OUT
› Por Ariel Devincenzo
Me es difícil identificar un suceso representativo de mi salida del closet. Pero puedo dar un recorrido por distintas situaciones: a los nueve años fue mi comunión. Tengo una foto junto a un compañero, Mariano. Los dos con pantalón de vestir, camisa blanca y el rosario entrelazado en las manos en gesto de oración. En mi imaginación quería imitar los álbumes de casamiento y así fue que le pedí a mi hermana que nos sacara una foto. Mariano fue el primero en provocar ese sentimiento inabarcable, de la angustia más voluntariosa, al que sigo confundiendo con el amor. Pero no llegamos ni a la noche de bodas. En esa misma época conocí a Ramón con quien solíamos jugar en las calles del Abasto. Me enseñó a robar yogures del Supercoop y a colarme en los baldíos donde pasábamos tardes enteras jugando... ¡a que éramos novios!
A pesar de todo esto, el placard que iba construyendo era muy fuerte. Y con la última tecnología social de punta, era fabricado desde adentro. Durante la adolescencia fue naciendo la doble vida típica de estos muebles, entre las pocas e insatisfactorias aventuras que tenía, creyendo que mi corazón se equivocaba y que todo, simplemente, “pasaría” (?).
Un caluroso romanticismo sumado a una ya muy inflamable represión hicieron combustión a fines de 2000. Como buen terrorista, exploté y salí desparramando órganos y centellas, pateando todo en mi camino como si fuera Terminator o She-ra, fulminando todo rastro de madera sobre mi piel. Un suicida que se detona en su viejo cuerpo impuesto por el enemigo, para nacer de nuevo rodeado de vírgenes musculosas y blancas nubes de penicilina...
Varios años me demoré en reconocer que era un placard. Hoy no quiero volver nunca más a ninguno. Puedo terminar en alguno un rato... pero no me quedo a vivir en el placard del otro ni loco.
Creo que aún no salí completamente; esto es como las cajas chinas, los placares se multiplican. A veces me veo saliendo otra vez: pregunten a la costurera o a lxs sobrinxs; pero mi salida preferida es cuando algún varón desorientado, como si algo estuviera fuera de lugar, pregunta por qué me pinto las uñas: además de una sonrisa, siempre respondo con una fe providencial en el error que, tantas veces comprobado, nunca falla.
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