Viernes, 21 de marzo de 2008 | Hoy
LUX VA > A BARHEIN, CHUECA Y AMéRIKA
Nuestrx cronista tuvo una semana agitada: disco el martes, rebote en un swinger y resaca hasta el jueves, cuando la redención llegó en ese templo porteño donde es fácil recuperar ciertas cosas que a veces se pierden.
Máxima excitación desde el comienzo de la semana. ¿Soy Lux? ¿Lux soy? O tobillos luxados por empezar un martes saltando como si tuviera urticaria en el sótano de ese banco devenido disco. Me gustó el dj vestido de Simón Bolívar que aceleraba el beat y te mezclaba aquí y acullá un pop de los ’80... era para mí, lo juro, oldie en un jardín de adolescentes de anteojitos negros y remeritas apretadas, no importa el sexo, no importa el género, mezclarse ahí, abandonando la memoria de los años, espalda con espalda, codito con codito. ¿Es que no hay nadie que haya cumplido los 25? ¿El mundo productivo duerme? ¿El músculo se menea en casa antes del jueves? Salimos de ahí, Bahrein da lo que tiene que dar, al menos la ilusión de saber que hay carne despierta fuera de agenda (despierta, no dispuesta). Somos cuatro de asociación imposible, número ideal, de todos modos, para probar suerte en el swinger de Anchorena. Error. “No, querida, hoy es día de after ofis, a las tres se cierra.” ¿Me habla a mí? ¿Qué tengo puesto hoy? ¿Qué me hace pensar que soy el ombligo del mundo? El chongo de la puerta me esquiva como a un poste y salva a mi amiga de morir bajo las ruedas de una camioneta superpoblada que, arando, cruza de esta vereda a la de enfrente en busca de la entrada del telo. Por suerte le emboca, suerte para los habitantes de la camioneta feliz, que saben a qué hora entrar y salir. Por mi parte, me dejo tragar por un taxi. La estrella se apaga, me convierto en calabaza.
Miércoles de cenizas... en un vaso, con dos cafias y un antiácido después para remontar el día. Nadie me acompaña a comer pescado. Ni ostras.
Jueves, hoy sí. Sí, sí y sí. Hoy no falla, hoy me voy al templo. Eso sí, vestida de sociólogx y con cuadernito para anotaciones. La amiga que sobrevivió a la camioneta feliz es la perfecta coartada. Tampoco es cuestión de ponerse el moño porque si queda intacto se nota demasiado. Perfil bajo, alto el trago que nos tomamos en Chueca... Bah, alto el precio. Si no fuera por los muchachos de Canarias que venían a mostrar sus musculitos en estas lejanas tierras, y que nada más llegar habían cogido la guía gay y a la calle, pues para Chueca, mejor Madrid. O el patova que me rescató horas después de la marea de cuerpos en donde perdí eso chiquito y brillante capaz de llevarme a casa: ¡las llaves del auto! Es que fue así. Entramos a Amerika, buscamos el trago y a la pista. No hubo errores, ninguno. De la música no me acuerdo, pero no hay manera de que no te toquen. Todo muy bien, todo amigable, sonrisas de propaganda de dentífrico. Coreografía tipo fiesta de casamiento cuando el hit lo permite; humitos no tóxicos que se convidan, manos perdidas que encuentran destino. Pero quiero más. Miles de personas no tienen por qué ser testigos. Voy en busca de oscuridad, escaleras arriba...
Soy una estrella porno en pleno Gang Bang pero con la ropa puesta. No veo, no sé cuántas manos hurgan y eso me gusta, podría desmayarme que igual no me caería, no hay espacio suficiente. Saltan los botones de la camisa. Hay dedos fríos y húmedos, brazos peludos como de oso, una lamida caliente como una babosa que quiere llegar a mi cuello pero se queda en el hombro, no lo dejan, no puede, ¿se está agachando?, ¿a mí se me doblaron las rodillas?, ¿tenían hambre, chicxs? Tengo frío en la parte de atrás. No dura. Ahora tengo calor. Demasiado. Demasiadas manos, demasiado lo que no reconozco como manos, ni como piernas ni como lenguas, soy como Túpac Amaru escuchando a Madonna detrás de una pantalla gigante, el lugar ideal para el crimen. Mejor salgo. Ya tuve lo mío. Mi propia mermelada de frutas irreconocibles. Si pudiera, les contaría cómo salí. Pero apenas sé que a la luz vi que no tenía las benditas llaves y tampoco me iba a agachar a buscarlas. Fue un patova chueco y su linternita de mano lo que me devolvió mi preciado tesoro y, digámoslo, la dignidad. Al menos la que iba a perder llamando a la grúa para que me lleve con el auto a casa.
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