Viernes, 29 de mayo de 2015 | Hoy
FREAKS (1932)
¿Puede la otredad ponerse de moda? ¿De qué modos las minorías, no sólo sexuales, desafían hoy los límites de lo humano? Orgullo monstruo para que lo normal sean los otros.
Por Laura Arnes
Degenerar es, según el diccionario, decaer, deteriorarse, perder la calidad y virtudes originales. También puede significar tomar la apariencia de otra cosa por efecto de la perspectiva. El mataburros lo resume así: degenerar es pasar a un estado peor que el original, y, cuando es dicho de una persona: de condición mental y moral anormal o depravada. Ok, entonces, que vivan los asnos, fue el mensaje que escuchamos, alto y claro, en la mesa “Disidencias y monstruosidades: activismos contra la normalidad”, que tuvo lugar en el marco de las III Jornadas Interdisciplinarias de Géneros y Disidencia Sexual, Degenerando Buenos Aires, de la Facultad de Filosofía y Letras (UBA). Y, por supuesto, aplaudimos. La mesa en cuestión estuvo integrada por teóricxs y activistas con inscripciones políticas y subjetivas heterogéneas –maricas, queer y gordxs, militantes del posporno, de los derechos de las personas con discapacidades, del anti-especismo y el veganismo–. Desde su mismo nombre, la mesa dio cuenta de ejes problemáticos que son, históricamente, mojones de las acciones y reflexiones de los feminismos y de los estudios de género: ¿qué es la norma?, ¿y ser normal?, ¿qué es la monstruosidad?, ¿qué dice un cuerpo?, ¿qué posibilidades de producción corporal por fuera del hétero-capitalismo existen? ¿Cómo romper con la hegemonía de los saberes universitarios? ¿Cuál es la relación entre praxis, políticas públicas y teoría?
Sabemos que, por lo menos desde Foucault (aunque probablemente desde antes), la figura del monstruo es un pretexto para pensar la relación entre política y sociedad, entre sujetxs y cuerpos. Pero es también una figura que permite pensar el deseo de diferencia y de ruptura. El monstruo, generalmente ligado a los imaginarios de hibridez, criminalidad y perversión, suele ser percibido como aquel que viola las leyes de la naturaleza y las de la sociedad y, por eso mismo, cuestiona el derecho civil y el religioso. Por eso, en las ficciones y teorizaciones del colectivo lgbt, el monstruo tendió a ser pensado en términos de sujeto político que resiste al poder y que, al proponer otros modos de afectividad y contactos, produce formas alternativas de vida en común. Voy a atajarme: apoyo las políticas afirmativas de lo monstruoso. Sin embargo, no puedo dejar de preguntarme si este contexto neoliberal de fachada multicultural que abre las puertas de lo local al mercado de “lo queer”, si esta realidad globalizada que impone e importa modelos sexo-genéricos que exigen rearticular nuestras configuraciones sociales, si esta “democracia de la diferencia” que al tiempo que restituye derechos subrepticiamente exige la adopción de valores heterosexuales, no es acaso un escenario privilegiado para la promoción y venta (para la moda, que no es sino costumbre y uso) de la diferencia y la monstruosidad. Pero, además, y desde otro punto de vista, el monstruo, en su disentimiento, no sólo reconoce la ley sino que precisa de ella para existir (porque se alimenta de su transgresión). Es una encrucijada difícil de resolver y de pensar. Quizá sea momento de profundizar la re-flexión de nuestras pasiones disidentes por fuera de toda clase y orden (si es que acaso es posible). Porque toda legibilidad es condición de manipulación y, tal vez, le robo palabras a Henry Miller, tenemos que seguir degenerando para que nuestro destino nunca sea un lugar, sino una nueva forma de ver las cosas.
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