TEATRO
Ariel Gurevich consigue hacer de Noches Blancas de Dostoievski un tratado estético, alegre y musical sobre la vejez gay.
› Por Dolores Curia
El Hombre y un muchacho entran a un departamento de paredes blancas. El chico está esquivo, El Hombre lo halaga temeroso. ¿Es un levante callejero? Se acaban de conocer, eso está claro. El chico había estado llorando en el estacionamiento y subieron porque El Hombre le ofreció un vaso de agua. Así empieza Noches blancas, versión de la obra de Dostoievski en la que la pareja protagónica eran un hombre y una mujer –Luchino Visconti los representa en su película con Maria Schell y Marcello Mastroianni–. Pero aquí esa pareja está interpretada por Nelson Rueda y Esteban Masturini. “La primera impresión es que el personaje de Nelson se levantó un chonguito y lo llevó a su departamento. Quería que parezca algo puramente sexual pero después fuera hacia otro lugar. Lo que se impone es más bien un encuentro espiritual, que para mí es la base de la novela de Dostoievski. El Hombre es un ermitaño que sólo habla con su portera. El chico, como el personaje de la novela, vive unido a su abuela con un alfiler de gancho. Si tienen problemas para hacer contacto, es más por sus personalidades que por algún tipo de represión con respecto a la homosexualidad. Juan le dice a El Hombre que está enamorado de una mujer. Pero sigue yendo a verlo a su casa. Quería poner en tensión la idea de ese ‘imposible’ que plantea la novela.”
–Porque leyéndola, la decodifiqué así, como pasa con tantas obras donde aparece la pareja hétero, el conflicto puede representar también el de una pareja gay. Me rompe mucho cuando en una obra aparece un personaje gay como “muestra del amor homosexual”. Como si hubiera tal cosa. Como si lo gay fuera una ontología que se trasmite a las relaciones. Son etiquetas sociales y el arte más que replicarlas creo que debería cuestionarlas. De entrada estaba seguro, por lo menos, de lo que no quería: ni una historia de salida del closet ni algo “gay themed”, ese tipo de historias en las que los gays aparecen como estrategia de mercado para orientar esa obra o película a ese tipo de público, como si fuera una categoría más de Netflix.
–Es que los personajes se quieren de manera cruzada: la portera quiere a El Hombre, El Hombre quiere al chico, que a su vez espera a una mujer. Ese enamoramiento deja a El Hombre en un estado de deriva porque no obtiene respuestas claras del otro lado. La portera es un anclaje a la realidad. Me gustaba esto de que un personaje que tradicionalmente es secundario pase a primer plano. Es la portera de todas las porteras, una portera más allá del tiempo, que puede ser el ama de llaves que cuida a Julieta en Romeo y Julieta, o el ama en Doña Rosita, la soltera.
–Cuando la portera le dice a El Hombre: ¿no le da vergüenza estar toda la noche sin dormir bailando solo coreografías sobre el parquet? ¡Yo hago eso! Las canciones que escucho en mi vida me dan una idea estética de lo que la obra puede llegar a ser. No es que armo todo y después digo: ¿y acá que música meto?
–Escribir personajes femeninos es un gusto que viene desde chico. Siendo muy pequeño estaba fascinado con Gasalla, que fue para mí un primer referente artístico. Esa especie de travestismo de autor. Para mí escribir mujeres me es un lugar muy cómodo.
–Cuando me aparece la imagen de que fueran dos hombres, visualizo que hay uno mayor que el otro. En un punto, a través del chico, El Hombre se enamora de algo perdido, de la juventud que tuvo. Muy Muerte en Venecia. Y al revés: como si el amor que el chico empieza a sentir por El Hombre tuviera que ver con un paso hacia la vida adulta. El chico es alguien callado que gracias a El Hombre se siente mirado por primera vez y puede empezar a decir. Lo que pudo haber sido, no fue, pero ¿qué te llevás para vos? Aun en el dolor, en vez de terminar roto podés terminar mejor.
Jueves a las 20.30, en El Cultural San Martín, Sarmiento 1551.
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