El nuevo y pacato éxito adolescente, Crepúsculo, inspira un recorrido por la diversa saga de los más célebres habitantes de la noche. Desde sus festivos inicios hasta la misma encarnación del miedo a la sexualidad, he aquí a los vampiros, queers por esencia.
› Por Mariana Enriquez
Por estos días, los vampiros viven otro gran momento de popularidad (¿alguna vez dejaron de ser populares?) con la adaptación para cine de Crepúsculo, la primera novela de saga de Stephenie Meyer. La autora es practicante de la religión mormona, y la saga es una alegoría sobre la represión: una adolescente humana enamorada de un vampiro, en una relación donde ambos se contienen: él de morderla, ella de dejarse. Además, el vampiro en cuestión, cuando puede evitarlo –que es casi todo el tiempo– bebe sangre de animales. Se trata de un producto para adolescentes un poco más osado que High School Musical o Hannah Montana (más osado porque la sexualidad, al menos, existe, algo que no sucede en los otros hits para jovencitos) pero en la misma línea puritana.
Viene bien, entonces, repasar la historia del vampiro –del monstruo literario y después cinematográfico, porque en realidad, como leyenda y mito acompañó a la humanidad desde los primeros registros–. Y se puede decir que, en literatura, los vampiros nacieron gays y lesbianas. El primer cuento de vampiros europeo se incubó en una noche mítica: la que reunió a Lord Byron, Mary Shelley, su hermanastra Claire, su esposo Percy Shelley y el médico William Polidori en Villa Diodati, la mansión del lord a las orillas del lago Lemán, en Ginebra, Suiza. Era 1816, Byron estaba en el exilio y ese verano quiso pasarlo con sus amigos. Una noche aburrida alguno propuso escribir un cuento de fantasmas. El clima de la reunión no estaba atiborrado de flema y buenos modales, al contrario; Shelley veía tetas cuyos pezones se trasformaban en ojos, todos se atiborraban de láudano y éter, y aunque no hay registros veraces, se cree que el sexo debe haber sido bastante fluido e intenso también. Es muy sabido que ese verano Mary Shelley pensó Frankenstein; no lo es tanto que el médico del lord concibió “El vampiro”, un cuento que publicó en 1819 –mucho antes de Drácula de Bram Stoker, que se editó en 1897–. El vampiro de Polidori es el aristócrata perverso, hermoso e irresistible pero maligno, la clásica figura del caballero de la noche, y está claramente basado en la figura de Byron –y en la fascinación que Polidori sentía por su paciente, pasión acallada que, se cree, lo llevó al suicidio cuando cumplió los 26 años–.
El segundo gran relato de vampiros –todavía antes de Drácula– fue escrito por el irlandés Joseph Sheridan Le Fanu, y es una historia de pasión entre dos chicas que se llama Carmilla. Un cuento largo y minucioso, describe la visita de una misteriosa joven a la casa de otra, ingenua y aristocrática. Carmilla, la misteriosa, es una vampira; la ingenua se enamora enseguida: “Lo cierto es que yo sentía algo inexplicable por aquella hermosa forastera. Me sentía atraída hacia ella, pero experimentaba también algo de repulsión. No obstante, en ese sentimiento ambiguo prevalecía enormemente la atracción. Era tan hermosa y tan indescriptiblemente atractiva que me intrigaba y me subyugaba”. Más claro imposible. Más tarde en el relato habla Carmilla: “Vivo en tu cálida vida y tú morirás, morirás dulcemente en la mía”. Finalmente, Carmilla es enviada a la muerte definitiva –como suele suceder: los vampiros casi siempre son descubiertos, especialmente cuando se enamoran– y los amores entre el mismo sexo se irían a descansar con ella por unos cien años (salvo alguna rara excepción): es que con Drácula y después el cine, el vampiro pasaría a encarnar miedos y represiones de la sexualidad, que incluían cuestiones de diversidad pero apenas como sugerencia. Hasta que Anne Rice se puso a tono con la época y, en los años ‘70, les devolvió a los vampiros su capacidad de provocación.
Entrevista con el vampiro se publicó en 1976, y más de 30 años después su alcance es asombroso. La entrevista del título es con el vampiro Louis, que le cuenta su vida a un periodista. Su vida es así: él era un joven dueño de plantación en Nueva Orleáns hasta que apareció en su vida el vampiro Lestat (francés, cruel, lindísimo), que se prendó de él, lo transformó en vampiro y, más tarde, le “dio” una hija al convertir en vampiro a Claudia, una niña huérfana pobrísima que, de cualquier modo, iba a morir de hambre en las calles o sobrevivir a una existencia horrible. Las aventuras de la familia incluyen un viaje a Francia donde conocen al jefe de los vampiros en París, Armand, un adolescente que se enamora de Louis. Todo eso (parejas apasionadas, familia diversa, autocompasión –Louis, que vive odiando lo que es al mismo tiempo que lo disfruta, es un típico caso de homofobia internalizada–) aparecía en un best seller. La saga, lamentablemente, fue perdiendo calidad literaria y coherencia: la última entrega, Blood Canticle de 2003 (que además mezcla a los vampiros con las brujas de otra saga de la autora) es ilegible hasta para los fans más fieles. En 1994, Neil Jordan le puso el proverbial clavo al ataúd con la versión para cine, que visualmente era muy linda y tenía un gran acierto, el de Kirsten Dunst como la niña vampira Claudia, pero el resto del casting era de pena, especialmente los fuera de lugar Tom Cruise y Antonio Banderas (Brad Pitt, por lo menos, estaba hermosísimo con el pelo oscuro y los ojos transparentes). Así, la gran historia de amor vampírico y diverso en cine siguió siendo The Hunger (El ansia, 1983, de Tony Scott), con aquella inolvidable escena de Catherine Deneuve y Susan Sarandon entre sedas, tan años ‘80 y la presencia clave de David Bowie como el vampiro agonizante que será reemplazado por su pareja, que esta vez prefiere a una dama.
La saga de Anne Rice abrió la puerta a la subcultura gótica, que es en esencia diversa. Y encumbró a una de sus máximas estrellas literarias, Poppy Z. Brite, otra escritora de Nueva Orleáns que supo decir en entrevistas “me siento un hombre atrapado en un cuerpo de mujer” y publicó en 1992 Lost Souls, una de vampiros adolescentes angustiados que es pura sangre, sexo y rock ‘n ‘roll. Zillah y Nothing, los protagonistas, son padre e hijo, y además son amantes. Permisos que da la fantasía de horror, porque, después de todo, ¡son vampiros, no gente! A Poppy Brite le fue muy bien como escritora de terror, con más novelas y varias colecciones de cuentos –no todas de vampiros–, pero en los últimos años abandonó el género para dedicarse a la comedia oscura, con una saga de amores gay que transcurren en la cocina de un restaurante de Nueva Orleáns. Ahora acaba de convertirse al catolicismo; lo mismo hizo Anne Rice. ¿Juego de espejos, contagio o un extraño ataque de conservadurismo? En cualquier caso, las dos perdidas para la causa.
La cosa no viene muy bien. Los vampiros góticos cansaron un poco, y se retiraron hacia el fan-fiction de la web. Pero algo queda. Por un lado, el vampirismo inmerso en la novela social del sueco John Ajvide Lindqvist Déjame entrar, un inesperado éxito que transcurre en un deprimente suburbio e incluye un jovencísimo vampiro que o bien es intersex o ha sido castrado (la adaptación para cine, que se llama Let The Right One In, fue uno de los éxitos del último Bafici; una película extraordinaria). Y en televisión entra en su segunda temporada Tru Blood, la nueva serie de Alan Ball, el autor de Six Feet Under y Belleza americana, que es abiertamente gay. La serie casi podría considerarse una metáfora de la salida del closet: en Japón se ha inventado un tipo de sangre sintética que les permite a los vampiros dejar de atacar a los humanos, e integrarse en la sociedad. Resuenan, claro, los temas del sida, la discriminación, y hasta la violencia –porque ahora los humanos normales tratan de chuparles la sangre a los vampiros, porque les da mayor potencia sexual–. Los afortunados que tengan HBO en los listados de cable pueden verla este enero. Y no, personajes gays todavía no hay. Pero la serie recién empieza, y hay que ver con qué sale Alan Ball en el futuro.
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