Viernes, 21 de marzo de 2008 | Hoy
GLTTBI
Un relato en primera persona sobre la supervivencia del miedo más allá de los cambios que trajo la democracia.
Por Hugo Salas
Todo está bien, me digo, ya no es como antes. Hoy una Buenos Aires friendly se abre socarrona pero necesitada al turismo gay, reconoce la unión civil y mañana, ¿quién sabe?, quizás el matrimonio. En ocasiones, sin embargo, la ilusión se derrumba. Puede ser en un pueblo, un barrio de quintas o aquí nomás, en una calle porteña, lejos del gueto in; allí un gesto, una mirada despectiva o un insulto me recuerdan, con inmediata evidencia, que no está todo bien. Intento entonces recomponerme, apuro el paso, hago de cuenta que todo está bien —ni siquiera lo comento—, pero busco un lugar “seguro”.
En lo que dura ese instante sé (o creo saber, la diferencia es nimia) que por darle un beso a mi pareja, llamarlo con un apelativo cariñoso o hacer evidente, como fuera, mi preferencia sexual, alguien podría hacernos “algo”, y que las demás personas, esas mismas que hasta ahora saludaban de manera distante pero amable, tampoco intervendrán, convencidas —en su fuero más íntimo— de que “me la busqué”. Tampoco se me ocurre, fuera de los muros de casa o del auto, dónde podría refugiarme, a quién recurrir. ¿A la policía? ¡Por favor!
Viene entonces el reproche. En principio, por el prejuicio social que se asoma en ese miedo, no muy distinto —me digo— del de la vecina atacada por la inseguridad (justo yo, que quiero ser tan progre), y acto seguido por paranoico, cobarde, pusilánime... ¿por maricón? El círculo se cierra: no es preciso que me agredan; en colectivo e individualmente, la agresión ya ha sido internalizada merced a sucesivas escenas de humillación padecidas o atestiguadas en la escuela, dentro de mi propia familia o incluso con algún par, en ese vértice oscuro que pueden tener algunos encuentros sexuales. Tal vez más tarde me pregunte por qué, a pesar de los bienintencionados gestos de Lubertino, no existe ninguna política activa contra la agresión de género, pero en ese momento no hay tiempo: tengo miedo, y me odio por tenerlo.
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