Viernes, 2 de enero de 2009 | Hoy
A LA VISTA
La muerte de un adolescente en Córdoba delata la supervivencia de las formas más crueles de la discriminación, a veces convertida en un sistema de relación que se fogonea desde los medios con la construcción de figuras antagónicas como esta de las “tribus urbanas”.
”Hay que juntar a los floggers, a los emos y a los cumbieros en un campo (tipo campo de concentración, ja, ja) y que se maten entre ellos. O si no, de última, los metemos en un galpón y los prendemos fuego... ¿Quién me ayuda?” Con estas palabras, un adolescente expresa su opinión en uno de los tantos foros de debate que cualquier usuario puede abrir en Facebook, y que en este caso proponía la pregunta “¿Son los floggers más molestos que los mosquitos?”. Y si bien su tono chistoso le sigue la corriente al comentario de una chica que cuenta cómo en un boliche rebotó a un flogger que se le acercó y le pidió un beso (complacida en habérsele reído en la cara), le da pie a otro que ahí mismo mecha su opinión sobre la tan mediatizada rivalidad entre tribus urbanas: “¿Los floggers más molestos que los mosquitos? Mirá vos. Yo diría que más molestos son los que se la pasan matando, robando, secuestrando y todas esas cosas. Prefiero diez mil veces a un flogger que a un villero, porque al menos sé que el flogger estudia y capaz cuenta con ingresos para ir a la universidad y llegar a ser alguien en la vida. Mientras que los villeros lo único que saben hacer es drogarse”.
Con esa pasmosa liviandad (y con numerosas faltas de ortografía y de sintaxis que aquí son corregidas por vergüenza ajena), cientos de adolescentes expresan cotidianamente en Internet formas más o menos explícitas de discriminación y del odio irracional que hace quince días hizo que un grupo de chicos matara a patadas a la salida de un boliche en Las Tapias, un pequeño poblado que está a 180 kilómetros de la ciudad de Córdoba, a un muchachito de 16 años al que “acusaron” de flogger. Que lo hayan atacado, a él, Guillermo Joel Cáceres –y a otros cuatro amigos que tuvieron la suerte de salir corriendo–, al grito de “floggers, floggers hijos de puta. Putitos, defiéndanse si no son putitos”, es un indicio de cómo la homofobia –en el recrudecimiento que viven la discriminación y la violencia al calor de estas nuevas tribus urbanas– tiene como contrapartida el deseo de acabar con los negros, con los negros cabezas, con los negros cumbieros, que uno de los tantos floggers que en estos días atestaron de posts el fotolog del chico fallecido expresaba diciendo: “Oh, loco. ¡Qué pajeros que son para matar a alguien que es flogger! Para eso matamos a todos los negros, la cajeta de su madre”.
Que una cierta forma de vestir o el gusto por una determinada música puedan ser motivos de una guerra que, si se recuerda las furibundas grescas en la escalinata del shopping Abasto, hace rato ha dejado de implicar a chicos que refuerzan su sentido de pertenencia a una tribu de moda para pasar a ser en un fenómeno que sostiene un núcleo duro de desprecio, demuestra cómo la discriminación puede mutar y reinventarse en nuestras sociedades. Así, discriminar puede consistir en una devolución de gentilezas en la que nunca está del todo claro quién es la víctima y quién el victimario. Como una forma de reciprocidad en la que la única y mejor defensa puede ser el ataque.
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