Viernes, 21 de agosto de 2015 | Hoy
Más palabras para lo que no quiere decir su nombre
Por Laura A. Arnés
La diversidad del siglo XXI nos abraza: sabemos que la materialidad del género y el sexo se construye performativamente, que el deseo es fluido y que las identidades se multiplican en un sinfín de variables. Y una de estas derivas la provee la heteroflexibilidad. Se me paran un poquito los pelos: ¿Estoy siendo conservadora o la matriz opresiva sonríe, perturbadora, en el desvío?
También definida como bicuriosidad, esta etiqueta hace visible el permiso: avisa que el dedo lesbiano puede robar un orgasmo en una noche para el recuerdo y que el trío es bienvenido siempre que no exija más vínculo emocional que la alegría del vino compartido. Quizá la heteroflexibilidad sea revulsiva pero, quizá, sea una torsión del sistema para salvar el privilegio heterosexual y la pareja procreadora. Dudo.
“Las heteroflexibles no queremos ser etiquetadas como bisexuales porque no deseamos a ambos sexos por igual ni tampoco nos enamoramos de quienes son sólo parejas de cama”, me explican (mientras me pregunto, confusa, de dónde habrán sacado que las bisexuales sí). Tengo ganas de contestarles que para flexibilidad voy a clases de yoga, y que las escalas sexuales de Kinsey ya están démodé, pero me contengo y me sigo informando. Leo en una nota de un periódico masivo que la mayoría de las jóvenes que así se identifican pertenecen a clases medias y acomodadas. La posibilidad de un progresismo conservador me pone en guardia (ya aprendí que la feminización hipster de ciertos varones no desprivatizó sus culos y que la visibilidad hartante de la banderita multicolor es estrategia de venta). Sospecho, además, que la connotación positiva del término tiene que ver con las hoy celebradas “actitudes desprejuiciadas”. Total, un touch and go no pone en riesgo ningún fundamento, gordi, ¿o sí? (admitamos que de algunas encamadas comenzaron guerras).
Evidentemente, todas las identidades que manifiestan tránsitos entre la homosexualidad y la heterosexualidad, entre lo femenino y lo masculino, siguen generando desconfianza y malestar. Sin ir más lejos, en las redes sociales anduvieron circulando dos lesbianas “feministas”, con flequillo a la Bieber, manifestándose a favor del veganismo en estos términos: “Si pudimos dejar la carne, cómo no vamos a poder dejar a las hétero curiosas y a las bisexuales”. Es claro el régimen económico que todavía rige la sexualidad: hay cuerpos que continúan evocando lógicas de matadero. La curiosidad mató al gato, redobla el refrán. Y, entonces, me decido. Imposible no reivindicar el derecho al curioseo y a la degustación, a la variedad y al capricho del placer.
Es cierto que, como militante bisexual, no puedo evitar notar que hay una tendencia histórica a borrar el término (“prefiero no nombrarme, soy libre, no me gustan las etiquetas”) o a reemplazarlo por otros (flexisexualidad, bicuriosidad, polisexualidad, etc.) que, al final de cuentas, dicen más o menos lo mismo (me niego a creer que los modos del placer se miden en porcentajes). Pero quién soy yo para decir qué palabra es más adecuada. De hecho, las etiquetas están para ser usadas a nuestro antojo, y lo cierto es que toda identidad puede ser cómplice del heterosexismo, del capitalismo y de la familia burguesa (el ruido que hizo el activismo lesbiano al caer, después de la ley de matrimonio igualitario, debería ser un aviso). Entonces, hagámosla sencilla: brindemos por la flexibilidad y esta noche cojamos todas haciendo el puente.
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