Viernes, 29 de julio de 2016 | Hoy
Por Alejandro Modarelli
Cuando era un adolescente no tan señorita como orgullosamente lo fui más tarde, solía siempre haber en el colegio algún compañero rápido de entendimiento que registraba con morbo el pliegue de plumas imaginario que me acompañaba a todos lados: para ese chico, tan atento a las cuestiones de sexo e identidades, si yo no me la comía, llevaba los cubiertos escondidos en el blazer, con la fantasía de poder dar alguna vez la primera dentellada.
Una tarde, un chonguito muy deportista que la iba de poronga –y por supuesto me fascinaba– me retrasó antes de la salida para discutir sobre no me acuerdo qué y, de pronto y sin testigos, me tomó del cuello. Mientras me apretaba no tan fuerte, jugando a que todo era broma, me miraba fijo para certificar que el contacto me excitaba. La sentencia del aprendiz de sádico, como es de suponer, se resumió en el fácil vocablo puto. Yo estaba extasiado de placer; el insulto proferido no fue más que la cláusula auricular y apoteósica de un posible y efímero contrato sexual. Puto, puto, ay puto. Es decir, desde muy temprano comprendí la dimensión erótica que puede adquirir la violencia verbal si es uno el que reordena de manera clandestina su significación, y convierte al bárbaro, a pesar de sí, en presa. Y mi deseo virtual en amenaza concreta. Si te acercas demasiado, te devoro. Calláte, o tendrás que hacerlo.
Hoy de tarde, cuando leo los comentarios de foristas de Clarín y twitteros indignados por la campaña para nombrar Carlos Jáuregui a la estación de subte de la línea H, sobre la avenida Santa Fe, rememoro el episodio del chongo del colegio. En medio de la vorágine de estupideces y crueldades (desde comparar, para denostarlos, el activismo y el legado de Jáuregui con el de Firmenich, pasando por la falta de seriedad de la iniciativa, hasta acusar al gobierno de la ciudad de kirchnerizarse) sobresalen dos que me estimulan sobremanera, porque revelan la deliciosa inmundicia que convoca a sus creadores. Cuando no me chupa que me insulten, es entonces que me excitan. Fantaseo con sus caras; a veces imagino que me hacen reír por constipados, a veces que podrían llegar a ser sabrosos amantes en la vida real si se soltaran.
Desde un perfil con nick obvio, un seguro machirulo (Pamela Chup Hija) pregunta “cuántas chotas el gobierno de la ciudad estima debo tragarme para que se ponga mi nombre a la Plaza Francia”. Otro, bajo el sugestivo apelativo NN, invierte su tiempo en plantearse la hipótesis de que se termine enseñando en la primaria a que los varones hagan entre sí la laboriosa posición 69 del Kamasutra. Es cierto que Carlos, del que fui amigo muy cercano, era bastante productivo a la hora de ingerir chotas e imaginativo en la gimnasia sexual, pero la verdad es que su estampa pública distaba demasiado de revelar esa condición de malevo venéreo. A nadie que no sueñe con un mundo de pijas, o que sienta el llamado del propio culo, se le puede ocurrir que el homenaje tenga relación con las prácticas del homenajeado bajo sus sábanas o sobre ellas.
Pero si hay algo que define la geografía humana de las redes sociales –foros, twitts, comentarios– no es tanto la supuesta revelación de que nuestra sociedad sigue siendo fascista, sino la certeza de que, detrás de cada teclado, hay sujetos en permanente deconstrucción, en un juego de yoes simulados: el de las chotas de Plaza Francia puede ser un señor de familia católica que a la noche y mientas la esposa duerme deviene cross frente a la pantalla; quien denuncia el complot para convertir a los escolares en adictos a la fellatio, un asiduo consumidor de pornografía infantil; el supuesto muchacho que amenaza con poner una bomba en la estación de subte si la llaman Jáuregui haber firmado el día anterior un documento en change.org por la protección de las ballenas. ¿Cuál de estos yoes mudables, uno de los cuales cobra vuelo agresivo en los juegos de la interfaz, es “más real”?
Amo las teorías del complot al estilo Los sabios del Sión, que hacen de los homosexuales una cofradía que amenaza con una castración universal de la masculinidad procreadora. Al ser la castración una amenaza virtual con efectos materiales, cuadra perfecto en el ciberespacio, plagado de narraciones apocalípticas. Privados del vínculo cara a cara, los foristas son meras prótesis elocuentes que compensan con violencia, a veces con ingeniosa violencia, la debilidad constitutiva de saberse poco y nada. Inventan desde ahí mundos prodigiosos, en los cuales son profetas o futuros guerreros contra los males que acechan a los “modelos de vida”.
Uno se siente tentado en ver ahí a unos simples hombrecitos grises que descubren y cumplen sus fantasías de violencia, sexo y exterminio en el ciberespacio. Como al chonguito del colegio, a más de uno le pondría mi cuello en sus manos: cállate o tendrás que hacerlo.
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