Viernes, 29 de mayo de 2015 | Hoy
Ya llegará el día en que la ciencia abra su placard y se deje de concebir a lxs científicxs como cerebros asexuales. Mientras tanto, Oliver Sacks, el neurólogo más famoso del mundo, aporta sus verdades en primera persona. Quien supo retratar la neurodiversidad más allá de la etiqueta de un diagnóstico y ver personajes complejos donde otros veían enfermos, en sus memorias On the Move: A Life, se vuelve él mismo su propio objeto de estudio. Deja al descubierto que adentro del guardapolvo de genio hay también: un motoquero cargado de deseo, un consumidor de anfetaminas, un hombre que a los 81 lidia con un cáncer terminal y ha encontrado a su gran amor.
Por Federico Kukso
En una habitación anónima y descascarada en París, un chico tiembla. Una gota de sudor frío surca su mejilla y con la misma caótica rebeldía de un río cruza su cuello y espalda hasta estrellarse contra la cama. El cuerpo desnudo del joven enciende sus alarmas y adopta sin pedir permiso una posición de defensa: su corazón bombea sangre con furia, los vellos de su piel se erizan. Espera el impacto. Quiere huir pero no puede. Sus músculos se tensan salvo por su miembro y sus testículos que, doblegados por la vergüenza, se contraen a la mínima expresión. Afuera, su hermano David y su esposa Lili, quienes lo arrastraron hasta aquí bajo protesta, miran el reloj y sus cejas se arquean preguntando en silencio “¿cuánto falta?”. Aguardan que la puerta por la que ingresó el pibe de 20 años se abra y de ella salga hecho un hombre.
No fue necesario. El ya era un hombre cuando entró. En la Navidad de 1951 no ocurrió ningún milagro. Ella se percató de lo que sucedía apenas vio sus ojos. “No te preocupes”, le susurró la prostituta con ternura al chico. “Pasemos el rato tomando un té y comiendo galletitas.” Media hora después, la puerta se abrió. “¿Qué tal estuvo, Oliver?”, exclamó su hermano. “Genial”, respondió él limpiándose las migas de su despoblada barba.
Oliver es ni más ni menos que Oliver Sacks, el neurólogo más famoso del mundo, el médico inglés con cara de Papá Pitufo, quien, con sus best-sellers Despertares (1973), El hombre que confundió a su mujer con un sombrero (1985), Un antropólogo en Marte (1995), entre tantos otros, retrató en clave narrativa a cientos de hombres y mujeres enfrascados en la más grande de las batallas, la máxima traición: las luchas contra las aflicciones de sus cerebros y sus esfuerzos para reconstruirse desde las cenizas. Y en esa exploración halló, con la sensibilidad de un novelista un mundo neurodiverso: un universo de los sordos profundos (en Veo una voz), personas incapaces de percibir la música y los que poseen oído absoluto (en Musicofilia), escritores que un día se despiertan y no pueden leer y pintores que no distinguen los colores (en Los ojos de la mente), jóvenes con síndrome de Tourette que no pueden controlar sus tics convulsivos e individuos que charlan con fantasmas y aliens como lo más normal del mundo (en Alucinaciones). O sea, sujetos que viven y se constituyen en la diferencia.
Espía y cronista de la vida ajena, su primera misión fue él mismo. Desde chico, Oliver siempre se sintió distinto. La diferencia era su normalidad. Sin embargo, no fue el único en advertirlo. La escena aún se repite en su cabeza: Oliver corre por su casa, la llena de gases con sus experimentos químicos. Hasta que el día de su 18 cumpleaños lo encara su padre: “¿Acaso no te gustan las chicas?”. “No están mal”, le contesta, deseando que la conversación culminase en ese mismo instante. “¿Tal vez preferís a los chicos?”, insiste el padre. “Sí, puede ser, pero es sólo un sentimiento, nunca he hecho nada, eh”, responde nervioso Oliver antes de añadir con temor: “No le digas nada a mamá. Ella no sería capaz de soportarlo”. Y no lo soportó. A la mañana siguiente su madre le dijo en la cara lo que ningún hijo quiere escuchar: “Sos una abominación. Ojalá no hubieras nacido”.
Hoy, a los 81 años, aquellas palabras aún atormentan a Sacks, inyectan cada aspecto de su vida de culpa. Tanto que en la noche de su vida sintió la necesidad y obligación de exorcizarlas, de extirparlas al fin de su cabeza y de su cuerpo donde han hecho nido. Es el momento de volcarlas en un libro, como un entomólogo dispone en una plancha de algodón a un insecto para diseccionarlo. En su reciente (y aún inédito en castellano) libro de memorias On the Move: A Life, el gran observador de la condición humana se vuelve el observado. A través del trance catártico de la escritura, se libera. Y lo dice ya sin vergüenza: Oliver Sacks es gay. Oliver Sacks está muriendo.
La carta detonó el 19 de febrero pasado. En las páginas de The New York Times, el mundo se enteraba de que uno de los científicos más queridos y respetados padece de cáncer terminal. “La buena suerte me ha abandonado. Hace unas semanas me informaron que tengo metástasis múltiples en el hígado –escribió para la perplejidad de sus lectores este hombre obsesionado con la ciencia y la literatura–. Hace nueve años descubrieron que tenía un tumor poco común en el ojo, un melanoma ocular. Si bien la radiación y el láser lograron eliminarlo, quedé ciego de ese ojo. Este tipo de tumores muy rara vez produce metástasis, pero parece que pertenezco al desafortunado dos por ciento de los casos en que sí sucede.”
Por primera vez, Sacks bajaba la guardia, se animaba a abrir la puerta de la fortaleza que construyó a su alrededor con los años para protegerse el dolor y el rechazo. Pero no era suficiente. Como buen storyteller –la traducción, “cuentista”, no le hace justicia–, sabe que los seres humanos organizamos el mundo en anécdotas. Componemos nuestras vidas en historias. Cada uno de nosotros construye y vive una narrativa personal y se define en esa narración. “La vida debe ser vivida hacia adelante pero sólo puede ser comprendida hacia atrás”, escribió el danés Soren Kierkegaard. En el ocaso de su existencia, Oliver Sacks sintió que había llegado la hora de comprenderse a sí mismo y en el proceso dejar que lo conozcan. De verdad.
Alguna vez Fabián Casas dijo que las biografías surgen tratando de dar una respuesta al sentido de nuestras vidas, en una tentativa de poner orden. On the Move cumple esa función y más. Al observar su vida desde una gran altura, como una especie de paisaje y con una percepción profunda de la relación entre todas sus partes, Sacks se revela como un hombre heterogéneo, multidimensional, curioso, un “ser sensible, un animal pensante” (en sus propias palabras), que todos estos años escondió sus otros yo bajo la manta del prestigio científico, la fama y la autoridad. Un individuo que en realidad es y fue muchos individuos: neurólogo, motociclista, pesista, drogadicto, hermano, best-seller man, hijo, amante y, en los últimos años, novio.
Su primer amor fue un poeta llamado Richard Selig, a quien conoció dos años después de aquella traumática experiencia en París. “Me enamoré de su rostro, de su cuerpo, de su mente, de su poesía”, recuerda. “Las palabras de mi madre me hicieron creer que tenía que callar, no decir lo que sentía. Pero, misteriosamente, enamorarme de Richard me llenó de alegría y orgullo, y un día con el corazón en la boca le dije que lo amaba. Me abrazó y me respondió: ‘Lo sé, pero yo no soy de esa manera, aprecio tu amor y yo a mi modo también te quiero’.”
Los años pasaron y supo que tenía que hacer algo con sus deseos contenidos. O iba a explotar. Oliver Sacks no daba más. Ya graduado y de regreso de unas vacaciones en Israel, se decidió. “Tenía 22 años, estaba bronceado, tenía buen cuerpo y aún era virgen”, cuenta. Aunque no era fácil ser gay en la Inglaterra de los cincuenta. El matemático Alan Turing lo había sufrido en carne propia. Los bares estaban constantemente vigilados y eran allanados por la policía. En los parques públicos y en los baños rondaban agentes encubiertos entrenados para seducir y arrestar a los calientes incautos. La solución estaba afuera: Amsterdam, donde ser gay no era un crimen. “Me metí en un bar y empecé a beber buscando aplacar mi timidez. Bebí hasta que no me pude levantar. El barman me preguntó si necesitaba ayuda para volver a mi hotel. Me habré desmayado, porque la mañana siguiente me desperté en una cama ajena. Ahí estaba de pie mi salvador con una taza de café en la mano. ‘¿Estuve bien?’, pregunté. Me hubiera encantado disfrutarlo.”
Luego de su bautismo sexual, Sacks dejó Inglaterra atrás y emigró a Estados Unidos donde, además de continuar su carrera, pensó, podía vivir sus pasiones abiertamente. Aunque su máximo censor no estaba afuera sino adentro. Montado en su gran amante, su motocicleta, recorrió medio país, yendo de un hospital a otro. Como aquellos motociclistas dibujados por el famoso artista Tom de Finlandia, tan amantes del cuero, de bultos desproporcionados y siempre cargados de deseo, Oliver disfrutaba de la libertad de recorrer las rutas desiertas, del viento que pegaba en su cara. Dormía cobijado por las estrellas y las infinitas posibilidades de aventuras que se le abrían. En los grupos de motociclistas que frecuentaba encontró el sentimiento de pertenencia que había ansiado durante tanto tiempo. Tuvo compañeros de ruta y compañeros de cama, como un tal Bud a quien conoció a través de un anuncio publicado en un diario.
En cierto punto, percibió que tenía una doble vida. “Sentí cierta duplicidad en mí mismo –señala–. Durante el día era el genial doctor Oliver Sacks, el del guardapolvo blanco, pero al caer la noche me ponía mi campera de cuero, tomaba mi moto y me deslizaba fuera del hospital para vagar por las calles. Mis amigos motociclistas me llamaban por mi segundo nombre, Wolf. Para mis colegas médicos, en cambio, era simplemente Oliver.”
Por entonces, el lobo solitario le empezó a dar duro al gimnasio. Una y otra vez. Sacks era el médico perfecto, con el que cualquiera sueña ser atendido, revisado: inteligente, atractivo, musculoso, gay. En la famosa Muscle Beach en California –allí por donde años más tarde desfilarían Arnold Schwarzenegger y sus músculos– le asignaron un apodo: Doctor Sentadillas. Allí también se rompió los tendones de una pierna después de tanta exigencia y en 1962 experimentó el rechazo y el amor no correspondido de un tal Mel, un amigo “hétero-confundido”. “Me resultaba difícil concentrarme ante su olor viril. Me encantaba –recuerda Sacks–. A Mel le gustaba que le diera un masaje después de entrenar. Se tendía boca abajo desnudo en la cama y me dejaba masajearlo. Con mis pantalones cortos, vertía aceite sobre él. En una ocasión, no pude contenerme y sin darme cuenta acabé sobre su espalda. Sin mediar una palabra se levantó y se fue a bañar. La mañana siguiente Mel dijo lacónicamente: ‘Tengo que irme’. Nunca más lo vi.”
Y entonces, desconsolado, Oliver cayó en la tentación y probó. Como buen neurólogo, le interesaban los estados cerebrales de todo tipo, en especial los inducidos o modificados por las drogas psicoactivas. No tardó en experimentarlos por sí mismo, como una manera más de entender qué ocurría dentro de los cerebros de sus pacientes y confirmar que el mundo exterior no es más que una construcción del cerebro tanto como la sociedad lo es de nuestra cultura. “De lunes a viernes, atendía en la Universidad de California pero durante los fines de semana me pegaba mis propios viajes ya no con la moto sino con cannabis y LSD.”
En una ocasión tomó 20 pastillas de una droga conocida como Artane, utilizada en pacientes con mal de Parkinson. “Para mi sorpresa vi una araña en la pared. ‘Hola’, me dijo con la voz del matemático Bertrand Russell. Conversamos durante un buen rato.”
Su verdadera adicción, sin embargo, vino de la mano de las anfetaminas. No necesitaba a nadie para sentir placer. Todos sus intereses, deseos y motivaciones desaparecían en el vacío del éxtasis. Así estuvo cuatro años, casi sin dormir y sin comer. En 1966, sus amigos no pensaban que llegaría vivo a los 35. Y organizaron una intervención. La salvación sólo vino cuando tocó fondo. Lo rescataron el psicoanálisis –”desde hace 50 años veo al doctor Shengold dos veces por semana”– y la escritura. “El mero acto de escribir me ayuda. Me sirve para clarificar mis pensamientos y sentimientos. Es una parte integral de mi vida. En ese momento es cuando las ideas emergen y toman forma.”
Así, continuando la tradición de su ídolo intelectual, el neuropsicólogo Alexander Luria, vio personas donde otros veían enfermos. Su estilo elegante y la narrativización de sus casos prendieron enseguida. Pero la fama le llegó recién en 1990 con la adaptación al cine de su libro Despertares, donde se cuentan los efectos temporales de una droga conocida como L-dopa en individuos catatónicos. En ella, Robin Williams lo personifica.
Salvo por parejas ocasionales, la única compañía amorosa que tuvo por décadas Oliver Sacks fue el propio Oliver Sacks. Su éxito profesional estuvo acompañado de amigos, colegas y fans pero no por el amor. Luego de conocer en 1973 a un tal Karl, Oliver se hundió en la más absoluta de las soledades. “Nos gustábamos, disfrutamos el uno del otro y nos separamos sin dolor ni promesas. Después de esa dulce aventura, no tendría relaciones sexuales en los siguientes 35 años.”
Hasta que un día, cuando ya había tirado la toalla, el amor llegó. En 2008, a días de cumplir 75 años, conoció al escritor Bill Hayes, o simplemente “Billy”, como figura en la dedicatoria del libro. “Tímido e inhibido durante toda mi vida, permití que la amistad y la intimidad creciera entre nosotros. De repente, me encontré pensando todo el tiempo en él. Esperaba sus llamadas con desesperación. Me había enamorado.”
“Es un gran e inesperado regalo en mi vejez, después de una vida de mantener distancia”, dice. Ahora viajan juntos, comparten lo que escriben, ven televisión, como cualquier pareja. Con una diferencia: el neurólogo más famoso del mundo sabe que le queda poco. Lo tranquiliza saber que cuando llegue el día en que se enfrente a la muerte no lo hará solo. Ahí estarán Billy y la verdad, aquella que pudo al fin contarle al mundo.
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