Viernes, 8 de abril de 2016 | Hoy
ENTREVISTA
Desde Zona de riesgo o tal vez desde antes, la sexualidad de
Gerardo Romano ha sido siempre objeto de interpretaciones y de malas interpretaciones. En un mundo que no perdona el rechazo a las clasificaciones hetero/homo/bi, sus palabras suenan corrosivas. En la piel de Un judío común y corriente rememora al niño débil de su infancia.
Por Paula Jiménez España
“Para un chico acomplejado, introvertido, deprimido como era yo, ir al cine era una ayuda para evadir la realidad. Y después no quería volver. Lo mismo pasa con la actuación, te vas. Ese es el sentido sanador. Estábamos en el cine con mi abuela, desde las seis de la tarde hasta las doce de la noche viendo las películas yanquis de post guerra. Ahora no voy más al cine, vi todo. Me doy cuenta de que siempre es la misma historia. Cuando se habla del alma humana, está el incesto o no está el incesto, está la intersubjetividad sexual gozosa y libre o no está, y lo que está es la represión; está el abismo existencial que venimos de la nada y volveremos a la nada, o no está. Y en el medio, Paraná papers”, dice en un soliloquio con el que arranca esta entrevista. Es que Gerardo Romano no espera a que se le pregunte nada: se sienta, se para, saluda, camina, regresa, es un seductor que llena el espacio de palabras dichas con exultante expresividad. De sus setenta años, tocados íntimamente por los avatares políticos y sociales de la historia reciente, no parece haber desperdiciado un solo día. Fue militante, abogado, rugbier, boxeador, actor top de la televisión argentina, personaje polémico desde que en los 90 se atrevió a lo que pocos: darle un beso de lengua al machazo de Rodolfo Rani en la homofóbica televisión argentina. Entró al mundo de la actuación por insistencia de su amiga, la dramaturga y directora Susana Torres Molina, quien lo ayudó también a descubrir la vida que se abría para él en la exploración de la sexualidad. Y entró al universo de la literatura y la cultura en general, dice, de la mano de un joven amigo gay al que –cuarenta años antes de salvar un chico de un linchamiento en pleno Barrio Norte– logró rescatar de un Falcon verde una noche de los años setenta. “Yo soy abogado. A mí Perón me nombró Jefe de Sumario del Ministerio de Justicia de la Nación en el 74. Me asocié con un diseñador gay, muy talentoso, Juan Risuelo. En realidad nos hicimos amigos. Yo era un abogado de treinta años, él era un chico sensible que tomaba el te con Borges. Una noche fuimos al Barobar, me levanté para ir al baño y cuando volví se lo estaban llevando. Estaba pálido, en el asiento de atrás de un Falcon. Y me acerqué y pregunté: ¿qué problema hay? Mostré mi credencial y ordené que lo liberaran (por mi cargo me tenían que obedecer). Dijeron que se lo llevaban por puto. Después se fue de la Argentina porque esa noche fue mucho para él. Esta experiencia te la pego con el primer beso en la boca que le di a un hombre en televisión, que fue Rani. El programa era Zona de riesgo. El otro día me acordaba de un momento de la historia en que los autores escribieron que yo tenía que meterle los cuernos a mi pareja porque me había engañado y me trajeron, sin que yo supiera, a un tipo que era buenmozísimo, guapísimo, al que yo veía siempre y pensaba que quería poder hacer en el gimnasio lo que él hacía, que levantaba la pierna hasta arriba de los hombros (una entrenadora me decía que eso era sexual y que era muy ratonero que una mujer pudiera poner las piernas de determinada manera porque la vagina toma movimientos en los cuales la presión varía)”
–Sí, claro, ¿no te estoy diciendo? En la serie cogíamos por plata, yo le pagaba y después me pegaba. Le pedí que me pegara una patada y yo me defendía, para que se luciera y quedó bárbara la escena. La historia de Zona de riesgo tenía todo lo que podía tener una historia hétero, como decir: este alma necesita amar como la tuya.
–No, nunca dije que fuera bisexual. Hice una nota en Perfil hace veintipico de años en donde daba mi punto de vista y hablaba de lo mismo que te hablo a vos ahora. Había dicho que no veía nada moral en lo sexual y eso implicaba que podía coger con cualquier persona que me calentara. No tengo una concepción religiosa. Infirieron de eso que era una confesión absolutista e hicieron una tapa con mi cara, me pintaron los labios con fotoshop, un clishé que ellos imaginaron que era lo bisexual. La revista vendió muchísimo y Fontevechia me tuvo que pagar 120.000 dolares. Y yo en ese mundo, mucho más careta que el actual, hijo de un padre culto y presente a quien amo, pero que había sido criado en un mundo conservador, me decía que si un hijo le salía puto se tenía que pegar un tiro. A toda edad. Es la penetración de la episteme judeocristiana, la homofobia, la misoginia o el antisemitismo.
–Tenés la información, pero incompleta. Yo conviví con un tipo dos años, algunos pensaban que éramos pareja. Éramos pareja en cuanto a que convivíamos, charlábamos, salíamos, yo cocinaba. El era totalmente hétero. En el programa no se me ocurrió aclarar si le chupaba o no la pija. ¿Cómo sería una relación homosexual sin sexo? ¿Hay una relación homosexual sino está el sexo? ¿Es la genitalidad la que la define así? Si habláramos solamente, ¿alcanzaría? Yo hice una obra de teatro con Juan Leirado, Bent. Era en un campo de concentración nazi, teníamos una cogida en la que acabábamos sin tocarnos. Una escena tremenda de una obra divina de Martin Sherman.
–“Un judío común y corriente” me representa cien por ciento. Emanuel Goldfarb se llama el personaje. Yo digo lo que él piensa y él piensa lo que digo. El es el chico deprimido y vacío que era yo, y sigo siendo en algún lugar, aunque hoy menos. Las causas de mi depresión estaban en dos hechos concretos al cual subsiguió un tercero. Cuando yo nací el mundo estaba temblando con la bomba de Hiroshima por la que murieron de golpe doscientas mil personas. Un día íbamos por la calle Corrientes y vi una foto en una librería de usados donde había una muestra de fotos sobre esto. Tuve esa desgracia. En esa misma época me enteré lo del holocausto nazi. Yo nací en el barrio de Once y como éramos un hogar de clase media baja, iba a colegio del Estado. Éramos treinta y seis judíos, dos católicos, y dos sin religión. Había un monitoreo de lo que había significado el holocausto palpable e inmediato. Yo escuchaba en todos lados cosas antisemitas. Y cuando jugábamos al básquet con Hebraica o Acoaj, el antismitismo era tremendo, a los chicos de siete u ocho años se nos caía de la boca judíos de mierda.
–Sí, no sabíamos lo que decíamos. Y para completar este clima vino el bombardeo a la Plaza de mayo. Íbamos con mi madre en el colectivo 7 y vi el bombardeo, quedaba la gente incinerada. Para mí era como ver ropa corriendo, porque se usaban esos tapados maxi, largos hasta los tobillos. La gente estaba encerrada en los sótanos porque en la marina anunciaban que iban a bombardear la ciudad. Yo vivía en un segundo piso interno y un amigo me invitó para que pudiera mirar los aviones desde su terraza. Las balas antiaéreas se veían caer, estábamos como en primera fila. Ese es el contexto traumático en el que crecí. Esa es también la morfología de Emanuel Goldfarb. ¿Qué cambia? El tiene Aschwitz a la vuelta. Nosotros tenemos la dictadura, que fue mucho peor. Acá te llevaron por lo que pensabas y por la identidad, los nazis te llevaban solo por la identidad. La arbitrariedad acá es todavía más grande, porque te llevaban porque inferían que pensabas tal o cual cosa.
–Sería un disparate jurídico volver atrás, es un territorio muy complicado. No pasa eso pero es así: un paso para atrás dos para adelante. En definitiva, vamos avanzando. Las pocas noticias que se filtran de estos acontecimientos como el que contás hacen ver que el Vigilar y castigar de Foucault aparece, como esta mirada desde el panóptico: esto se puede, esto no.
Un judío común y corriente, viernes y sábados a las 21, Chacarerean Teatre, Nicaragua 5565.
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