reproducidos desde las pasarelas insignia hasta alcanzar todos los rincones imaginables. Eso sí, una o varias temporadas más tarde. Y es que en la moda lo que realmente posee valor, además del monetario (el que una paga) y la exclusividad (la idea del “hecho a medida/a pedido” o del “modelo único”) es la inmediatez desde que esa prenda o ese conjunto fueron debutados hasta ser vistos en las calles de una ciudad un sábado por la noche. Es la industria, vestida de bellas artes, que se va escurriendo hasta tocar nuestros propios closets.
Vivimos tiempos en que la haute couture atraviesa una crisis, que desde luego mucho tiene que ver con los problemas financieros que azotan este planeta; tiempos, por otro lado, en los que cada vez más entendidxs fashion concuerdan (concordamos) en que lo realmente interesante viene surgiendo en la calle hace al menos tres décadas; ya no se trata sólo de las exclusivas pasarelas primermundistas (mucho menos de las pasarelas que de tan exclusivas obligan a cotizar un vestido en el equivalente a una veintena de salarios mínimos). Tiempos, en fin, en los que resulta vital recapitular aquellas vidas de las maricas alguna vez dedicadas al arte del detallismo y la perfección en la moda, maricas vieja escuela con ojo de ave rapaz cuyos devenires han sido comentados en primera persona desde los entretelones mismos en que mannequins, amantes, géneros y mascotas pugnan por un momento protagónico.
Hace pocas semanas, la editorial cordobesa Caballo Negro reeditaba un libro capital del siglo XX: La cabeza contra el suelo, de Paco Jamandreu, un libro alucinante, lleno de tesoros de distinto tipo y procedencia. Más allá de la abundancia de anécdotas e historias íntimas de personajes públicos y no tan públicos, de las reflexiones sobre su presente político o de su mirada de experto sobre el mundo de la moda, Jamandreu sorprende sobre todo por su capacidad para dorar y tensar la palabra, para llevarla hasta el punto de su vibración poética. La Paco se revela como escritor, más aún, como cultor de un barroco embarrado en el que oímos a Lamborghini, a Perlongher, a Noy, incluso a Marosa di Giorgio. El texto comienza con un rapto lírico que no desentonaría en una antología de poesía neobarrosa: desesperando entre el oro y el lodo, Jamandreu parece reclamar un derecho que toda loca intuye desde su nacimiento, el derecho al delirio.
Y el sol cayó. La enorme bola yacía en el suelo. Mitad en el riacho sucio. Mitad en la tierra gredosa. De las marañas de ramas y hojas pendían sus pedazos. Pingajos de mugrienta seda anaranjada. Sus rayos se habían doblado. Rotos como tentáculos de un pulpo monstruoso. Ya ni luz, ni ojos, ni risa tenía el sol. Aplastado contra el suelo era una bosta gigantesca. Gallinas, pájaros, moscas y chanchos le caminaban encima.
Es un rapto que cultiva un tono y un repertorio propios del modernismo pero que se destaca por cierta dosis de violencia, recordando algunas de las descripciones más encarnadas de “El niño criminal” de Genet. Esta intensidad inicial constituye el pico lírico de las memorias, que luego se volcarán a un ritmo más narrativo y de algún modo más coloquial. Jamandreu trama su texto como si se tratara de un bordado fantástico, en el que no dominan el horizonte comunicacional ni la economía de medios, sino el despilfarro de recursos y el placer de la invención. Así, las mencionadas fugas poéticas van acompañadas en el texto de genialidades, como un uso impertinente de la segunda persona, que asalta a lectores potenciales en el momento menos esperado.
¡Fanny Navarro! ¡Cómo te recuerdo; cómo te recordaré siempre! Te paraste muy derechita delante de mí y me explicaste lo que ibas a hacer en la revista del Maipo. Todo el mundo decía que eras la figura joven más completa del cine y teatro argentino. Te consideraban la sucesora de la supervedette de todos los tiempos, palabras de mi padre, que había sido Gloria Guzmán, ahora dedicada a la comedia brillante. La primera ropa que te hice fue un suceso. ¿Te acordás? Trajes de gran soireé. Todavía tengo el dibujo de uno.
Se trata, en este caso, de una interpelación amistosa. Habrá otras ocasiones en las que el vocativo será punto de partida de una catarata de insultos, recriminaciones y denuncias. La apelación a Fanny Navarro, no obstante, carga con su dosis de rareza: al momento de escribirse estas memorias, la gran vedette se encontraba hacía algunos años muerta. De modo que a todas sus genialidades Jamandreu le suma su capacidad de comunicarse con el más allá. Esto le permite regalarnos otra de las perlas del volumen: la reproducción que ofrece, que queremos creer verosímil y exacta, del tono de voz de Eva Perón. Una Eva Perón que no es la de los discursos, sino la mujerzuela encumbrada que se sabe objetivamente aliada con todos los marginados.
Te espero a las ocho. Pero a las ocho. A ver si te encontrás con un chongo en el camino y llegás pasado mañana [a la Paco, por teléfono].
Estos dos juntos deben ser una cosa seria. A ver si un día los matan y salimos todos en los diarios. Ustedes muertos y yo metida en el lío por vestirme con ustedes. ¡Qué carta para mis enemigos! [A la Paco y a su amiguito francés, sombrerero, cuando están por salir a dar una vuelta.]
¿Y qué hacen ahí ustedes a estas horas? Eso debe ser un puterío. ¡Joderse por yiros! [A la Paco cuando la llama por teléfono desde una comisaría, donde cayó presa con el mencionado francés.]
Cerca y lejos de Eva, de Fanny, de Mirtha, de Zully y de tantas otras, las memorias de la Paco nos recuerdan que, históricamente, el oficio de costurero ha resultado una atalaya privilegiada para revelar el doblez de una cultura.
No deben existir muchas autobiografías con un título tan astuto como la de Roberto Piazza. Mientras que Jamandreu arrima la cabeza al suelo, ya sea por una conmoción fundamental o por la ira que desata un desengaño, Piazza apela al oficio que posicionó su nombre y lo entrevera con aquellos secretos que arrastró hasta la publicación de sus memorias, esto es, los detalles más cotidianos del abuso sexual que padeció por parte de uno de sus hermanos mayores, desde los seis años hasta los dieciocho y aplastado por un entorno familiar, que prefería ignorar lo evidente. Piazza ya había hablado sobre el tema, pero fue recién en 2008, cuando se publicó Corte y Confesión, que el abusador tuvo nombre, que los ataques cobraron dimensión, que el silencio de mamá fue explicado.
“Siluetas femeninas” es el apartado en el que se pondera a Cata, la abuela paterna, “maravillosamente dura, seca, implacable, distante, elegante y regia: una dama victoriana”, y cuyo dormitorio, que Piazza pasó a habitar a los cinco años, cuando sus padres entendieron que compartir con él la habitación matrimonial ya no era una buena idea, “era una cajita de música (...). Había olor a spray, de esos dorados que en las peluquerías envolvían el ambiente”. La casa familiar, en Santa Fe, conocía en ese entonces su última época de gloria gracias a los alcances de una herencia delirante que la madre de Piazza había recibido al morir su padre, un italiano usurero y mafioso (“Le dejó a mamá un arcón lleno de monedas de oro, una fortuna”).
Se lee el pasado como en La cabeza contra el suelo: desde el debate interno del diseñador frente a un chongo que le hace vibrar el canesú, pasando por la descripción más franca de las situaciones de abuso y del infecto cuarto del hermano monstruoso (en el que escupía piso y paredes), hasta los primeros pasos de su relación con Mirtha Legrand, que lo llamaba diariamente a las ocho de la mañana para aconsejarlo y que lo ubicó en su círculo de amistades con mujeres ricas a cambio de ser vestida por él. Todo esto mucho antes, claro, de que con motivo de la salida de su libro Piazza la visitara en uno de sus almuerzos y la conductora se atreviese a hacerle “una pregunta muy delicada”.
No parecen haber cambiado los vientos: véase si no el escándalo por las recientes declaraciones de los diseñadores de prêt-à-porter italianos Domenico Dolce y Stefano Gabbana, en las que se manifestaron en contra de las familias que no responden a la lógica heternormativa. En Panorama, una revista de su país, Dolce se atrevió a afirmar que “...uno nace y tiene un padre y una madre, o al menos debería ser así, por eso no me convencen los que yo llamo ‘los hijos químicos, los niños sintéticos’ (sic)”. Profundiza el bochorno más adelante, cuando se le pregunta si hubiese deseado ser padre: “Soy gay, no puedo tener hijos. (...) La vida tiene un curso natural, hay cosas que no se deben modificar. Y una de ellas es la familia”. La respuesta más reproducida frente a estas declaraciones fue la del cantante británico Elton John, padre junto con su esposo de dos niños gestados por subrogación, quien llamó a boicotear la marca a través de las redes sociales y, principalmente, dejando de comprar sus productos.
De Monsieur Christian Dior suele decirse con razón que fue una de las figuras transformadoras del modo de vestir femenino en el siglo pasado. Después de Vionnet y Chanel, y antes que Saint Laurent, desde el número 30 de la avenue Montaigne parisina Dior sacudió los cimientos de una industria de la moda aún en shock post Segunda Guerra. Sobre comienzos de 1947 presentó la primera colección de su maison, colección con dos líneas que él llamó Corolle y Huit, y que de tan revolucionaria fue ascendida poco después a la categoría de New Look, para ser conocida bajo ese apodo por siempre jamás. Se cinchaban cinturas y se enfatizaban bustos, y más importante aún, se envolvía al cuerpo de la mujer en un festejo de géneros y detalles hasta el momento vedados por las carencias de los años previos, aunque manteniendo una elegancia y una sobriedad apabullantes. En sus algo aburridas memorias, que tituló Christian Dior et moi, el diseñador decía: “Después de los largos años de estancamiento, creí ver una necesidad genuina en el extranjero de algo nuevo en la moda. Para satisfacer esta demanda, la couture francesa debía regresar a las tradiciones del gran lujo”.
El refinado couturier se escinde en su libro en dos Christian Dior que funcionan en paralelo: está el Dior de vida pública, ese que sitúa con rigor de estilete el largo de vestidos y faldas, ese que rechaza sobre la hora los modelos casi listos cuya exquisita hechura la fiel Madame Marguerite ha supervisado, o ese mismo que admite entrevistar a una turba de prostitutas que, debido a una confusión, se apersonan en su maison buscando ser contratadas como mannequins (sólo escogería a Marie-Thérèse), y está el Dior de vida íntima, que en las memorias queda resignado a unos breves capítulos finales en los que evita referirse a su vida sentimental. Es que pocas ganas tenía Monsieur Dior de interiorizar al mundo sobre sus gustos más personales, de no ser por la textura de un crêpe de seda natural o de la caída de un satén: al regresar de unas vacaciones programadas justo después de haber lanzado el New Look se topó con la prensa y los fotógrafos, los dos Dior aunados por flashes y griteríos, “y no pude evitar pensar que daba una impresión –lamentable la de un caballero de buena posición y vestido con un traje de color neutro–, comparada con aquella glamorosa, por no decir afeminada, del imaginario popular” (la cursiva es obra del autor). En un amague, incluso, describe las reacciones de distintas mujeres de su confianza cuando él critica o pondera sus vestires, pero termina por cumplir su promesa de no dar nombres con el pretexto de no volver su libro un “Concours d’Elégance”.
Con su émula argentina, la Jamandreu compartió no sólo a Eva (vestida por una y otra en momentos cumbre de su carrera política), sino también el respeto más infalible por todo aquello que le tradujesen desde el más allá sus videntes y magas de confianza. Receloso frente a la insistencia de Boussac, que lo tentaba para que se desligara de la firma del diseñador Robert Piguet y así iniciar su propio negocio, Dior consultó a Madame Delahaye, que había predicho el desenlace de un problema con su hermana y que sin más lo conminó a aceptar la propuesta, y más tarde, la sentencia infalible de una misteriosa y aún más exacta conocedora del más allá apodada Grand-mère (!), quien frente a una hoja de papel en la que Monsieur Dior había garabateado unas palabras entró en shock convulsivo al grito de “¡Esto es extraordinario! ¡Esta firma revolucionará la moda!”.
No todas las costureras encumbradas han tenido el don de la pluma. Algunas, acaso menos dadas a la reflexión y al racconto, o acaso simplemente inestables al punto de estar imposibilitadas de sentarse a escribir, o a dictar, ofrecieron sus confesiones bajo la forma de intervenciones en el séptimo arte. El documental 5, avenue Marceau, 75116 Paris se compromete a seguir de cerca el proceso de producción del atelier YSL, sito en esa señorial calle parisina. La Yves funciona como narrador intermitente de este retrato de su método de trabajo, las condiciones en que se producen sus vestidos y el ambiente inapresable de una casa de modas (que tiene tanto de atelier de artista bohemio como de laboratorio científico high tech). El documental comienza siguiendo de cerca a Catherine Deneuve, una de las clientes atávicas del diseñador, mientras se prueba un tailleur hecho a medida. Entendemos en esa escena que la casa de alta costura es para personajes de este calibre un espacio de distensión y camaradería, en el que se permiten chistes tontos, gestos poco agraciados, comentarios anodinos. Entendemos, también, que las maravillas que se aprecian por llevar una determinada firma son en realidad obra de un ejército numeroso y jerarquizado de obreros y obreras del vestido, las abejitas que hacen el trabajo oscuro detrás del brillo de los atuendos. La escena deja paso a la voz en off de Yves. Es una voz de cierre. Que nos sitúa de manera dramática en el momento de producción del film: “Soy el único que queda después de 42 años. El único que todavía está presente, siempre fiel a mi puesto. El último costurero. La última casa de alta costura”. La frase, claro está, harto discutible. Allí estaban la Karl, la Valentino y la Lacroix para discutirla. Pero es brillante como inicio de un relato que en la hipótesis del “fin de una era” encuentra su justificación y su corriente eléctrica.
De sumísimo interés para las entendidas, el documental no deja de fallar si se lo compara con las memorias que venimos comentando. Los bocetos autobiográficos de Jamandreu, Piazza y otros se dedican a intensificar el estatuto de leyenda: al prestigio asociado con sus nombres y sus destrezas, le suman una capa de escándalos, desplantes, ocurrencias y derrapes que no hacen sino agigantar la figura, acercándola a la pasión heroica. 5, avenue Marceau, 75116 Paris es amarrete desde su título, estricto hasta la aridez. Sosteniendo, como Cristóbal Balenciaga, que la elegancia es eliminación, el documental recorta de la vida de YSL todo el rumor accesorio que le regaló savia fantástica a su obra. Lo que observamos con lujo de detalle es el lentísimo proceso por medio del cual un anciano creador lleva a la realidad los bocetos que le dicta su imaginación. Privada de apoyos laterales más picantes, esa lenta revelación tiene el efecto del foco de luz que se enciende cuando está terminando una fiesta: notamos entonces los pisos sucios, los rostros agotados, los olores disimulados. Acaso esto explique que el viudo de Yves, Pierre Bergé, haya decidido autorizar esfuerzos fílmicos más centrados en el tono telenovelesco de la vida del diseñador, densamente cargada de locura, diversión salvaje y arrebatos de pasión. En 2010 participó como narrador de L’amour fou, un documental en el que desnuda los vericuetos de la locura y la genialidad de su amado Yves. Y hace pocos meses pudimos ver Yves Saint Laurent, de Jalil Lespert, biopic centrada en el ascenso del costurero pero sobre todo en su turbulenta historia de amor con Bergé.
El documental Valentino, el último emperador (2008) sabe aderezar el enfoque sobre la práctica del costurero con referencias a su tiempo de playboy en Roma, imágenes de sus aviones privados y sus casas en Gstaad, su amor por los perritos de Pomerania, y su pasión de toda una vida por Giancarlo Giammetti, compañero profesional y afectivo. En suma, el documental se encarga de regalarnos todo lo que queremos ver en un relato autobiográfico de esta naturaleza. Revista de colecciones pasadas, algunas míticas; fotografías de los jovencísimos Valentino y Giancarlo cuando comenzaban su romance; estampas de una Roma espléndida, rutilante de dolce vita; recorridos por las propiedades de la pareja; pequeñas escenas conyugales (ejemplo: el impagable momento en que Valentino se apresta a dar una suerte de conferencia y su amor le espeta: “Es posible que estés un poco demasiado bronceado”); retratos de modelos de belleza de cuento, congeladas en el momento en que devienen mannequin: meros soportes de la fantasía rabiosa del costurero, que hace y deshace el boceto del vestido sobre el cuerpo de la escogida como si se tratara de una muñeca. Pero, curiosamente, el film tiene su momento más alto no en lo que nos deja ver sino en lo que nos deja oír. Valentino prueba de modo definitivo lo que al leer las memorias de Jamandreu es mera hipótesis: el órgano más afilado de una costurera no es su mano sino su lengua. El último emperador ofrenda para probarlo una catarata de citas, a cual más desopilante y atrevida. Se trata de un gusto imperial, como sugiere el título del documental, que no se detiene en su avance vital frente a ningún tipo de reparo estético y ético, mucho menos frente a la idiotez institucionalizada de la corrección política. Así, al ver la primera versión en tela de un vestido que acaba de bocetar, el costurero exclama con furia apenas contenida, y por eso mismo más temible: “Un vestido de noche que deja ver los tobillos de la mujer cuando camina es la cosa más desagradable que he visto en mi vida”. Y lo dice incendiado de pasión, como si estuviera condenando un ataque terrorista o un genocidio. Los crímenes estéticos, se sabe, entran en la categoría de crímenes de lesa humanidad. Y entre ellos parece estar la tendencia de ciertos estilistas a atentar contra la figura exacta que debe tener una modelo. Cuando se le acercan sus asistentes para preguntarle con qué tipo de modelos le gustaría contar, el genial Valentino lanza por toda instrucción un verdadero grito de guerra: “Nessuna enana!!!”.
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