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Viernes, 29 de enero de 2016

BIT VIP

 Por Emmanuel Theumer 

Hay quienes dicen que el éxito de Grindr radica en haber innovado mediante un geolocalizador que indica la distancia entre usuarios, es decir, la tentativa opción de romper el circuito cerrado que ata nuestros órganos sensoriales a la pantalla oscura. Pero lo propio de Grindr no es facilitar un “encuentro” sino el de promover la incesante frustración por acceder, carnal y virtualmente, al cuerpo buscado –la infinita búsqueda, con solo un deslizamiento táctil– por conseguir algo mejor o conseguir algo. Con más de dos millones de usuarios diarios podríamos decir que Grindr es cognitivamente accesible, y es que su triángulo interrogativo no requiere de mucha sintaxis: ¿qué buscás?, ¿onda?, ¿lugar? Eso sí, hay un paso previo, fiel a la cultura del espectáculo, que permite al público un acceso escópico al yo –hablamos de la imagen fotográfica, ante todo– y, con ello, una suerte de zapping, un descarte automático que va acompañado incesantemente por la novedad, asunto que guarda parentesco con CandyCrash, Facebook, Twitter...

Es posible afirmar que el placer visual de Grindr desplaza los tradicionales códigos gestuales y visoespaciales del yiro por una interfaz que refleja el selfportrait contemporáneo: jinetes sin cabezas disciplinados en fitness o la edición gráfica de un rostro marcan tendencia para las dos billones de impresiones mensuales que logra captar esta tecnología de control citadino-corporal. El usuario de Grindr, cual ludópata de casino, accede a un mosaico audiovisual capaz de descargar la expectativa, fundamentalmente la de sentirse deseado. Reconocido. A la soledad inaugural del estigma Grindr responde con decenas de partenaires sexuales a la vuelta de la esquina. Una polla faraónica, tu ano solar, decilitros de flujos. La experiencia de las teteras constituye un pasado borroso para los gays-grindr del siglo XXI. Tocar su interfaz es acceder a un instante de “comunión visual” (debo la expresión a Donna Haraway), de encarnación identitaria y colectiva, en Grindr un yo difuso puede ligarse, ser parte.

Es preciso insistir en el uso de la imagen, la misma guarda trazabilidad histórica con los viejos retratos del “homosexualismo” perverso, utilizados por la medicina psiquiátrica, que cancelaban el rostro en beneficio de una insinuante cintura o pectoral, indicio corporal de la desviación. Pero ahora la selfie es disparada con fines diferentes. El gay de Grindr es imagen y sujeto de la visión, espectáculo y espectador. Nos hallamos ante un singular mecanismo de revelación visual del sujeto sexual y todo mediante un órgano íntimo pero externo: el móvil. Un generoso optimismo permitiría asumir que Grindr, como posibilidad tecnológica, ha facilitado cierta “democratización” del placer y constituye una alternativa a las históricas regulaciones del espacio público heteronormativo. Pero pongamos el acento en la estética corporal que Grindr actualiza y hace circular: los tonificados torsos desnudos que colapsan su interfaz requieren no solo de una inversión de sí, operan religiosamente bajo marcadores clasistas-trans-gordo-raciales, anticipados incluso en las opciones formales que ofrece a cada perfil (solo por poner un ejemplo, trans-gays son considerados una “tribu”, a la par de “geeks” y “discretos”) Existe, desde luego, la opción “Do not show”, un eufemismo que intenta esconder diferencias que importan, y mucho, a esta singular articulación gay-smartphone (¡cyborg!) de imagen-sonido-lenguaje. Grindr pone a los ojos de nuestro horizonte político-sexual que la estandarización corporal gay en curso no trata de la diversidad, sino de la distinción, necesaria incluso para el intercambio de flujos más efímero.

Condenados a la pantalla, Grindr promete proximidad. Lo cierto es que su éxito depende de un continuo distanciamiento corporal, afectivo, político, que asegura jerarquías y pertenencias en las redes sociotécnicas que delinean la sexualidad gay reciente, históricamente reciente. Find your perfect guy!l

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